Esta es la historia de un niño que sentía el temblor del viento y de adulto se propuso fijarlo. Lo esculpió en forma de espiral –haciendo volar al hierro– y esa hazaña se convirtió en el sello de su obra. Se cumplen cien años del nacimiento de Martín Chirino y su Fundación de Arte y Pensamiento lo celebra con un programa de actos en el que sobresale la exposición Crónica del siglo, en el CAAM.
Estuvo en el principio, en las imágenes que veía un niño tumbado al sol en la playa de Las Canteras, y en las obras maduras del magnífico y reputado escultor en el que se convirtió aquel niño llamado Martín Chirino. “La espiral es, sin duda, la protagonista de mi obra; el tema al que he sido fiel, y sigue como una constante en mi creación”. Esas palabras las pronunciaba en conversación con el escritor y periodista Antonio Puente. Su intercambio se plasmó en un libro publicado en 2019 por Galaxia Gutenberg. Fue el año en el que murió Chirino.
Habría cumplido cien en este 2025, cuando se celebra el centenario de su nacimiento en Las Palmas de Gran Canaria el primer día de marzo. Allí, el Centro Atlántico de Arte Moderno le rinde homenaje con una gran retrospectiva titulada Crónica del siglo. Comisariada por Fernando Castro Flórez y Jesús M. Castaño, la muestra reúne setenta y cuatro obras en distintos formatos, que van desde prototipos hasta grandes piezas escultóricas, pasando por una selección de sus dibujos, bocetos, collages y piezas audiovisuales.
De alguna manera es volver a casa, a la institución que el escultor canario dirigió desde 1989 hasta 2002. De alguna manera también, el Cabildo de su isla natal, a través del CAAM, destaca la relevancia de su legado y salda una deuda histórica con este artista, conocido como el escultor del viento.
El hierro y el viento
“Era un niño muy ensimismado […]. Si me tumbaba en la playa, lo que me interesaba era ver las espirales de viento haciendo levitar la arena; menudencias así que me transportaban más allá del horizonte”. La historia comienza, pues, con un niño observador que mira a lo lejos y se hace preguntas. También mira más cerca, a los barcos varados en el muelle, y sigue haciéndose preguntas: ¿cómo puede ser que floten? Saca sus conclusiones: también lo pesado puede volar y ser grácil, liviano, casi etéreo. Los ingredientes básicos de su obra tienen su germen allí, en la infancia y en estos pensamientos. Es el punto de partida del libro que le dedicó uno de los comisarios de la exposición del CAAM y director de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, Jesús M. Castaño. Se trata de un libro infantil, publicado por la editorial Vegueta, que lleva por título El niño que quería mover el horizonte. Ese era Martín Chirino y, para empezar a movilizar todas esas ideas e intenciones que habían brotado, ya de joven, inició sus estudios artísticos en la academia del escultor Manuel Ramos. Los continuará fuera de las islas.
En 1948 viaja a Madrid por primera vez y comienza estudios de Filología inglesa (le serán de gran utilidad en sus andanzas internacionales), pero los abandona e ingresa en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Le seguirá entonces un periodo por un lado de concienzuda investigación sobre el hierro y la forja española; por otro, una especie de grand tour que le llevará a Italia a estudiar a los clásicos, a Inglaterra, para completar su formación en la School of Fine Arts de Londres y a París, donde descubre impresionado el gran arte español de vanguardia, la obra de Julio González…
Cuando Chirino regresa a su tierra, lo hace para emprender su propio camino como artista. De su primer taller salen las Reinas negras, esculturas que él se resistía a tratar de figurativas, aunque en ellas se reconocen rasgos humanos. Surgen fruto del interés y el trato con el mundo africano, cuya cercanía siempre le será querida y cercana, hasta el punto de inventar una palabra, Afrocán, que da título a otra de sus series. El término le parecía “idóneo, muy natural” porque no parecía una palabra compuesta o bicéfala con una parte africana y otra canaria, sino “que aludía a una única realidad”. Afrocanes y Reinas negras se integran en la exposición junto a otras series en las que se agrupa la obra de Chirino, como las composiciones informalistas y las tituladas Vientos, Ladies, Inquisidores, Penetrecanes, Cabezas, Alfaguaras y Aeróvoros, entre otras.
Su camino no había hecho más que empezar, pero para avanzar el escultor no podía quedarse en la isla. Tenía hambre de horizonte y lo compartía con otros compañeros, como Manolo Millares o Manolo Padorno, con quienes emprendió a mediados de los 50 un viaje hacia Madrid, que en realidad sería el comienzo de su futuro como ciudadano del mundo y artista cosmopolita.
La espiral
Madrid, en la década de los 50 tampoco es que fuera una meca para el arte y la creatividad (por no hablar de la libertad) y sin embargo sí hubo una grieta por donde se coló lo anterior. Fue el grupo El Paso donde se integró Chirino, junto a Rafael Canogar, Luis Feito, Juana Francés, Antonio Saura o Pablo Serrano. Ese conjunto heterogéneo y efímero llamó la atención sobre todo de un público internacional, una baza que Chirino no iba a dejar escapar.
Son años decisivos. Artísticamente, comienza con las Herramientas poéticas e inútiles, un homenaje al trabajo artesanal que tanto admira y, a la vez, el paso decisivo hacia la abstracción absoluta. Es el momento de Inquisidores, también. Es su serie más política y su protesta “contra la asfixia que suponía la prolongación del franquismo”. Y lo mejor estaba por llegar aún, en los 60, cuando participa en la exposición del MoMA New Spanish Painting and Sculpture. A Nueva York llegaron sus Vientos y Raíces primero. Él lo haría unos años después. La pieza titulada El viento da forma, con su materialidad espiralada, se convertirá en la forma más recurrente y definitoria de su carrera.
