Un retrato de Hitler trae de cabeza a los británicos: ¿es arte un icono de la propaganda nazi?
Por Mario Canal
El Museo Imperial de la Guerra conserva a regañadientes un retrato oficial del Führer, heredado tras la Segunda Guerra Mundial. La obra, símbolo incómodo de la propaganda nazi, plantea hoy dilemas éticos sobre memoria, arte y exhibición
“¿Y qué hacemos con esto?”, debieron preguntarse en el Museo Imperial y de la Guerra en Londres el encontrar un gran retrato de Adolf Hitler que permanecía olvidado en sus almacenes. Cuando el pintor Heinrich Knirr lo terminó en 1937, ocupaba un lugar destacado en la embajada alemana de la capital inglesa antes de la guerra. Al terminar el conflicto, pasó a formar parte del patrimonio británico, por el error de un funcionario más que por interés artístico. Ahora, ese cuadro es un depósito tóxico que incomoda al museo, pero también forma parte de la historia contemporánea europea. Y evidencia lo difícil que resulta exhibir y preservar las obras de arte políticamente incómodas. Incluso desagradables.
Hay pocas cosas que puedan generar un malestar mayor que la efigie de Hitler: el gran súpervillano. Su mirada desalmada, su bigote rígido y artificial, la amenazante esvástica que exhibe su brazalete. Tras cada una de las pinceladas que cubren su retrato se ocultan mil historias de terror y barbarie. Por dignidad moral, ¿habría que destruir ese cuadro? Por razones historiográficas, ¿habría que exhibirlo en el museo para explicar lo que sucedió en el pasado?
El año en que cayó la máscara
En torno a 1937 el III Reich comienza a abandonar su política de propaganda amable y a destapar el monstruo que lleva dentro. Durante años, ha ocultado la verdadera naturaleza del régimen para que nada opacase su triunfal participación en la Exposición Universal de París de ese año, que marcará el renacimiento de Alemania como potencia mundial que todo el mundo admira.
La represión cultural ya había comenzado antes, para el que quisiera verlo. Por ejemplo llevando a cabo políticas discriminatorias antisemitas en el ámbito académico, donde los profesores judíos o sospechosos de bolchevismo son cesados de sus puestos. En el terreno del arte, dos meses después de la apertura de puertas en París, se da un antes y un después de la deriva instrumental de la cultura por parte de los nazis. La exposición Entartete Kunst –arte degenerado– que se expone en Munich y girará por diferentes ciudades alemanas, convierte el arte moderno en objeto de mofa, ridiculez y vinculación con una supuesta decadencia moral y artística. Todas las piezas, entre las que encontramos a Paul Klee, Emil Node, Van Gogh, Marc Chagall, Piet Mondrian o George Grosz provenían de las colecciones nacionales que habían sido purgadas de tales “monstruosidades”.
Sólo un día antes de la inauguración de Entartete Kunst, en la misma ciudad, abre sus puertas la exposición Gran Arte Alemán, donde pueden verse las obras de arte que representan la cultura aria que sí expone los valores de pureza estética que buscaba la propaganda nazi. Una de las dos versiones del cuadro de Knirr, titulado Adolf Hitler, creador del Tercer Reich y renovador del arte alemán (Der Führer), fue mostrada en esa exhibición, entre otras 884 pinturas, esculturas, dibujos y grabados. La mayoría de ellas fueron realizadas por artistas alemanes afines o tolerados por el régimen. De las salas que diseñó el arquitecto Troost –muy apreciado por Hitler– en la Casa del Arte Alemán y que inauguró el propio Adolf, estaban proscritos cualquier rastro de abstracción, expresionismo o simbolismo moderno.
Fascinación germanófila
Ahora podemos mirar de forma horrorizada lo que hacían los nazis, pero tanto en Alemania como en el resto de Europa su propuesta estética y política era vista con buenos ojos. El retorno al orden artístico y moral fue ampliamente alabado en la Exposición Universal de París de 1937. El pabellón alemán fue el primero que se inauguró y en él también se mostraban las grandes hazañas creativas del país germano. Todo, al gusto del Führer. Las esculturas de hombres y mujeres perfectos, los paisajes bucólicos, el mármol por todos lados, los espacios magníficos, la pintura amable. Pero por encima de todas las fruslerías pétreas y artísticas propias del régimen alemán, lo que fascinó al público general fue el cine. La maestría con la que el lenguaje audiovisual, tanto de ficción como documental, era dominado por el III Reich. La propaganda artística del III Reich alcanza su punto álgido en esta exposición.
