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'Retratadas', el libro sobre la fotografía y la mujer del siglo XIX

Por Pilar Gómez Rodríguez

En Retratadas, Stéphany Onfray analiza los inicios de la fotografía desde el prisma del género y desde la posición de las mujeres que posaban delante de la cámara: un papel no tan pasivo y, a la postre, muy relevante para su afirmación personal y su reivindicación social

Eran mujeres y era el siglo XIX. Las mujeres tenían que estar en casa, hacer cosas de mujeres –casi todas englobadas en la expresión el “ángel del hogar”– y no solo debían ser obedientes y decentes, sino parecerlo. Hasta ahí la consabida lección. Lo que no sabíamos era que, en este caso también, hecha la ley, hecha la trampa. La proliferación del retrato y del deseo de ser retratadas puso a las mujeres frente a la cámara y frente a sí mismas. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían ser? ¿Cómo querían ser retratadas? ¿Tenían algo que decir en ese asunto? Y algo dijeron.

Las reivindicaciones por la emancipación de las mujeres a gritos del siglo XX comenzaron con un runrún en el siglo anterior. No todas, por supuesto, pero sí fueron muchas las que pasaron por los estudios fotográficos convertidos casi en lugares de ocio y esparcimiento social.

A esas mujeres retratadas de forma diversa que fueron conscientes de su imagen y de cómo querían ser inmortalizadas dedica su libro la historiadora del arte Stéphany Onfray. Se titula así, Retratadas. Fotografía, modernidad y género en el siglo XIX español y está publicado en Cátedra. La tesis del libro la condensa de forma ejemplar la fotografía de la mujer de la cubierta. De autor desconocido y conservada en la Biblioteca Nacional, su título es Retrato de una mujer jugando con el espectador. ¿En qué consiste el juego de esa mujer lujosamente vestida que se lleva el índice a la boca donde tiene dibujada una sonrisa pícara? “Lo que está diciendo al público es que tiene un secreto, que está engañando a alguien. Y eso es, al final, lo que hacen estas retratadas: jugando con reglas impuestas están consiguiendo avances”, afirmó la autora en la presentación de la obra en el Espacio Dykinson de Madrid.

Allí se comentaron algunos de los capítulos de un libro cuyo editor, Raúl García Bravo, empezó calificándolo como “milagro”. Dan fe de ello sus 350 páginas profusamente ilustradas con retratadas que defienden en imágenes –algunas muy difíciles de conseguir o reproducir– los diversos análisis vertidos. Diez años de trabajo e investigación están detrás de su publicación.

Portada del libro Retratadas de Stéphany Onfray

La fiebre de las tarjetas de visita

A mediados del XIX “numerosos daguerrotipistas invadieron España”, se lee en el libro. La consideraban un terreno fértil y no se equivocaban. El medio traía ansias de modernidad y daba noticias de una incipiente burguesía con ganas de reconocerse y ser reconocida. La prensa le dedicaba espacio al fenómeno, alimentando las ganas de ser retratado como muestra de estatus social y económico. Ese terreno fértil encontró su agua milagrosa cuando se alió con la ceremonia de las visitas, una práctica que concentraba buena parte del ocio y las relaciones sociales de la época. “¿Sabéis, queridos míos, cuál es la cosa más en moda por el momento entre la buena sociedad de la corte? Pues son esos pequeños retratos en fotografía llamados por los franceses portraits-cartes. Todo el mundo tiene el suyo y lo da y lo pide a los demás”, se leía en La época en 1860, tal y como recoge Stéphany Onfray.

Las tarjetas, con sus retratos, se traían, se llevaban, tenían sus propios códigos (por ejemplo, el hecho de doblar una esquina significaba que la visita se había hecho en persona) y se convirtieron en objetos de admiración y de tentación. Se exponían en las vitrinas de los estudios fotográficos, se admiraban y, en ocasiones, también se robaban.

No solo los retratos formaban parte del entramado social y de las relaciones públicas, es que el mismo hecho de ir al estudio era una especie de ocio. Allí se podían hojear los álbumes que funcionaban como una especie de protoprensa del corazón, se podían comentar y, además, existían espacios de tocador donde las mujeres se preparaban con cosméticos, tocados y atrezzo que podía ser de utilidad a la hora de captar las imágenes. Era una actividad que realizaban las mujeres solas y –dado que no realizaban muchas– bien se puede considerar un logro en el camino de la autonomía. Todo ello sin contar con el proceso de negociación que se establecía con el fotógrafo (existían muchas fotógrafas, por cierto, justo por todo lo anteriormente mencionado) y las fotografiadas. Imposible considerarlas como un ente absolutamente inactivo, pasivo: el fotógrafo podía tener sus lícitas aspiraciones artísticas, profesionales e intentar llevarlas a la práctica, pero la clienta tenía las suyas y además pagaba, de modo que o bien estas últimas eran las que valían o bien se negociaba una posición intermedia que satisficiera a ambas partes.