En su hermoso discurso de ingreso, en 2014, a la Academia de Bellas Artes de San Fernando, Chirino explicó: “La espiral apareció un día y se implantó con fuerza en toda mi obra. Hecho que persiste como muestra de la coherencia de una trayectoria marcada de principio a fin por las raíces de mis orígenes […]. Aún recuerdo el momento en que el hierro entre mis manos gira y vuelve a girar sobre sí mismo para dar origen a la espiral, que ya estaba en mi mente como alegoría del viento […]. La espiral se ha convertido en el centro de mi obra”.
Es un símbolo ganador. No solo es de los más antiguos, sino de los más extendidos –se encuentra en todos los continentes– y la naturaleza con sus formas corrobora su perfección sin desbastar el misterio: al contrario. Chirino la elevó a la categoría de arte y añadió sus reflexiones, pues el arte –él mismo lo definió– así es esencialmente “pensamiento y afán de trascendencia”. Sobre la espiral, su símbolo y su misterio, posó sus manos y sus pensamientos. Esto dijo a Antonio Puente en el mencionado libro de conversaciones: “Una espiral es el principio y el fin: hacia adelante y hacia atrás es lo mismo. Es el principio de la vida y lo otro: sus puntos suspensivos. No sé dónde empieza una obra y dónde acaba, y eso es la espiral. En efecto es lo que aglutina cuanto he creado”. Es geometría, continuaba explicando, y es geografía… Y todo le interesaba a Martín Chirino y todo lo plasmó en sus obras.
Una versión o desarrollo de las espirales le condujo a los Aeróvoros, estilizadas piezas de marcada horizontalidad en las que el peso del hierro se esfuma y parece levitar. Son un subrayado del viento y nacieron de la mezcla de las palabras de su querido maestro Julio González, que instaba a “dibujar en el espacio”, mezcladas con el conocido axioma de Mies van der Rohe, “menos es más”.
Exposición: 'Martín Chirino. Crónica del siglo'. Foto: Quique Curbelo/CAAM Gran Canaria.
Exposición: 'Martín Chirino. Crónica del siglo'. Foto: Quique Curbelo/CAAM Gran Canaria.
Exposición: 'Martín Chirino. Crónica del siglo'. Foto: Quique Curbelo/CAAM Gran Canaria.
Exposición: 'Martín Chirino. Crónica del siglo'. Foto: Quique Curbelo/CAAM Gran Canaria.
Exposición: 'Martín Chirino. Crónica del siglo'. Foto: Quique Curbelo/CAAM Gran Canaria.
Estamos en la década de los 70 y Chirino está establecido a medias en Nueva York, donde pasa largas temporadas y expone regularmente. No abandona, sin embargo, la reflexión sobre su tierra, su pasado y la identidad canaria, lo que se traduce en los mencionados Afrocanes. Algo más tarde llegarían las contundentes bóvedas de contundente título también: Mi patria es una roca y los homenajes de Cabezas. Crónica del siglo XX como reconocimiento a sus maestros Julio González, Pablo Picasso, Pablo Gargallo y Constantin Brancusi. En esa época ya habían empezado a llegar los primeros galardones internacionales y nacionales: el de Artes Plásticas en 1980, la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes en 1985, el premio Canarias de Artes Plásticas un año después y la medalla de Honor del Círculo de Bellas Artes en 1991, una institución con la que Chirino estaba vinculado como presidente desde 1983.
Porque, además de su vocación como artista y pensador brillante, Chirino nunca se quedó en la reflexión estéril y en la creación ensimismada. Él quería actuar, cambiar el mundo y lo acometió desde todas las facetas que emprendió, desde la de gestor cultural también. Con esa intención se involucró en la creación del Centro Atlántico de Arte Moderno en Las Palmas de Gran Canaria, inaugurado en 1989. Lo dirigió hasta el año 2003.
Pero tampoco hacía falta ir al museo para encontrarse con las obras de Chirino. Muchas de sus obras son monumentales y se encuentran en espacios públicos. Solo en Canarias destacan sus grandes espirales del viento en la cubierta del Parlamento o en la calle Mayor de Triana. Su Pensador es el icono de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, mientras que la Lady Harimaguada, de acero corten pintado en blanco, llama la atención de quienes se aproximen a la ciudad por la entrada sur.
Con noventa años, en 2015, vio la inauguración de la Fundación de Arte y Pensamiento en el Castillo de la Luz, de Las Palmas de Gran Canaria, un espacio museístico dedicado al estudio, difusión y exhibición de su obra y una institución que expresamente quiso que llevara en su nombre la palabra “pensamiento”. No concebía el arte sin reflexión. Toda su vida se dedicó a una combinación de ambos: de la misma manera en que alumbró un generoso número de obras de incontestable valor y belleza, también legó un buen conjunto de ideas. A la muerte le dedicó estas líneas plasmadas en el libro de Galaxia Gutenberg:
“Creo que toda obra que se ejecuta desde la ambición y el rigor aspira una cierta inmortalidad, o llamémosla, por tanto, posteridad. Por supuesto, trabajo teniendo en cuenta esa posteridad, pero no me preocupa. Acaso porque tampoco me preocupa la muerte, que es un imperativo inexorable: está ahí y punto. Nunca has sentido el vacío de la muerte; es un imperativo que hay que asumir, una vez más, estoicamente. Actúo, ¿quién no lo hace?, como si no fuera a haber muerte, y también como si fuera alcanzar una cierta posteridad, pero ¿quién puede controlarlo?”.
Nadie. Tampoco Martín Chirino, de modo que hubo muerte y hubo posteridad. La primera llegó el 11 de marzo de 2019. Y la posteridad no solo la alcanzó, sino que aún no se ha acabado: sigue agrandando su figura.