Cirugeda, el arquitecto de los más desfavorecidos que construye al margen de la legalidad
Por Mario Canal
Santiago Cirugeda –arquitecto, activista y experto en desobediencia administrativa– lleva décadas construyendo en los márgenes de la legalidad. Sus proyectos nacen de la urgencia social y desafían las normativas desde dentro. Hoy, muchas de sus ideas ilegales son políticas públicas
Hablando con Santiago Cirugeda uno no sabe si escucha las avanzadas teorías del próximo ganador del premio Pritzker o las locuras de un fanático que te sugiere que no hace falta todo lo que el mundo te dice para levantar una casa. En cualquier caso, es alguien que arrastra y seduce con el poder de la palabra.
“Yo quería ser militar, no arquitecto. Mis hermanos, mi padre y mi abuelo son militares, oficiales de alto nivel. Y fue mi padre el que me dijo: ‘Tú no vales para militar porque tú no obedeces”, nos explica entre risas en una terraza del barrio de Lavapiés poco antes de que se inaugure en La Casa Encendida una exposición colectiva donde muestra una de sus primeras obras, realizada aún cuando estaba en la universidad y tenía muy claro que no iba a esperar a tener título para llevar a cabo sus ideas.
En los noventa, Cirugeda (Sevilla, 1971) se hizo un nombre tanto en el ámbito de la arquitectura como en el del arte contemporáneo con sus propuestas subversivas de acción directa. La obra que se expone ahora en La Casa Encendida es la Casa Insecto (2001), que realizó en La Alameda. Consistió en la creación de una estructura montada en un árbol para que un vecino de la ciudad, que formaba parte de un colectivo social, pudiera hacer guardia y evitar que los árboles de su barrio fueran talados. Tres años antes, en 1998, el arquitecto hizo el que puede ser considerado su proyecto iniciático: el Andamio.
Animado por experiencias previas en el espacio público –como la transformación de un contenedor de obras en un columpio–, Cirugeda levantó una refugio habitacional sobre un andamio adosado a un edificio histórico protegido en el casco antiguo de Sevilla. Para ello, solicitó permiso municipal para repintar la fachada, sin ser siquiera propietario del edificio, y aprovechó para construir un refugio urbano montando una cápsula sobre el andamio. Difundió su iniciativa entre los medios, que la publicaron sin verificar la propiedad del inmueble, lo que generó la confusión de que en realidad el proyecto estaba popularizando una vía barata y legal para ampliar viviendas temporalmente, cuando se trataba de una acción parasitaria. El andamio estuvo habitado tres meses, retirándose dentro del plazo autorizado para pintar el muro. “Ahora, casi 30 años más tarde nos han pedido desde las administraciones públicas hacer un estudio de viabilidad tanto en Barcelona y Sevilla para ampliar las casas al andamio”, admite el arquitecto.
Cirugeda siempre ha cultivado un enfoque social en todos sus proyectos, evidenciando el derecho de los ciudadanos tanto al espacio público como al privado. Dos temas que en estos momentos concentran una gran alarma tanto social como política: la crisis de la vivienda y el urbanismo sostenible centrado en el ciudadano son los grandes puntos de estrés político y arquitectónico. El primero es cada vez más alarmante, pero las soluciones que favorezcan la acción directa, ya que la acción política se muestra totalmente inoperante, parecen estar atrapadas en un laberinto burocrático que entorpece cualquier iniciativa efectiva. Cirugeda lo viene denunciando desde el principio de su carrera y el tiempo trae ahora sus propuestas a la primera línea del debate urbanístico.
Razón legal y moral
Muchas de las iniciativas de Santi –que trabaja desde 2008 con su pareja Alice Attout, también arquitecta–, fueron calificadas en su momento como ilegales o simplemente inviables, pero han acabado siendo incorporadas por la propia administración. “Lo que hicimos de forma ilegal, ahora es una política pública”, afirma con una mezcla de ironía y satisfacción. Se refiere, por ejemplo, a las aulas construidas sin licencia durante el confinamiento. “Mandamos a la Consejería de Andalucía proyectos de escuelas hechas sin autorización para crear aulas abiertas… y ahora tienen un programa oficial que se llama Aulas Verdes Abiertas. Lo han copiado literalmente”.
Este tipo de episodios forman parte de una estrategia a largo plazo que Cirugeda denomina “jurisprudencia construida”. La fórmula consiste en actuar primero –desde la necesidad real– y argumentar después, confiando en que la utilidad social de los proyectos obligue a las instituciones a reconocerlos. “Nosotros hacemos cosas que no siguen el procedimiento, pero lo hacemos para garantizar derechos fundamentales. Cuando la normativa impide que una familia pueda tener una vivienda, es la ley la que está fallando”, explica.
La gran paradoja es ver cómo las administraciones recurren a él para saltar sus propias limitaciones legales. “Ahora, algunas comunidades como el País Vasco ya están regulando el tema de las ampliaciones por ley. El problema no es tanto la falta de ideas como las leyes y normativas acaban siendo trampas que atrapan tanto a los ciudadanos como a los propios técnicos municipales”, insiste. Según el arquitecto, en muchas ocasiones las administraciones tienen miedo a cualquier propuesta innovadora que implique participación ciudadana o autoconstrucción, pese a que estas podrían resolver gran parte del problema habitacional.
