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Jazz, celos, acrílicos y el reverso íntimo de los cuadros de Miles Davis

Por Mario Canal
Obra de Miles Davis

En sus últimos años el famoso trompetista combinó el instrumento musical con el pincel. El resultado es un pastiche –más de interés biográfico que artístico– entre cubismo, grafiti, arte africano y abstracción lírica

Cuando Miles Davis (1926-1991) empezó a pintar ya era una leyenda envejecida de la música. Había cambiado la historia del jazz más de una vez con discos que todavía hoy se consideran rupturistas y se había enganchado y desenganchado de las drogas en tantas ocasiones que no le quedaban vidas extra que gastar. En los ochenta enfilaba la recta final de la tercera edad y viajaba a regañadientes por el mundo para dar conciertos a los amantes de su música y fetichistas de su figura. Pero de repente, un nuevo Davis surgió volcándose en un pincel.

El encuentro casual con una vecina suya que era artista plástica, y que se convertiría en amante, no cambió la historia de la música ni del arte, pero sí la del genio del jazz. “Es como una terapia para mí“, dijo el propio Davis de esta práctica, “y mantiene mi mente ocupada con algo positivo cuando no estoy tocando música”.

Vistos en conjunto sus lienzos recuerdan a un mejunje raro de cubismo y abstracción lírica como de Kandisnky, grafiti y arte africano. Es inevitable pensar en Jean-Michel Basquiat frente a las imágenes que creó, con sus borrones impulsivos, figuras esquemáticas y palabras sueltas rayadas en el lienzo. Davis se dejaba llevar por el color en una mezcla de composición y caos donde aparecen cuerpos rotos y torsos que parecen salidos de una danza ritual. En otras piezas destacan los ritmos abstractos de los planos de color y las manchas geométricas, irregulares y superpuestas. Hay quien compara su música y las formas que plasmaba en dibujos y lienzos: ambas funcionan en capas superpuestas que surgen por instinto, buscando una determinada energía más que un resultado preciso.

Antes de arrojarse de esa forma tan visceral contra el lienzo, su historia había sido la de un pionero mesiánico. Nacido en 1926 en Illinois, creció en un entorno de clase media que le permitió estudiar música desde muy joven. Se trasladó a Nueva York a los 18 años para asistir a la prestigiosa escuela Juilliard, que abandonó para adentrarse en la escena del bebop junto a Charlie Parker y Dizzy Gillespie. Desde entonces su carrera se definió por una serie de giros inesperados: ayudó a crear el cool jazz con Birth of the Cool (1949), impulsó el hard bop, exploró nuevas sonoridades con Gil Evans en los años cincuenta y publicó en 1959 Kind of Blue, el álbum que muchos consideran el más influyente de la historia del jazz.

Miles Davis. Foto: Jon Roemer

En paralelo, su vida personal fue muy turbulenta. Se casó varias veces, tuvo múltiples relaciones y sufrió durante años una fuerte adicción a la heroína, el alcohol y los barbitúricos. Según diversas fuentes fue violento, misógino e imprevisible. Su salud se deterioró en varios tramos de su vida y llegó a retirarse de los escenarios durante un largo periodo en los setenta. Volvió en los ochenta con una estética más pop y trajes estridentes. Su voz, dañada por una operación de garganta, se volvió ronca y sus entrevistas escasas y crípticas.

El archivo personal de Davis está lleno de bocetos y figuras que a menudo garabateó durante los ensayos o en habitaciones de hotel. Pero fue en 1984 cuando comenzó a pintar de forma más sistemática. Instalado en Nueva York, atravesaba un momento físico delicado y una etapa personal compleja a consecuencia de sus adicciones. Fue en ese contexto cuando conoció a Jo Gelbard, entonces escultora, que vivía en el mismo edificio. “Me preguntó si podía ver mis esculturas, yo le dije que sí, sin pensar en nada raro. Solo después entendí que nada era inocente en Miles Davis”, recordaba ella en una entrevista. Lo que empezó como una visita informal al estudio de una vecina, se convirtió en una relación sentimental y de trabajo compartido que incluyó desde orientaciones didácticas hasta numerosas piezas a cuatro manos. Según la propia Gelbard, muchas más de las que los propios marchantes que venden los cuadros del músico admiten.

