Arquitectura & Diseño

Gaudí, el arquitecto de Dios

Por Mario Canal

Pocos días antes de fallecer, el Papa Francisco declaró al arquitecto español Venerable siervo de Dios. Su designación no fue un hecho aislado. Bergoglio mostró una sensibilidad especial hacia el arte con la participación en la Bienal de Venecia o su acercamiento a Maurizio Cattelan

Mi cliente no tiene prisa”, respondía Gaudí al preguntarle cuándo estaría terminada la catedral de la Sagrada Familia de Barcelona. Su cliente era Dios. Ni la asociación religiosa de carácter laico que la promovió, ni el librero y filántropo Bocabella que lideró todos los esfuerzos. Tampoco el obispado de Barcelona, que dio el visto bueno al proyecto arrebatado y excéntrico que ya levantaba recelos en numerosos entornos, tanto arquitectónicos como sociales de la ciudad. Gaudí no se debía a nadie más que a Dios y esa conexión mística la reconoció la Santa Sede.

Nunca un arquitecto había sido declarado Venerable siervo de Dios por el Vaticano hasta que el pasado 14 de abril el Papa Francisco designó tal honor a Antonio Gaudí. Tampoco es comparable el genio artístico del creador del Parque Güell, de La Pedrera, la Casa Batlló y especialmente la Sagrada Familia con el trabajo de ningún otro diseñador o proyectista. La originalidad, la naturaleza y el misticismo intoxican de belleza todas las obras que levantó, como si la trascendencia de estas fuera en realidad obra de un poder superior que guiaba el trazo de sus complicados planos, casi ilegibles.

La nominación de Gaudí como Venerable siervo de Dios no es un caso aislado dentro de la apertura que el Papa Francisco tuvo hacia la creación artística. Desde el inicio de su pontificado en 2013, Bergoglio mostró una sensibilidad especial hacia esta. Apartándose de la retórica tradicional que confinaba el arte sacro a lo litúrgico o monumental, apostó por una relación más fluida entre artistas y religión, como por ejemplo con Maurizio Cattelan, cuya famosa escultura La nona ora (1999) mostraba al Papa Juan Pablo II siendo aplastado por un meteorito–; o Andrés Serrano, que con Piss Christ (1987) —la fotografía de un crucifijo sumergido en orina— sufrió fuertes ataques y censuras por parte de sectores religiosos y políticos.

Tendril (2017). © Daniel Canogar

“No vale la pena hacer nada que no sea eterno” (Gaudí)

La Sagrada Familia, 1933. Foto: Getty Images

Otro de los gestos significativos de esta renovación fue la participación de la Santa Sede en la Bienal de Venecia, primero en la de Arte Contemporáneo (2013, 2015, 2017) y después en la de Arquitectura, con proyectos de artistas contemporáneos como Lawrence Carroll o Alfredo Jaar.

En su discurso de 2019 ante los participantes de la Conferencia Internacional de Arte y Catequesis, Francisco dijo que no se podía “instrumentalizar el arte para la doctrina, sino dejar que la belleza abra caminos inéditos hacia la trascendencia”. Un ejemplo de esta política es la apertura del Pabellón de Arte Contemporáneo en los Museos Vaticanos, donde se pueden ver obras de artistas no creyentes junto a piezas de arte religioso.

Naturaleza o dogma, ¿dónde está lo sagrado?

Aunque la historiografía a menudo le considera un esteta caprichoso, la espiritualidad de Antonio Gaudí es uno de los aspectos más importantes de su biografía y legado. A medida que avanza su vida, sobre todo a partir de la muerte de diversos familiares que le arrinconan hacia la fe, su figura toma una dimensión mística y en la Barcelona decimonónica se le identifica con la figura del “santo arquitecto”. Los trabajos de la Sagrada Familia lo absorbieron de tal forma que la propia obra se convirtió en su retiro monástico. Gaudí dormía en el taller, comía lo imprescindible y vivía rodeado de maquetas y bocetos. En los cuarenta y cuatro años que dedicó a la construcción, fue alejándose de la vida social y del reconocimiento, que llegó a ser enorme sobre todo entre la alta burguesía catalana. Su aspecto resultaba tan austero que tras ser atropellado de muerte por un tranvía, se le confundió con un mendigo de las calles de Barcelona y fue llevado al hospital de pobres.