La palabra mágica
Del continuo análisis normativo y su experiencia subversiva, surge una solución operativa llamada construcción “compensada", donde los vecinos o interesados en levantar o ampliar una construcción aportan mano de obra a cambio de ayudas económicas o la posibilidad de introducir mejoras en sus viviendas, generando además un fuerte sentimiento de comunidad y apropiación del espacio. Se trata de un modelo que permite a familias sin recursos económicos contribuir con trabajo propio en la rehabilitación de sus viviendas a cambio de parte de la inversión necesaria. Cuando Cirugeda articula una de estas dinámicas lo denomina el “crazy Army” –el ejército de los locos–. Él, por supuesto, es a la vez el capitán general y un soldado raso.
“Un banco me da tanto dinero para construir y yo tengo que aportar el 20% del total, pero no tengo, así que pongo mano de obra”, resume. Esta fórmula, aunque sin respaldo legal específico en España, permite que quienes no tengan financiación aporten su esfuerzo, aprendan oficios y refuercen su arraigo en el barrio. Así es como se levantó por ejemplo el centro sociosanitario de la Cañada Real, en Madrid (2019). La Comunidad había lanzado varias convocatorias para que empresas lo construyeran, pero ninguna se presentó. Así que la administración recurrió a Cirugeda para que les solucionara la papeleta.
“Nuestra idea era clara: involucrar al máximo a los vecinos que, directa o indirectamente, iban a usar ese espacio”, afirma. “Empezamos por los cinco colegios de la zona, repartidos entre tres municipios, porque allí están la mayoría de los niños y adolescentes que viven en la Cañada. Luego fuimos casa por casa por el sector 5, hablando con las familias que iban a tener esas nuevas instalaciones a la vuelta de la esquina. Como sabíamos que había vecinos en prisión, los incluimos también: desde el centro penitenciario de Soto del Real colaboraron prefabricando partes del edificio –forjados, paredes, cubiertas– que luego montaríamos en la obra. Por todo eso, en lugar del típico cartel de “Prohibido el paso” a la obra, el nuestro decía justo lo contrario: “Permitido el paso a toda persona ajena a la obra”. Al final, participaron 1.200 voluntarios.
Además de ser una respuesta práctica, la autoconstrucción compensada tiene una profunda dimensión pedagógica y social. Los participantes son formados y luego contratados, generando empleo e inclusión. Un enfoque que refuerza el vínculo con el entorno construido. “Cuando la gente construye algo con sus propias manos, lo cuida, lo valora y lo mantiene mejor. Esto reduce el vandalismo y crea un verdadero sentimiento de comunidad. Si lo hace una constructora y están cabreados, le van a pisar la pared. Pero si lo hacen ellos, no”.
Transformar el sistema
Esta estrategia que nace en los márgenes sociales y legales, se introduce ahora en los grandes proyectos mundiales de la mano de arquitectos estrella como Benedetta Tagliabue. Durante el proceso de diseño para la nueva estación de tren de Praga, la arquitecta decidió colaborar con Cirugeda para incluir una dimensión social a su proyecto. Para ello incorporó la metodología del sevillano, centrada en la inclusión y la participación de colectivos vulnerables. La propuesta no se limitaba a levantar un edificio icónico, sino que incluía un programa paralelo de intervención social para colaborar con personas sin hogar, migrantes o usuarios de programas de salud mental en las fases de ejecución y mantenimiento del proyecto.
Cirugeda explica que su aportación fue recibida con apertura por parte de Tagliabue, a quien le sugirió: "Quítale una curva al edificio y dame dos millones para el trabajo social”, recuerda con humor. El plan contemplaba crear una red local con entidades sociales, formar a los participantes e incorporarlos activamente al proceso constructivo. “Quedamos los segundos en el concurso”, admite. Sin embargo, su proyecto fue un triunfo. La valoración social de los proyectos urbanos, de la que él es pionero, se ha convertido en la norma. “En la primera ronda de valoración ni siquiera había marcadores para evaluar lo que nosotros proponíamos. En la segunda ronda, tras ver nuestro proyecto, ya sí tenían en cuenta este aspecto”.
Reducir el trabajo de Cirugeda a provocación sería una lectura reduccionista de su trabajo. Lo que propone es, en el fondo, un rediseño profundo de la cadena de valor de la arquitectura: desde quién idea los espacios hasta quién los construye, quién los habita y cómo se mantienen. Su obra evidencia que lo más relevante no es ya el impacto estético o mediático de un edificio o proyecto urbanístico, sino su capacidad para forzar una adaptación normativa que responda a las urgencias reales. En una disciplina que aún se mueve entre el culto al autor y el fetichismo del objeto, su insistencia en poner en el centro la vida cotidiana y los procesos colaborativos resulta, más que subversiva, simplemente inevitable.