Frente al pabellón alemán se situaba el pabellón ruso, también un claro ejemplo de propaganda totalitaria. En este caso, comunista. La dictadura estalinista tenía la connivencia del Gobierno francés, un Frente Popular de izquierdas. Para que la exposición fuera un éxito, debían participar los dos países más importantes de Europa y el ejecutivo de Leon Blum miró un poco hacia otro lado mientras Hitler, Goebbles y Göring instrumentalizaban la cultura como herramienta de propaganda. En el lado comunista, las cosas tampoco iban mejor. Sin embargo, la hábil diplomacia alemana continuaba propagando la idea que no le interesaba en absoluto ir hacia la guerra. Y todo el mundo les iba creyendo.
Toda la zona del Trocadero y el Sena se convirtió en un festín de arquitectura y culturas del mundo. Los avances tecnológicos y artísticos de cada país encontraron allí un excelente espacio de proyección. Entre las muchas ofertas gastronómicas, culturales y recreativas, también se presentó, a pocos metros de los pabellones ruso y alemán, el Guernica de Picasso. Testigo de la destrucción que ya entonces asolaba España por los cuatro costados por culpa de los dos bandos en liza, con el respaldo de esas dos potencias que ya entonces enfrentaban sus pabellones y sus programas totalitarios.
El éxito de Alemania en París fue total y generó un efecto contagio en todo el mundo. También al otro lado del canal de la Mancha. El retrato de Hitler por Knirr fue creado para la embajada alemana en Londres, no lejos del Palacio de Buckingham. El edificio fue remodelado por el arquitecto Albert Speer, quien contó con 200 trabajadores para esta rehabilitación. Todo a lo grande. Es este tipo de precisión, fuerza y motivación alemana la que maravillaba a una Europa morosa que se miraba demasiado el ombligo. El mobiliario de la embajada corrió a cargo de Paul Troost, que hizo piezas bastante poco atractivas. Por descontado, todo lo que oliese un poco al estilo Bauhaus estaba totalmente prohibido bajo el régimen nazi.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial en 1945, el Reino Unido tomó el control del edificio y su contenido, entre ellos el retrato oficial de Hitler pintado por Knirr. El lienzo fue inspeccionado por Kenneth Clark y Neil MacLaren, de la National Gallery, pero la firma gótica del autor les resultó ilegible y lo valoraron en apenas 20 libras.
¿Dónde lo ponemos?
En agosto de ese año, el Ministerio de Fomento local ofreció el retrato, un busto de Hitler y un cuadro de Göring al Imperial War Museum. Sus responsables se negaron: no querían gastar dinero ni exhibir imágenes de los líderes nazis. Sin embargo, al día siguiente, un funcionario del ministerio anotó que el museo en realidad sí estaba interesado. Mientras tanto, el busto fue subastado por 500 libras y adquirido por un conocido fascista británico, Robert Gordon-Canning. El gobierno de Clement Attlee, alarmado por la posibilidad de que el retrato también acabara en manos afines al nazismo, decidió donarlo directamente al museo, que lo aceptó a regañadientes en junio de 1946.
El retrato permaneció oculto durante décadas. No se mostró al público hasta los años 80 y siempre en contextos críticos, como ejemplo de propaganda. En los 90 fue retirado, aunque volvió a verse en exposiciones históricas en Londres y Berlín. Hoy sigue guardado en los depósitos del museo, en un marco discreto que poco tiene que ver con el pomposo original de la embajada.
¿Y los personajes de este capítulo? Ribbentrop, el embajador, fue ejecutado tras los juicios de Nuremberg. Speer, convertido en ministro de armamento tras ser el arquitecto de cabecera, pasó 20 años en prisión. Knirr murió de causas naturales en 1944. El otro retrato de Hitler que se exhibió en la gran muestra del arte nazi de 1937, desapareció sin dejar rastro.
Más preguntas como “¿qué hacemos con esto?”, siguen planteándose este y otros muchos museos con los vestigios de la historia que resultan molestos. La respuesta no es sencilla, sobre todo cuando está involucrado uno de los grandes villanos del mundo contemporáneo.