“No vale la pena hacer nada que no sea eterno”, dijo Gaudí poco antes de morir. Y esa atemporalidad brotaba de la naturaleza –“el árbol es mi maestro”, decía–, como si la arquitectura creada por Dios en las plantas fuera el grado más elevado del arte: un lenguaje sagrado en la que las formas orgánicas y simbólicas cristalizan lo divino. En la catedral barcelonesa, las columnas ramificadas, los juegos de luz y las bóvedas helicoidales se despliegan imitando el crecimiento espontáneo de un bosque o la estructura de las conchas marinas. Miran hacia la naturaleza y elevan al visitante hacia lo trascendente.

En lugar de diseñar de manera precisa todos los gestos de la estructura –razón por la que la continuación de la catedral sin él ha sido complicadísima a nivel técnico–, su taller era un laboratorio que parecía avanzar al dictado de una voz ajena y superior que solo Gaudí escuchaba. Es complicado que, tras ser considerado personalidad venerable por la iglesia, llegue a ser nombrado beato y mucho menos santo. Pero es probable que no haya otro arquitecto que merezca más la designación de Venerable que le otorgó el Papa.

Gaudí nació en una familia profundamente católica en Reus, en 1852. La educación cristiana que recibió marcó desde temprano su sensibilidad, aunque en su juventud no fue especialmente devoto. Sin embargo, a partir de la década de 1880 y especialmente tras la muerte de su padre y de su sobrina en 1876, se produjo una inflexión en su vida interior. Su religiosidad se intensificó progresivamente y se convirtió en el eje central de su existencia y de su trabajo. Participó activamente en diversas organizaciones católicas, como la Asociación de los Devotos de San José –que lanzó la construcción de la Sagrada Familia–, y mantuvo relaciones cercanas con figuras relevantes del catolicismo social catalán de la época, como el obispo Torras i Bages. Sin embargo, no todos en Barcelona estaban a favor de su catedral.

© Francesc Català-Roca. Fons Fotogràfic F. Català-Roca / Arxiu Nacional de Catalunya
© Francesc Català-Roca. Fons Fotogràfic F. Català-Roca / Arxiu Nacional de Catalunya
© Francesc Català-Roca. Fons Fotogràfic F. Català-Roca / Arxiu Nacional de Catalunya

Arte sacro radical

El arquitecto encontró resistencia y crítica desde múltiples frentes durante la construcción de la Sagrada Familia. Entre muchos de sus colegas, la ruptura con el proyecto neogótico inicial de Francisco de Paula del Villar generó rechazo de personalidades como Lluís Domènech i Montaner y Josep Puig i Cadafalch, que defendían un modernismo más racional. En el ámbito eclesiástico, aunque el obispo Josep Maria Urquinaona dio su aprobación institucional, algunos clérigos más tradicionalistas rechazaban el carácter experimental de la obra, considerando que la arquitectura sagrada debía ser más sobria. Y en el plano intelectual, figuras como Eugenio d’Ors, aunque admiraba al maestro, ironizaba sobre el carácter visionario y casi mesiánico de Gaudí.

A todo esto se sumaba la prensa barcelonesa –como la revista satírica L'Esquella de la Torratxa–, que publicaba viñetas y artículos burlándose tanto del arquitecto como de su templo monumental, presentádolo como un delirio. En este entorno de desconfianza Gaudí siguió adelante con una fe absoluta en la dimensión espiritual y trascendente de su obra, convencido de que el sentido de la Sagrada Familia solo sería comprendido con el paso del tiempo.

Las más de trece mil personas que cada día visitan el templo –algo que trae por la calle de la amargura a los vecinos, por cierto– se enfrentan a un templo donde la lógica simbólica está presente en cada detalle, desde lasa fachadas a la distribución interna, las altas torres o la incidencia cambiante de la luz a lo largo del día. Gaudí continúa con la tradición cristiana de crear un catecismo de piedra en el que se distribuyen inscripciones, símbolos y motivos cristianos en una conjunto que es tremendamente onírico, como un espacio que realmente se levanta en el más allá.

El arquitecto era un creyente convencido, pero lo curioso de su designación es que quizás no solo se reconoce su fe, sino también el poder que tiene su obra rupturista. Este gesto sugiere que lo sagrado también puede encontrarse en la originalidad subversiva y en la naturaleza, como hizo Gaudí, y no solo en el cumplimiento escrupuloso de los dogmas religiosos.