“Las retratadas –escribe Stéphany Onfray– disponían de un abanico de poses mucho más variado que sus homólogos masculinos pues, al contrario que estos, podían darle significados más alegres o emocionales sin ceñirse a aspectos profesionales, honoríficos o humorísticos”. Es verdad que hay mucho retrato de señora respetable posando junto a representaciones religiosas, sosteniendo cualquier libro (el que tuviera el fotógrafo en el estudio para esas ocasiones), o junto a una columna o balaustrada de cartón piedra, pero también otras querían aparecer con ese vestido tan caro o aquel peinado que sentaba tan bien. Las más osadas se atrevían con máscaras, juegos de espejos o con el idioma de los abanicos. Dos mujeres posan señalando (una de ellas con doble mano cornuta cual adolescente en el siglo XXI) mientras a otra, de aspecto aburrido o indolente, le apetece lucir su aparatoso vestido de caza apoyada en un escopetón. Bueno, no es una cualquiera, es la duquesa de Fernán Núñez retratada por el famoso Disdéri.

Estudio de St. Germain y Cía, Retrato de dos mujeres, ca. 1865, Colección Stéphany Onfray
Estudio de Alonso Martínez y Hermano, Retrato de la reina Isabel II con disfraz de la reina Esther, 1863, Colección Stéphany Onfray
Estudio de Martínez de Hebert, Retrato de dos mujeres señalando que llevan el mismo vestido, ca. 1860, Colección Stéphany Onfray

Reinas y plebeyas

A imagen y semejanza de la reina Victoria I de Inglaterra, Isabel II descubrió pronto el poder de la fotografía como instrumento de propaganda y la usó de forma habitual en beneficio propio y de su institución. Además de comprender bien y compartir la idea de que la monarquía es, en buena parte, cuestión de imagen, ambas soberanas tenían en común algo más: al Sr. Clifford, fotógrafo galés que desarrolló su carrera profesional en España y sirvió de nexo entre ambas. “Hay como diálogos entre las dos reinas, de modo que si una posaba de una determinada manera, la otra también; si una tenía un peinado, la otra lo copiaba”, explicó la autora en la presentación.

Aparte de ello, Stéphany Onfray, en conversación con la comisaria Semíramis González, que condujo la presentación, distinguió entre el uso afectivo y el político que la reina hizo de su imagen retratada. “Lo que verdaderamente le hacía daño es que pudieran reprocharle no ser lo suficientemente mujer o madre, de modo que tiene muchísimas fotos con sus hijos”, señaló la autora. Asimismo, por lo que respecta al uso político de la imagen, es de gran interés una fotografía que muestra a la reina con el traje de condesa de Barcelona que vistió durante la visita de los reyes a Cataluña en 1860. Como se lee en Retratadas, dicho vestido “cuya significación era crucial para mantener la unión nacional y representar a la reina como su garante, fue ampliamente representado en la cultura universal española”.

Pero no solamente la nobleza o la burguesía es la que se hace retratar y justo eso es lo que hace tan interesante al fenómeno. Lavanderas, sirvientas, cigarreras, cantineras, encargadas estas últimas de proveer con alimentos o medicinas a los soldados en el frente… Las capas más bajas de la sociedad también quieren ser retratadas y lo consiguen. A veces son los propios fotógrafos quienes viajan haciendo más extenso el acceso a sus servicios. En ocasiones, ellos mismos remuneran a ciertas representantes de algunas profesiones precarias “para cumplir con sus propios intereses comerciales y artísticos, o con la fantasía de la clientela”, se lee en el libro de Onfray, que recoge en este punto las palabras de Lemagny y Rouillé.

