La vida íntima de Warhol, Dalí, Picasso o Giacometti según Graziano Arici
Por Sol G. Moreno
Graziano Arici ha inmortalizado a las figuras más influyentes del mundo de la cultura, desde Picasso o Giacometti, a Warhol, Dalí y Peggy Guggenheim. Ahora, la Havet Gallery nos invita a dar un paseo inédito por aquellos rostros del arte dentro del programa de PhotoEspaña
Hay algo asombrosamente fascinante en los retratos (o autorretratos) de artistas, especialmente de aquellos que han pasado a la posteridad como grandes figuras de su tiempo. Van Gogh con la cabeza vendada tras cortarse la oreja; los rostros de Tiziano y Rembrandt que se hicieron a sí mismos, ya ancianos; Sofonisba Anguissola representada por Van Dyck… Y es que, en la era de las redes sociales y la pornografía de la intimidad, lo único que parece interesarnos es poner cara a las personas que fueron un referente en su época, independientemente de cuál fuese su campo.
Es un sentimiento voyeur que no podemos controlar. Quizá por eso, nos gusta tanto contemplar retratos o fotografías antiguas, porque reviven de alguna manera a sus protagonistas y nos ayudan a situarlos mejor en nuestra memoria. Por lo que respecta al ámbito artístico contemporáneo, el rostro de Picasso se nos antoja universal, lo mismo que los bigotes de Dalí o la peluca de Warhol. Pero, ¿sabemos cómo era, por ejemplo, Robert Mapplethorpe? ¿Es cierto que Joseph Beuys nunca se separaba de su sombrero? ¿Y que Giacometti siempre aparecía con el pelo lleno de yeso?
Son preguntas que encuentran respuesta en la exposición que presenta del 5 de mayo al 30 de junio Havet Gallery, que reúne una selección de retratos firmados por el fotógrafo Graziano Arici. Casi todos se hicieron en la misma ciudad, Venecia, donde el fotoperiodista –nunca se ha considerado ni artista ni autor creativo, porque piensa que sus imágenes son “un mero elemento documental”– trabajó durante cinco décadas.
Los rostros del arte es la primera individual dedicada al autor italiano en nuestro país y llega a España como parte de la programación de PhotoEspaña. Se compone de imágenes con nombre propio que nos trasladan al epicentro del arte contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX, desde el gran Le Corbusier con su sempiterna pajarita estampada, al escultor vasco Eduardo Chillida, que casi siempre iba acompañado de su pipa; pasando por el grafitero Keith Haring –le encontramos pintarrajeando paredes– o Matisse, el “pintor con tijeras” reconvertido cuando, ya anciano y enfermo, se vio obligado a renunciar al pincel y comenzó a hacer recortables, al tiempo que dibujar con un palo.
Cada foto, un relato
Cada fotografía esconde un relato, una personalidad, un artista. Pero también un momento determinado de sus vidas. Porque el recorrido comisariado por la directora de la galería –Silvia Martín–, trata cada imagen como un documento histórico. De modo que no debemos contemplar esta selección de instantáneas como meros rostros de creadores famosos, sino también como ejemplos de una época y un esplendor que, por cierto, ya forma parte del pasado.
Porque el retrato de Dalí mesándose sus puntiagudos bigotes mientras recorre los palacios de la Serenissima en góndola, lleno de glamour y sofisticación, nos traslada por segundos a aquellos míticos paseos también en góndola de la princesa de Polignac cuando sacaba su piano al Gran Canal y organizaba exclusivos conciertos con Gabriel Fauré o Reynaldo Hahn bajo la luna. Desde luego, nada que ver con el tráfico infernal de gondoleros actuales cargados de turistas que luchan por no chocar en los rincones más estrechos y concurridos de la ciudad.
Arici retrató al pintor y escultor surrealista en 1961, cuando este acudió por cuarta vez como participante de la Bienal de Venecia (antes ya lo había hecho en 1948, dentro de la colección de Peggy Guggenheim que se expuso en el espacio de Grecia, en 1950 como representante del pabellón español; y en 1954, cuando le invitaron a compartir las acuarelas con las que ilustró La Divina Comedia). El fotógrafo volvería a coincidir en otra ocasión con el artista ese mismo año, retratándolo en contrapicado junto a uno de sus característicos relojes blanditos y tocado con la barretina típica catalana. Vamos, el genio en estado puro.
