Exposiciones

Madrid rescata el arte incomprensible del movimiento Fluxus

Por Sol G. Moreno

Destrozaron guitarras, prendieron fuego a pianos e inventaron instrumentos con pantallas de televisión bajo la premisa de “acción artística”. Fluxus fue uno de los movimientos más disruptivos e inclasificables de los años sesenta. La galería Parra y Romero recuerda ahora a sus autores

Imaginen la escena: la violonchelista Charlotte Moorman toca a pecho descubierto una composición creada por John Cage –22’ 1499– donde la melodía de la intérprete se entremezcla con acciones tan dispares como beber una coca cola, leer las instrucciones de una caja de tampones o convertir una bomba con las que practicaba la Armada americana en una especie de violonchelo. Claro, la gente se queda ojiplática. Las reacciones van desde la sorpresa o la burla, hasta el enfado (hay quien abandona furioso el auditorio).

Y es que hubo un tiempo, cuando el teatro, los monólogos y la Fura dels Baus todavía no existían, en que el público más transgresor tenía que recurrir a la performance para ver espectáculos modernos. A veces eran auténticas frikadas destinadas a un puñado de amigos, probablemente bajo los efectos de sustancias psicotrópicas; pero en otras ocasiones, eran el revulsivo perfecto contra la Guerra Fría o la de Vietnam. El caso es que desataban la curiosidad de los espectadores, que asistían entre confundidos y divertidos mientras los artistas aporreaban pianos, destrozaban instrumentos o bailaban desnudos sobre un lienzo.

Porque así era Fluxus: libre, impredecible, anticomercial. Nació en 1961, guiado por la estela dadá de Duchamp, así como los happening de Yves Klein, el autor que embadurnaba a modelos con su patentado color para que se restregasen por los cuadros. Con una puntualización: los integrantes del grupo abrieron sus horizontes a la literatura y la música, no solo al arte visual, pues querían que todas las disciplinas fluyesen juntas –fluxus significa “flujo” en latín–, mientras el público participaba de aquellas “experiencias” efímeras y espontáneas. Precisamente el componente sonoro jugó un papel fundamental en este movimiento tan inclasificable como diverso, compuesto por creadores de diferentes ámbitos a los que les unía un mismo espíritu que podríamos definir como punky.

Charlotte Moorman durante uno de sus happenings. 
Fotografía por Peter Moore, 1968
Actividades para piano de Philip Corner, 1962

Desafiando los principios culturales que imperaban hacia mediados del siglo XX y en contra de la idea de obra de arte en producto, quisieron crear sin límites ni condiciones. Por eso tanto Dick Higgins, como Joseph Byrd, La Monte Young o Al Hansen pusieron patas arriba el arte con sus provocadoras propuestas públicas, que a menudo eran una vía de escape provocada por los estragos de la Segunda Guerra Mundial y los conflictos posteriores, así como una crítica al consumismo y una apuesta por la obra de arte total.

“Tenemos la idea de la indeterminación, la simultaneidad, el concretismo y el ruido que derivan del futurismo (…) También tenemos la idea del ready made y el arte del concepto que derivan de Duchamp, pero todo desemboca en John Cage y su piano preparado que es un collage de sonidos”, escribió una vez el lituano George Maciunas, quien ejercería de maestro de ceremonias de Fluxus.

El artista y galerista también decía que el arte debía ser “simple, entretenido y sin pretensiones, sin necesidad de dominar técnicas o ensayos, ni aspirar a valor institucional o comercial”. Quizá por eso, supieron mantener su independencia; a fin de cuentas, nadie pagaba por verles actuar. Lo mismo recurrían a la música que a la pintura, la fotografía o la performance. Porque todo era potencialmente creativo o expresivo: el piano de John Cage, las instrucciones por escrito de Yoko Ono, el violonchelo de Charlotte Moorman, las pantallas de televisión de Nam June Paik…

Ahora todos estos autores confluyen en la exposición La música hecha pedazos. Arte sonoro bajo la sombra expansiva de Fluxus que, hasta el 26 de julio, presenta Parra y Romero. Más de dos centenares de obras se reparten por las salas de la galería para perturbar nuevamente al visitante –esta vez del siglo XXI– y recordarle que la fingida libertad de ahora no tiene nada que ver con la que se desarrolló en la década de los sesenta del siglo pasado, especialmente en Nueva York.

