Cuando se despertó aquel lunes por la mañana, María sabía de sobra que por delante tendría una larga jornada. Los domingos por la noche eran especialmente animados en la plaza del Dos de Mayo, por lo que, si las cuentas no le fallaban, esperaba encontrar mucha basura. Después de tomarse un café, se enfundó el uniforme de empleada de la limpieza del Ayuntamiento de Madrid, guardó las llaves y el móvil en un bolsillo del pantalón, un arrugado paquete de cigarrillos Lucky Strike en otro delantero de su polo verde y amarillo, y se encaminó hacia el barrio de Malasaña.
“En realidad, el resto de días de la semana no te la encuentras mucho mejor”, nos reconoce resignada.
Es mediodía y, junto a la multitud de personas que hay sentadas en los bancos y terrazas, llama la atención la cantidad de basura, botellas, vasos y meados que hay en las esquinas y aceras. Jimmy Breslin decía que Nueva York era una ciudad sucia. Nos habría gustado verle en esta plaza.
María nos cuenta todo esto mientras recoge varias bolsas de basura e inmundicias que se hallan entre la calle de Daoiz y el colegio público Pi I Margall, que tiene unas vallas para que nadie se meta en sus soportales y una fachada llena de grafitis.
Cuando le preguntamos si, como dicen los políticos, hay chavales que la están tomando con el grupo escultórico de Daoiz y Velarde, un crujido ronco que parece salido de una caverna estalla en forma de sonora carcajada. Un sentir parecido al que nos ofrece Alberto, el dueño de la librería que hay a escasos metros del colegio; y Pedro, un vecino de toda la vida que lleva viviendo allí desde los años 80. “Claro que aquí hay pandillas que pasan la noche y molestan a los vecinos —nos reconoce este último—, pero lo último que hacen es subirse a esa estatua que a nadie le importa. A lo que se dedican es a beber y a vender droga”.
"¿Y las cámaras de vigilancia?", contrarrestamos. “No tienen nada que ver con las estatuas. Las pusieron hace dos meses porque apuñalaron a un chaval un día a las 21:00 horas. El problema de este monumento no son las pandillas, sino que está abandonado y sucio. Y el de esta plaza, las drogas y la bebida”.
Un monumento descuidado y no tan limpio
Hace tiempo que Daoiz y Velarde perdieron sus espadas de piedra. Los héroes de la resistencia madrileña frente a los franceses llevan desarmados desde que el Ayuntamiento renunció a reponerlas, así que la imagen que se encuentra uno nada más llegar a la plaza del Dos de Mayo, por increíble que parezca, está incompleta. Algo que nadie se imaginaría en otras esculturas extranjeras como el Discóbolo de Copenhague o la Loba Capitolina de Roma.
El conjunto del monumento histórico tampoco se encuentra en mucho mejor estado. Las cabezas de los dos oficiales están sucias y ennegrecidas. Y el pedestal que los sostiene tiene desconchones, así como el zócalo de la propia estructura de piedra.
Desde el Área de Cultura, Turismo y Deporte del Ayuntamiento de Madrid nos explican que se realizan limpiezas rutinarias y se retiran periódicamente grafitis y pegatinas. Y seguro que es cierto, porque de lo contrario esto parecería Valdemingómez. Pero sea cual sea el intervalo de tiempo que transcurra entre esas supuestas limpiezas, salta a la vista que no es suficiente.
Por todo esto, Más Madrid y la Asociación Madrid Ciudadanía y Patrimonio solicitaron recientemente que trasladasen la obra al Museo del Prado. Pero lo cierto es que Daoiz y Velarde ya se han mudado varias veces obedeciendo a los vaivenes de los anteriores gobiernos. Estuvieron en el Prado, también en El Retiro, la calle Ruíz e incluso Moncloa; hasta que en 1932 el Ayuntamiento republicano los depositó en la plaza del Dos de Mayo. De esta forma, el monumento auspiciado por el rey chaquetero Fernando VII terminó rememorando el levantamiento patriótico delante del Arco de Monleón y en el barrio de la heroína Manuela Malasaña.
Aquí vio pasar la contienda civil, la posguerra franquista y la Transición, cuando se convirtió en un lugar de encuentro de los jóvenes que protagonizaron la movida madrileña. De aquella época ha quedado una foto icónica, donde una pareja se desnudó y subió a las estatuas. ¿Estaría mejor en el Prado? El problema de Daoiz y Velarde, así como el de cualquier escultura del mundo, es el de cuidar y proteger el arte se encuentre donde se encuentre. Y no moverlo una y otra vez de sitio. Los gobiernos nacionales y municipales están obligados a desarrollar políticas de conservacionismo activo del patrimonio cultural. Lo hacen en Lyon cada vez que en una protesta se colocan pancartas en la estatua de Luis XIV, o en Roma cuando aparecen grafitis en el Coliseo o el Panteón de Agripa.
Han sido muchas las esculturas que, por unos motivos u otros, se han movido a lo largo de los años en la capital. Le ocurrió al monumento ecuestre a Felipe III en la Plaza Mayor, que se inauguró en la Casa de Campo desde donde el rey miraba sus vastas tierras. Así como a la de Felipe IV, que hoy luce en la Plaza de Oriente y estuvo en el Palacio del Buen Retiro. O la de Cervantes, que se colocó en la plaza del Duque de Nájera antes de pasar a la de Las Cortes. Al margen de que embellezca más o menos las plazas, el arte público no debería responder a las desavenencias de los distintos grupos políticos, sino a una función social con el vecindario que lo rodea: impartir pedagogía y recordar a los personajes históricos.