Pero no todos los artistas inmortalizados por el autor italiano resultan igual de sobreactuados y excesivos que Dalí. Ni mucho menos (aunque por supuesto nada queda al azar). La pose, la luz, el momento, todo está cuidado al milímetro. Y, sin embargo, son imágenes que rezuman naturalidad. Precisamente ahí reside la capacidad de Arici para captar la psicología del personaje, eligiendo en cada ocasión una propuesta afín para cada uno de ellos. Por eso, a Mapplethorpe le representa como un dandi del siglo XX mirando seductor a cámara, mientras que para el irreverente Robert Rauschenberg escoge una pose más gamberra. A Joan Miró le pilla in fraganti garabateando sobre un lienzo en el puerto y a Cattelan le hace sacar la lengua, en esa actitud burlona que se mantiene hasta hoy.
Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, es el propio retratado quien habla sin palabras frente a la cámara; el fotógrafo solo tiene que estar ahí para escuchar e inmortalizarlo. Así sucede con Peggy Guggenheim, la coleccionista del momento y dueña de uno de los palacios más codiciados a orillas del Gran Canal, que durante meses se paseó por su adorada Venecia con unas peculiares gafas en forma de mariposa; o Warhol, tan sofisticado él, que casi siempre apostaba por una peluca blanca para ocultar su calvicie, a pesar de tener una colección de medio centenar de ellas.
¡Y qué decir del sombrero de fieltro de Joseph Beuys! Uno y otro se hicieron inseparables desde que el artista sobrevivió a un accidente de avión durante la guerra y fue rescatado, salvado y envuelto en fieltro para recuperar el calor corporal, según contaba él mismo. Si la historia tiene parte de ficción es algo que nunca sabremos, pero había que estar ahí, con Arici, para sentir esa adoración de Beuys por su gorro y captarla con su cámara, tal y como hizo en 1980 y en 1986.
Testigo privilegiado de una ciudad ahora muerta
Todos los rostros de artista que se muestran ahora en la galería madrileña son los más aclamados de Graziano Arici, que durante décadas se propuso “contar la vida cultural de las grandes figuras que gravitaron en torno a Venecia”. Y así lo hizo, hasta que la ciudad pudo con él.
Comenzó en la fotografía en la década de los ochenta de manera algo tardía, aunque el gusanillo siempre estuvo ahí, desde niño, cuando usaba la vieja cámara Zeiss de su padre. Estudió sociología y pasó por varios trabajos –entre ellos conserje y guía turístico en el Sáhara– antes de descubrir su verdadera vocación: recorrer el mundo cámara en mano. Así documentó la caída del muro de Berlín en 1989 o el cambio desarrollado en las ciudades artísticas de la Alemania del Este en 1994.
Pero la ciudad que mejor y más veces ha retratado ha sido su Venecia natal, como testigo privilegiado del universo creativo surgido al calor de La Bienal, el teatro La Fenice (trabajó allí 21 años) o el Palazzo Grassi (en 1985 fue nombrado su fotógrafo oficial).
Durante décadas vivió la edad dorada de la Serenissima, cuando todavía era aquella joya del mediterráneo con ecos del Grand Tour donde confluían los mejores artistas, filósofos e intelectuales. Una época que ahora se nos antoja muy lejana, en vista de las hordas de turistas que abarrotan la Plaza de San Marcos. “Venecia se ha convertido en un auténtico vertedero”, confesó en una entrevista, “me di cuenta de que estaba atrapado en una ciudad muerta”. Por eso huyó del decorado teatral que envuelve la ciudad para refugiarse en Arlés, donde actualmente reside y trabaja. Afortunadamente, nos quedan sus retratos de artista y muchas otras imágenes para recordarnos que los años dorados de Venecia no fueron un sueño.