Carrara, el prestigioso mármol que une a Miguel Ángel, Bashar al-Ásad y Bakunin
Por Pedro García Martín
Se cumplen quinientos cincuenta años del nacimiento de Miguel Ángel Buonarroti, el genial escultor que trabajaba con mármol de Carrara; el mismo material que reunió a célebres anarquistas como Bakunin en los montes Apuanos y que decoró el palacio presidencial de Bashar al-Ásad en Damasco. Esta es una historia distópica sobre el llamado “oro blanco”
El pasado mes de diciembre las fuerzas opositoras al régimen de Bashar al-Ásad tomaron Damasco. El pueblo entró en el palacio presidencial Al-Rawda, saqueando su mobiliario y objetos, y haciéndose selfies en sus estancias. La foto más viral fue la de un rebelde sentado en la silla del tirano huido entre papeles revueltos y mapas desplegados por el suelo. Las paredes y columnas del despacho, las puertas de sillares veteados y los suelos adornados con motivos geométricos eran de mármol de Carrara: el símbolo de distinción lujosa desde el Imperio Romano hasta nuestros días.
No deja de ser paradójico que este mes de marzo se cumplan quinientos cincuenta años del nacimiento de Miguel Ángel Buonarroti, el genial escultor que veía las imágenes de sus modelos en esos mismos bloques de mármol antes de esculpirlas. El llamado “oro blanco” de los montes Apuanos no ha dejado de gozar de la predilección de comitentes y artistas para los encargos más excelentes.
¿Cuáles son las cualidades de este material para mantener su prestigio artístico durante tantos años? ¿Cómo han ido cambiando las técnicas de su extracción? Esta es la historia de uno de los materiales más apreciados por los escultores y arquitectos al servicio de los mecenas.
En busca del oro blanco
El mármol de Carrara ha sido uno de los mejores embajadores italianos en el patrimonio cultural de la humanidad. Las canteras de piedra de los Alpes Apuanos en la Toscana han sido extraídas desde la Edad de Hierro. Sus bloques blancos, con vetas azul, oro y negro, han sido considerados desde la antigüedad símbolo de la belleza, la pureza y la eternidad. Además, este material natural exige pocos cuidados y mejora con el tiempo.
La palabra “mármol” viene del griego mármaros, que significa “piedra brillante” y fue una roca muy empleada en las estatuas, frisos y columnas por el mero hecho de que abundaba en la península helénica. Además, frente a la idea tópica de que las obras artísticas de la antigüedad eran blancas, porque así se han encontrado en los yacimientos, sabemos que estaban policromadas y solo a partir del Renacimiento se asoció la blancura a la belleza.
Panteón de Agripa en Roma. Foto: iStock
Columna de Trajano. Foto: iStock
La Piedad del Vaticano. Foto: iStock
David. Foto: Wikipedia
En este sentido, las canteras de Carrara habían servido a los apuanos de la Prehistoria como material de construcción y para hacer objetos decorativos enterrados junto a sus jefes muertos. Pero a partir del siglo I, cuando Julio César doblega a los ligures, comienzan a extraerse bloques de forma sistemática destinados a las villas patricias y a las magníficas construcciones civiles, como el Panteón de Agripa y la Columna de Trajano. De ahí proviene la fama de piedra de la elegancia ganada por este mármol, que ya cantó el poeta Claudio Namatiano en su obra De Reditu Suo (De su regreso) a su paso por el puerto de Luni, donde se embarcaban los bloques: “Tierra rica en mármol, que con su luz de colores desafía suntuosamente a la nieve inmaculada”.
El material por excelencia de la escultura del Renacimiento fue esta piedra semipreciosa de Carrara. Hasta el propio Dante Alighieri alabó el esplendor de este mármol en un canto del Infierno de su Divina Comedia. Los arquitectos de las catedrales de Pisa y Carrara inauguraron la práctica de trasladarse personalmente a las canteras para seleccionar los bloques. La extracción se realizaba con cuñas de madera insertadas en los huecos naturales de la roca para romperla. Las cuadrillas de canteros cargaban las piedras en carretas de bueyes que las trasladaban a La Marina para su exportación.
El maestro que sacó mayor provecho a este mármol fue Miguel Ángel Buonarrotti. Su prodigiosa técnica consistió en la talla directa de un bloque único. De aprendiz empezó a aprovisionarse de trozos sobrantes en el taller que Lorenzo el Magnífico acondicionó en el jardín del convento de San Marcos. Pero una vez en Roma, antes de ser considerado un artista consagrado, seleccionó personalmente las piedras en las canteras de Carrara para esculpir los encargos que le hacía el papa, desde La Piedad hasta el mausoleo inacabado de Julio II. También aprovechó un bloque desbastado que se encontraba en la catedral de Florencia para esculpir su famoso David.
