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Más allá de Murillo y la Cúpula de la Alhambra: el arte español expatriado por el mundo

Por Pedro García Martín
‘Venus del espejo’, Diego Velázquez, 1644.
          National Gallery de Londres

La coalición política Adelante Andalucía ha anunciado recientemente que va a registrar una proposición en el Parlamento autonómico para que regresen las obras de arte que se hallan fuera de la comunidad. Por desgracia, las andaluzas no son las únicas piezas españolas expoliadas.

Bajo el lema “Que nuestra historia vuelva a casa”, Adelante Andalucía ha reclamado la cúpula del palacio del Portal de la Alhambra que custodia el Museo de Pérgamo de Berlín, los Murillos que se llevó el mariscal Soult y que ahora están en el Louvre y el Museo del Prado, y la Dama de Baza en el Arqueológico. Estas serían, sin embargo, solo la punta de lanza de una reclamación mayor que pretenden elaborar en un catálogo completo. El de todo el arte andaluz que consideran que ha sido expoliado a lo largo de la historia.

De esta forma, la formación de izquierdas andaluza se suma a la corriente internacional que denuncia el colonialismo museístico, descendiendo desde las reivindicaciones continentales -esa África secularmente explotada- y nacionales -los restos antiguos de Grecia y Egipto-, a las locales. Y es que el debate entre partidarios y críticos de la nueva museología teorizada en Europa y Estados Unidos lleva varios años ocurriendo. Los casos más sonados son la reclamación helena de los frisos del Partenón al Museo Británico, la devolución a Atenas de tres fragmentos de mármol del mismo templo de Atenea que estaban en los Museos Vaticanos y los bronces de Benín restituidos por museos alemanes a Nigeria.

En el caso de España, lo cierto es que el arte andaluz no ha sido el único expoliado. También sucedió durante la invasión napoleónica a manos de ocupantes franceses y aliados británicos, y tras la Gran Guerra en torno al arte románico por encargo de las grandes fortunas estadounidenses.

‘El nacimiento de la Virgen’, Bartolomé Esteban Murillo, 1661. 
          Museo del Louvre

El gran expolio de Francia e Inglaterra

El saqueo del patrimonio hispano durante la invasión napoleónica fue el mayor de nuestra historia. La cantidad y calidad de las obras robadas hicieron de este, utilizando la expresión de Goya, otro de los desastres de la guerra. El general Bonaparte, durante sus campañas victoriosas en Egipto, Bélgica, Holanda e Italia, mandó a sus oficiales incautar arte de los países vencidos para crear el Museo Napoleón, un proyecto que pretendía reunir piezas de todo el mundo. Sería una especie de museo universal y estaría en París. Al entrar su ejército en España, el método de expolio cultural estaba más que rodado. Además, el nuevo rey José I, a imagen de su hermano, se propuso crear el Museo Josefino en el palacio de Buenavista de Madrid, que es el actual Cuartel General del Ejército.

Para este robo a gran escala de nuestro patrimonio las tropas francesas se valieron de la fuerza, pero previamente estaban asesorados por especialistas en historia del arte. Algunos eran marchantes, como J. B. Lebrun y el corrupto Frédéric Quilliet, además de otros como el director del Louvre Dominique Denon, que valoraba los objetos artísticos que los oficiales se encargaban de sustraer. Es probable que hayan leído el Viaje de España de Antonio Ponz o el Diccionario histórico de Juan Agustín Ceán, donde se detallan los monumentos de la geografía que recogieron, porque los saqueadores fueron a tiro hecho.

Expatriaron a Francia pinturas de Madrid y Sevilla a mansalva -se estima que unos 1500 cuadros-, el Tesoro del Delfín que estaba en el Real Gabinete, objetos litúrgicos de monasterios desamortizados, catedrales e iglesias, joyas de las tumbas reales profanadas y todo lo que pudieron de la nobleza desafecta a Fernando VII. Aparte, estuvo el pillaje a gran escala de la soldadesca a instituciones y particulares. La excusa para hacerse con tamaño botín fue que se trataba “de la indemnización por la campaña militar de España”.

‘San Basilio dictando su doctrina’, Francisco Herrera, 1639. 
            Museo del Louvre
‘Santiago el Mayor’, José de Ribera, 1630-1632. 
            Wellington Museum, Londres

La guinda a este despojo patrimonial la pusieron las tropas británicas del Duque de Wellington que, bajo el disfraz de aliados, fueron haciéndose con las pinturas, grabados y tesoros que los franceses iban dejando en su retirada hacia los Pirineos. Sobre todo, cuando el inicio de la campaña de Rusia obligó a Napoleón a disminuir su contingente militar en la Península Ibérica. La Venus del espejo de Velázquez, por ejemplo, que ya había sido sacada del país por el pintor y agente George Augustus Wallis, acabó en la National Gallery de Londres.

Para colmo, el restituido Fernando VII le regaló al general inglés un Rafael y dos Murillos de La Granja de San Ildefonso para agradecerle la reconquista de Madrid. Y el embajador español en el Congreso de Viena, el Marqués de Labrador, renunció a la devolución de las obras saqueadas a cambio de su valor monetario. Al punto que Lord Wellington adquirió una mansión campestre para albergar el patrimonio hispano al que se conoce como “el equipaje de José Bonaparte”.