Mención especial en este apartado merecen las amas de cría, que componían una particular elite dentro del servicio doméstico por su particular relación con la familia, y muy específicamente con la madre: la “señora”. Tener un ama de cría significaba más descanso y libertad después del parto, de modo que contar con una de ella era símbolo de estatus y como tal había que lucirlo. En ocasiones, estas mujeres encargadas de amamantar a los niños eran retratadas junto a la familia, otras veces el retrato era de ellas solas con los bebés. Y como en todo parece obligado que haya clases, si la familia contaba con servicio doméstico, si además tenía ama de cría, ¿cómo podría seguir distinguiéndose? Contratando a una que viniera del valle del Pas, de Cantabria. Las pasiegas eran las más apreciadas en esta particular labor, hasta el punto de que, en ocasiones, las familias hacían el esfuerzo de movilizar efectivos para ir a buscarlas in situ.

Estudio de Ibáñez y Martínez, Retrato de mujer, ca. 1865,
            Colección Stéphany Onfray
Estudio de Ibáñez y Martínez, Retrato de mujer, ca. 1865, Colección Stéphany Onfray
Estudio de José Martínez Sánchez (atrib.), Retrato de una mujer
            junto a lo que, probablemente, son sus obras, ca. 1855, Colección
            Castellano (Fotografías)
Estudio de José Martínez Sánchez (atrib.), Retrato de una mujer junto a lo que, probablemente, son sus obras, ca. 1855, Colección Castellano (Fotografías)
Anna Douzel, Carte de visite de Anna Douzel, con fotografía,
            anotaciones y dibujos, 1868, Colección Stéphany Onfray
Anna Douzel, Carte de visite de Anna Douzel, con fotografía, anotaciones y dibujos, 1868, Colección Stéphany Onfray
Autor desconocido, Retrato de Carmen Concha, ca. 1860,
            Colección Stéphany Onfray
Autor desconocido, Retrato de Carmen Concha, ca. 1860, Colección Stéphany Onfray
Autor desconocido, Tarjeta estereoscópica con retrato de mujer,
            ca. 1860, Colección Stéphany Onfray
Autor desconocido, Tarjeta estereoscópica con retrato de mujer, ca. 1860, Colección Stéphany Onfray

Una incipiente transgresión

A la manera de los actuales books o portafolios, las mujeres que trabajaban las artes escénicas enseguida se dieron cuenta del extraordinario potencial que ser retratadas tenía para ellas. Así comenzaron a fotografiarse caracterizadas a la manera del personaje que estuvieran representando. Esto favorecía su fama en la prensa y en los propios medios fotográficos, pues los profesionales exponían estos retratos en las vitrinas para captar la atención del público. Como casi todo en este asunto, este hecho implicaba el beneficio de la popularidad y el prejuicio de quedarse atrapada en el cliché o la imagen pública. Para esto último, actrices o bailarinas desarrollaron una estrategia reversiva, consistente en adoptar poses más convencionales, a la búsqueda de reflejar y reafirmar su lado más cercano al ideal del “ángel del hogar”, de manera que este no quedara en entredicho.

Más interesante quizá fue lo que ocurrió cuando, bajo el pretexto del personaje y con la inestimable ayuda de los disfraces, gracias a su influencia se colaron en el imaginario visual social propuestas poco ortodoxas o disidentes: las faldas cortas de las bailarinas y la proliferación de la estética del ballet, mujeres vestidas de hombres y con diversas identidades, guiños relacionadas con la fotografía erótica… “Las damas pertenecientes a las elites adoptaron y adaptaron algunos de los modelos infractores que, quizá habían observado en los escaparates fotográficos […], posibilitando de este modo la normalización de un amplio abanico de actitudes más o menos traviesas ante el objetivo”, escribe en su libro Stéphany Onfray. Al ser preguntada, por cierto, en la presentación de su obra, por la especificidad de las retratadas protagonistas de la fotografía erótica, la autora comentó la gran dificultad en ver en esas imágenes ultrasexualizadas “algo más que necesidad económica y, por supuesto, ni rastro de libertad”.

Sea como fuere, por medio de esta estrategia o de las anteriormente expuestas (o de las que quedan sin exponer pero se encuentran en el vasto tratado de Onfray), la generalización del retrato hizo posible la existencia social de las mujeres por primera vez en la historia, si no en toda su diversidad, sí con un grado bastante alto. Como concluye la autora en las páginas finales del libro, “gracias a la fotografía, pudieron obtener las herramientas expresivas indispensables para completar el proceso de individualización que se estaba llevando a cabo en ese momento. Esta fisura dejó ver la luz a miles de mujeres que no solo jugaron con las reglas impuestas, adaptándolas a sus propias necesidades, sino que también crearon nuevos lenguajes fotográficos, apreciando por primera vez las ventajas de la modernidad aplicadas a la vida cotidiana de su género”.

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