Esquivons Les Ecchymoses Des ESquimaux Aux Mots Exquis, Marcel Duchamp, 1968. 
© 2025, Artists Rights Society (ARS), New York / ADAGP, Paris / Estate of Marcel Duchamp
Burning Piano, Annea Lockwood, Performance en Londres, 1968. 
Fotografía: Geoff Adams. Imagen cortesía de Parra & Romero, Madrid 2025
Cartel This guitar has seconds to live, The Who. 
Imagen cortesía de Parra & Romero, Madrid 2025

Entonces la ruptura de guitarras, por ejemplo, no se le había ocurrido a nadie; hasta que Fluxus extendió la práctica y liberó la rabia que llevaba dentro una generación de jóvenes que, tras ver lo que había sido capaz de hacer el ser humano contra sus propios congéneres, se había vuelto nihilista, ácrata, descreída. Ese acto de rebeldía y fuerza expresiva enseguida se convirtió en la anécdota favorita de las grandes estrellas del rock; como The Who, cuyo guitarrista –Pete Townshend– normalizó destrozar un instrumento en cada concierto; o el gran Jimi Hendrix que, cuenta la leyenda, tuvo que subir la apuesta hasta la quema de su guitarra para emular a su rival. Por eso la presencia de ambos se deja sentir en la exposición a través de fotografías, portadas de discos e imágenes como esa Venus de Milo sobre la que se lee “Sheena is a punk lover”, en alusión a la canción de los Ramones de 1977.

El recorrido por La música hecha pedazos está trufado de grabaciones fonográficas apenas conocidas por el público –porque se editaron en tiradas muy reducidas–, pero también de piezas sonoras, documentos, partituras y multitud de soportes. No en vano la muestra está pensada para visitarla con los cinco sentidos, especialmente la vista y el oído. “La premisa inicial era seleccionar obras que analizasen esa ‘visión expandida de las artes’ que promovía Maciunas”, explica Javier Panera, comisario de la muestra y auténtico apasionado de Fluxus.

Ahí está Wolf Vostell con su Sinfonía para 40 aspiradoras; el fundador del movimiento, cuya Expanded arts Diagram es la encargada de dar la bienvenida al visitante; el siempre disidente Joseph Beuys, para quien “todo ser humano es un artista”; e incluso Yoko Ono, que se movía entre la música comercial de los Beatles y sus experimentos sonoros.

Vista de sala. Imagen cortesía de Panera en Parra & Romero, Madrid 2025. Fotografía: Roberto Ruiz
Vista de la exposición La música hecha pedazos con obras de John Cage. Imagen cortesía de Parra & Romero, Madrid 2025. Fotografía: Roberto Ruiz
Vista de la exposición La música hecha pedazos con obras de George Maciunas. Imagen cortesía de Parra & Romero, Madrid 2025. Fotografía: Roberto Ruiz
Vista de la exposición La música hecha pedazos con obras de Wolf Vostell. Imagen cortesía de Parra & Romero, Madrid 2025. Fotografía: Roberto Ruiz

¿Quién fue el más provocador de todos? Según Panera, “si le preguntáramos a Maciunas nos respondería que él, sin duda. Pero yo creo que nadie ha logrado superar las aportaciones de John Cage: su tratamiento desconcertante del piano preparado, su uso del azar, su descodificación de ‘la música como idea’ o su equiparación de todos los sonidos audibles –convirtiendo el ruido y el silencio (o su ausencia) en parte esencial de la creación musical– siguen siendo un faro para muchos artistas”.

Es cierto que sin él no podríamos entender la filosofía fluxus. Pero, para ser justos, hubo otra figura que también merece su lugar en esta historia: Charlotte Moorman, alias ‘la violonchelista en topless’. Llegó a reproducir notas musicales sobre una espalda humana o convertir la bomba a la que aludíamos al inicio del artículo en un violonchelo.

“Algunas de las colaboraciones entre Nam June Paik y esta chelista, como su célebre Opera Sextronique, eran, ciertamente, hilarantes”, apuntala Panera. Tal es así, que fue detenida y condenada en 1967 por exhibicionismo mientras realizaba esta pieza, que consistía en tocar vestida con un bikini que llevaba luces intermitentes; en cada movimiento, se quitaba una prenda. Ella fue, también, quien interpretó Chocolate Cello, de Jim Mcwilliams embadurnada en chocolate; o Flyin Cello, donde se las apañaba para tocar mientras ella y el instrumento estaban suspendidos en el aire.

La huella de todos estos autores del antiarte, como podríamos llamarlos, caló en generaciones posteriores, que han tratado de emular esa actitud provocadora en el siglo XXI. Después de todo, los punkarras del arte, como los viejos rockeros, nunca mueren.

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