Rechazado por el mundo del arte

Durante sus años más activos como pintor, Miles Davis llegó a exponer en Los Ángeles, Nueva York, París, Ámsterdam y Berlín, pero nunca fue aceptado por el mundo del arte, que no le tomó en serio. Las barreras no fueron solo estéticas: también hubo tensiones raciales y de género, según Gelbard. La alianza entre un músico afroamericano consagrado y una artista blanca del circuito neoyorquino había despertado muchos prejuicios. Además, algunas galerías se negaron a mostrar los cuadros si iban firmados por ambos porque sugerían que la firma individual del músico tendría más valor de mercado. Según Gelbard esa presión fue clara, pero también señala que fue en Europa donde el trabajo de Davis fue recibido con mayor aceptación.

La respuesta del viejo continente a los lienzos de Davis y su pareja fue algo más positiva que en Nueva York, efectivamente. Es habitual que en este continente puedan verse las cosas sin los filtros culturales y prejuicios propios de EEUU. Igual que Davis, otros músicos que expresaron visualmente su creatividad tuvieron algo de cuartelillo en las grandes capitales de Europa, donde se pudieron ver exposiciones más o menos importantes. Joni Mitchell y su pintura como método de introspección; el collage y la escultura instalativa como forma de descomposición simbólica del baterista Milford Graves; o el crudo y muy interesante trabajo del jamaicano Lee “Scratch” Perry.

En cuanto a Davis, quizás sea el menos interesante de los artistas mencionados. Si bien es cierto que por ejemplo en París una de sus exposiciones tuvo bastante repercusión –en Francia le nombraron caballero de las artes–, su obra siempre avanzaba más el fetichismo de su persona que la calidad propia del lienzo. No es que lo que hiciera fuera terrible, pero tiene más un interés biográfico que artístico. Según la que fuera su pareja y compañera artística, sus cuadros son más reveladores por lo que ocultan que por lo que se ve en ellos.

Interval in Green (1988), es un cuadro de medio formato en el que sobre un fondo verde surge una figura africana de trazos rojos esquemáticos. A la altura del pecho hay dos formas casi geométricas algo saturadas de las que parecen salir unas virutas de humo, quizás una melodía. En realidad, el lienzo se realizó durante una de las peores peleas entre Davis y Gelbard. Tanto es así que años después la artista –que aún guarda una pequeña colección de lienzos realizados con el músico– iba a quemar el lienzo para olvidar aquel mal recuerdo cuando su hijo la detuvo.

Si atendemos a las narraciones que de aquella época hace Jo, muchos de los cuadros son una mezcla de tensión y broncas, acrecentadas por los celos paranoicos del trompetista. A medida que la enfermedad de Davis avanzaba, su pintura se volvió más oscura y simbólica.

La pintura más cargada de todas es probablemente la última que realizó, según la propia Gelbard, y de la que no es difícil encontrar registros visuales, aunque probablemente esté documentada en el libro Miles Davis: The Collected Artwork de Steve Gutterman. Habría sido pintada en Roma, pocas semanas antes de su muerte. De nuevo, se había producido un altercado entre Davis y su novia, a la que acusó de acostarse con toda la banda de música que lo acompañaba en la gira y se lo recriminó violentamente, en público. En ese cuadro, que no tiene título, dominan el negro, el blanco y un rojo que recordaría a la sangre, según el propio relato de Jo, y en el cuadro aparece un pie a medio camino entre la sombra y la luz. "Él estaba muy débil, pero quería pintar. Lo acompañé en cada trazo. Después de su muerte entendí que ese pie era una forma de cruce. Una manera de decir adiós sin palabras”.

La pintura no transformó el legado de Miles Davis, pero sí lo completó. Fue una extensión natural de su impulso por explorar y quizás reconciliarse consigo mismo. Hoy esas obras permanecen lejos del centro del relato artístico, pero nos hablan de un creador que nunca dejó de buscar formas nuevas artísticas, incluso cuando ya no tenía nada que demostrar y lo único que le quedaba por expresar era una dolorosa mezcla de angustia y esperanza.

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