El testigo de la escultura con mármol de Carrara lo recogieron Gian Lorenzo Bernini en el siglo XVII y Antonio Canova en el XVIII. Su estudio de las obras de la antigüedad le permitió labrar algunas de las estatuas cumbres del neoclasicismo, como las Tres Gracias, la Psique y el Cupido.
De capital del anarquismo a atraer a los dictadores
Con el tiempo, la industrialización de la minería supuso que las canteras pasaran a exportar bloques a todo el mundo, concentrándose la propiedad en unos pocos dueños. La mano de obra empezó a nutrirse de campesinos de las montañas próximas. Y dadas sus pésimas condiciones laborales, prendieron en los trabajadores los ideales anarquistas, al punto de convertir a Carrara en la capital del movimiento anarquista a finales del siglo XIX.
Por la comarca pasaron figuras tan emblemáticas como Malatesta y el propio Bakunin, pero también Giuseppe Mazzini para pedir el voto republicano a los vecinos. No hablamos de unos hechos anecdóticos. En la revuelta de 1894, los libertarios levantaron barricadas y se enfrentaron a las fuerzas gubernamentales, causando muertos y heridos en los dos bandos. Durante la Segunda Guerra Mundial las montañas apuanas fueron un nido de partisanos. Y al cabo, en 1968 -el del Mayo Francés, la Primavera de Praga y las protestas contra la guerra de Vietnam- se celebró en Carrara el Congreso Anarquista Internacional abierto por vez primera a la prensa y la radio.
En los siglos modernos la escultura tradicional de los mandatarios ha sido reemplazada por la arquitectura monumental. El mármol de Carrara es inseparable de estos edificios concebidos como propaganda del Estado como, por ejemplo, el Capitolio de EEUU, el Grande Arche de La Defensa de París o la mezquita Sheikh Zayed de Abu Dhabi.
Pero también ha servido para los dictadores. Si para los mejores escultores y arquitectos de todos los tiempos el de Carrara fue el mármol más preciado para labrar sus obras maestras, algunos de los tiranos más sanguinarios del siglo XX se obsesionaron por utilizarlo como material de construcción en sus palacios. Tal vez porque es una de las piedras más caras y refinadas y, dada su garantía de duración, les “garantizaba” pasar a la posteridad. Ahí está el uso de nuestro mármol bianco en los monumentos públicos durante la etapa fascista de Benito Mussolini: el obelisco llamado El Monolito en el Foro Itálico, los cuatro grandes mapas que representan la expansión del Imperio romano y el complejo deportivo y oficinas del EUR (Esposicione Universale Roma). O la arquitectura nacionalsocialista de la Alemania de Hitler que también quería reverdecer los laureles de las antiguas Grecia y Roma. De manera que las rocas de Carrara estuvieron en varios edificios neoclásicos del régimen y en el proyecto Capital Mundial Germania que Albert Speer concibió para el Berlín “ganador de la guerra”, incluyendo un Arco del Triunfo y un Palacio de los Foros Populares.
El recurso a este material por parte de dictadores megalómanos también se ha dado en el siglo XXI. La técnica de extracción ha mejorado al hacerse con hilo de diamante y el transporte se ha diversificado en camiones, trenes y barcos, pero las obras a las que se destina el mármol han perdido su finalidad conmemorativa.
De este modo, tras la invasión norteamericana de Irak en marzo de 2003 los bagdadíes expoliaron el llamado Palacio del Pueblo de Sadam Hussein. Los asaltantes fueron haciéndose con objetos valiosos, arañas de cristal, sofás tapizados y hasta trozos de barandillas y paredes. Estos últimos eran mármoles de Carrara negros y blancos con vetas rosas que, desde las columnas babilónicas hasta el jacuzzi, revestían hasta una sala de cine que el rais se había hecho construir bajo la cúpula del edificio.
La sustracción de tan apreciado mármol se repitió en Libia en 2011. Las fuerzas insurrectas contra la tiranía del coronel Muamar el Gadafi asaltaron sus residencias familiares. En el complejo fortificado de Bab al Aziziya de Trípoli saquearon su cuartel general, pero también el fruto de sus excentricidades, como tiendas de campaña para vivir como un beduino, un parque de atracciones y un zoológico. Igual de estrambótica era la mansión de Aisha, la única hija del dictador, a cuya residencia los asaltantes bautizaron como el Palacio de la Prostituta. En su interior encontraron excesos como las lámparas lujosas y el famoso sofá dorado con forma de sirena y la cara de Aisha, pero también paredes forradas y suelos de mármol de Carrara. Y así podíamos cerrar el círculo temporal en el palacio de Bashar al-Ásad con el que empezamos este artículo.
Este empeño de los tiranos contemporáneos por perpetuar sus palacios forrándolos de mármol responde a un deseo egocéntrico más ambicioso: entrar en el panteón de los gobernantes más poderosos de la Historia. Sin embargo, la realidad siempre es más prosaica y deja estas obras “inmortales” en ruinas. El asalto a sus feudos por los súbditos oprimidos suele acabar con sus delirios de grandeza.