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El canibalismo artístico de Tarsila do Amaral llega al Guggenheim (aunque no podrás ver su principal obra)

Por Clara González Freyre de Andrade
Abaporu, Tarsila do Amaral

La artista brasileña supo fusionar el vanguardismo con sus raíces brasileñas para crear el primer movimiento artístico autóctono de Brasil, el que le empujó a la modernidad. Ahora, su legado se reivindica en una recién inaugurada muestra en el Museo Guggenheim de Bilbao, en la que es una de sus grandes apuestas expositivas de este 2025.

En 1928, Tarsila do Amaral regaló a su esposo, el escritor Oswald de Andrade, un lienzo que reflejaba como ninguno una nueva forma de hacer arte nacida por y para los brasileños. Abaporu puede parecer una obra inocente, una pintura en la que las proporciones humanas se deforman y se acompañan de un paisaje árido, protagonizado por un cactus y un sol ardiente; pero sobre todo fue revolucionaria por la originalidad de su concepto.

En lengua indígena tupí-guaraní, abaporu significa algo así como “hombre que come a otros hombres”. Y es que esta pintura no es otra cosa que el punto de partida del primer movimiento puramente brasileño, un canibalismo artístico que ambos bautizaron como “Antropófagía”, en honor a la costumbre indígena de comer a otros con el fin de asimilar sus cualidades. Su idea era despertar la capacidad brasileña de devorar y asimilar lo más relevante de las culturas colonizadoras.

La obra de Tarsila se desplegó a caballo entre su natal São Paulo y París, la cosmopolita capital del arte en el siglo XX. En poco tiempo sus pinturas se convirtieron en un puente que unía los retazos de las vanguardias europeas, como el Cubismo o el Primitivismo, con un original universo iconográfico que tomaba como punto de partida sus raíces, fusionando la herencia portuguesa con lo indígena y lo afrodescendiente. Pero ni su incalculable aportación, la misma que la consagró como una figura imprescindible para el arte latinoamericano, pudo evitar su condena al olvido entre el público general, que no ha empezado a revertirse hasta las últimas décadas.

Ahora y hasta el 1 de junio, tendremos la oportunidad de descubrir su visión de la modernidad brasileña a través de una retrospectiva en el Museo Guggenheim de Bilbao. Entre las casi 150 obras que acoge el museo y que componen esta exposición organizada junto al Grand Palais de París, sorprendentemente no se encuentra su mencionado Abaporu, su pintura más emblemática y la que supuso un antes y después en su producción. Por contra, sí cuenta con una cuidada selección que permite construirnos una idea bastante completa de la trayectoria de esta enigmática artista.

La muñeca (A Boneca), 1928 © Tarsila do Amaral Licenciamento e Empreendimentos S.A.Foto: © Romulo Fialdini
Urutu,1928 © Tarsila do Amaral Licenciamento e Empreendimentos S.A.Foto: © Gilberto Chateaubriand MAM Rio de Janeiro / Romulo Fialdini et Valentino Fialdini

Es el caso de Urutu Snake, pintura que representa a una serpiente que alude al espíritu brasileño de las aguas profundas, que parece decida a devorar un huevo, símbolo del origen. Una obra que encarna a la perfección el concepto de digerir las influencias externas e inspirarse en fuentes locales para crear un arte autóctono.

Un legado entre París y São Paulo

“Cada vez me siento más brasileña, quiero ser la artista de mi país”. Esta frase escrita en una carta a sus padres desde su exilio en París, se convirtió en su mejor declaración de intenciones. Tarsila llevaba unos años en la capital francesa, donde se había desplazado junto a su hija para apostar por su incipiente carrera artística.

Poco a poco logró abrirse paso en las élites europeas. No fue algo fácil. Si bien su posición socioeconómica -era descendiente de una familia de grandes terratenientes- propició que pudiera viajar hasta allí y vivir cómodamente, Tarsila tuvo que construirse un nombre como artista esquivando los estereotipos -o aprovechándose de ellos-. A pesar de ser una mujer blanca de la alta burguesía -muy probablemente abrirse paso habría sido mucho más difícil de ser indígena-, su género y procedencia suponían una barrera que incluía entre otras dificultades la imposición de lo que la crítica artística esperaba de su pintura: una “frescura exótica” y una “delicadeza típicamente femenina”, con la que cumple cuidando su estética hasta el mínimo detalle.

Su origen exótico levantaba pasiones entre sus amigos parisinos, que incluía personalidades tan emblemáticas como el matrimonio Delanuay, Pablo Picasso o Fernand Léger. De ellos asimila su visión vanguardista, especialmente la mirada cubista, que aplica en obras presentes en la exposición como La muñeca (A Boneca), en la que descompone una bailarina en sus formas más básicas.

Justo en este punto arranca la retrospectiva, explorando su pintura en la década de 1920, sus años más productivos. Periodo que relata cómo, en una de sus vueltas a su país natal, decide formar parte activa de su modernización y búsqueda de una identidad artística brasileña, camino que se había iniciado con la celebración de la Semana del Arte Contemporáneo en São Paulo, en 1922. Es así como nace el Grupo de los Cinco, del que forma parte junto a la pintora Anita Malfatti y los escritores Paulo Menotti del Picchia, Mário de Andrade y Oswald de Andrade -este último, se convirtió más tarde en su marido-.

 Carnaval en Madureira

Todo su afán entonces pasa por encontrar un primitivismo autóctono, una experimentación que puede verse en obras presentes en la muestra como Carnaval en Madureira, en la que inmortaliza una réplica de la Torre Eiffel que pudo ver en la celebración y a la que dota de un aura romántica, sin meterse en temas de crítica social o racial.

Del canibalismo artístico al activismo político

Tarsila parecía decidida: iba a capturar la esencia de su Brasil y a mezclarla, en un sincretismo sin precedentes, con el ferviente panorama artístico europeo. Uno de los hitos clave hacia la modernidad de su país llega en 1928, cuando protagoniza una de las secciones clave de la exposición: el del ya mencionado Brasil canibal, protagonizado por el Movimiento Antropofago que fundó junto a su marido.

Un año más tarde, su trayectoria artística da un vuelco para adquirir tintes mucho más políticos. Divorciada de Oswald de Andrade y tras perder gran parte de su patrimonio a consecuencia del crack de la bolsa neoyorquina, junto a su nueva pareja, Osório Césarse, empieza a interesarse por el modelo económico soviético y a hacer pintura militante, que representa habitualmente a las clases trabajadoras. Su audacia la llevó incluso a pasar un mes en la cárcel, en plena dictadura de Getúlio Vargas, por simpatizar con el comunismo. Una etapa inspirada en el muralismo méxicano pero que no siempre ha sido bien acogida, debido al origen burgués de la artista y que puede verse en la muestra con Obreros (Operarios), un lienzo pintado en 1933 que representa la sociedad industrial y que la propia Tarsila definió como “su pintura más importante”.

 Obreros, 1933

El último bloque de la exposición explora su visión moderna del paisaje, ya en los 50, cuando ciudades como São Paulo se pueblan de imponentes rascacielos. Sus obras siguen con su incansable búsqueda de la modernidad, aplicando los códigos visuales de moda en ese momento. Para entonces, la artista ya gozaba de amplio reconocimiento y exponía su obra con asiduidad.

Aunque Brasil nunca olvidó a su Tarsila, durante mucho tiempo su nombre sí pasó desapercibido para el público general, especialmente el europeo. Por suerte, exposiciones como esta contribuyen a acercar a una artista que supo capturar lo exótico y lo selvático y fusionarlo con la modernidad como nadie lo había hecho.

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