En los foros artísticos internacionales siempre se habla del expolio de arte por los nazis en la Segunda Guerra Mundial como la mayor iniquidad contra el patrimonio de la humanidad. Pero el de las tropas napoleónicas en España, para nuestra desgracia, no tienen nada que envidiarle.

La gran expropiación de los años 20

El otro proceso de expropiación artística metódica se dio en la España de la década de 1920. En la segunda mitad del siglo XIX habían surgido los coleccionistas de arte profesionales entre la burguesía adinerada de Occidente. Entre ellos destacaron los millonarios de la industria y el comercio de los Estados Unidos, que vieron en la adquisición de obras artísticas una forma de prestigio cultural y una inversión rentable. Para ello, se apoyaron en marchantes europeos desplegados sobre el terreno que ponían en contacto a los vendedores con sus millonarios compradores.

 Fragmento de ‘Cacería de liebres’, Ermita de San Baudelio. Casillas de Berlanga (Soria), hacia 1125. 
          Museo Del Prado, obra completa en el Metropolitan Museum of Art, Nueva York

Las primeras adquisiciones fueron las de pinturas impresionistas cuando París era la capital cultural del mundo y tras el impacto que causó en Nueva York la exposición del grupo por el marchante Paul Durand-Ruel. Sin embargo, en los primeros compases del siglo XX el gusto de los acaudalados burgueses estadounidenses se orientó hacia las antigüedades egipcias y grecolatinas, además del arte medieval europeo. Sus agentes, tras tantear el mercado francés e italiano, se cebaron con el románico español. Sobre todo, de las provincias que hoy forman la comunidad de Castilla y León. Sus iglesias y monasterios estaban desprotegidos física y legalmente y en manos privadas tras la desamortización. Los nuevos propietarios eran campesinos o curas y monjas que no conocían el valor de las piezas. Además de contar con la complicidad de funcionarios y marchantes españoles.

De esta forma, los agentes al servicio de Isabella Stewart, John Rockefeller, Charles Deering y del magnate de la prensa amarilla William Randolph Hearst -el Ciudadano Kane de Orson Wells- se hicieron con pinturas, tallas, manuscritos y hasta claustros que desmontaron piedra a piedra para recolocarlos en Boston, Nueva York, Chicago y California respectivamente. De esta forma salieron de España obras tan valiosas como los murales de la ermita de San Baudelio de Berlanga y piezas de San Esteban de Gormaz (Soria), los del monasterio de San Pedro de Arlanza (Burgos), el ábside de la iglesia de San Martín y el monasterio de Sacramenia (Segovia), la portada de la iglesia de San Miguel de Uncastillo y un suma y sigue de nuestro patrimonio románico que fueron a parar a museos y colecciones privadas norteamericanas.

Hasta la admiración hacia la cultura española y portuguesa de un rico filántropo como Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society, que encargó a Sorolla los murales de su Visión de España, se vio empañada. En particular, cuando uno de sus miembros, Arthur Byne, se comportó como un ladrón de guante blanco al servicio de los caprichos de Hearst. Por eso, es tan delgada la línea entre la compra legal y la forzada, la persuasión y la rapiña pura y dura.

Portada de la iglesia de San Miguel, Uncastillo (Zaragoza). 
            Museum of Fine Arts, Boston
Portada de la iglesia de San Miguel, Uncastillo (Zaragoza). Museum of Fine Arts, Boston
Ábside de la Iglesia de San Martín, Fuentidueña (Segovia). 
            The Cloisters, Nueva York
Ábside de la Iglesia de San Martín, Fuentidueña (Segovia). The Cloisters, Nueva York
‘Muerte del inquisidor Pedro de Arbués’, Bartolomé Esteban Murillo, 1664. 
            Museo del Hermitage, San Petesburgo
‘Muerte del inquisidor Pedro de Arbués’, Bartolomé Esteban Murillo, 1664. Museo del Hermitage, San Petesburgo
‘Inmaculada Concepción y retrato de Hernando de Mata’,
            Juan de Roelas, 1612-1613. Gemäldegalerie, Berlín
‘Inmaculada Concepción y retrato de Hernando de Mata’, Juan de Roelas, 1612-1613. Gemäldegalerie, Berlín
‘Felipe IV de castaño y plata’, Diego Velázquez, 1635. 
            National Gallery, Londres
‘Felipe IV de castaño y plata’, Diego Velázquez, 1635. National Gallery, Londres
‘Santa Catalina de Alejandría’, Claudio Coello, 1683. 
            Wellington Museum, Londres
‘Santa Catalina de Alejandría’, Claudio Coello, 1683. Wellington Museum, Londres

Tras estos dos ejemplos de saqueo masivo, es inevitable la pregunta de: ¿qué obras de arte expatriadas deberían volver a España? La respuesta no es tan simple como elaborar un catálogo de piezas que salieron del país y reclamarlas a sus expositores actuales. Los museos nacionales no surgieron hasta la creación de los Estados nación en el siglo XIX. Y lo mismo sucedió con los coleccionistas acaudalados que vieron en el arte una pátina cultural y un campo de inversión. Antes convivían las colecciones reales con las de la Iglesia y las de los nobles y burgueses, dándose una transferencia de objetos e imágenes entre reinos y regímenes políticos que ya no existen. Tampoco ha permanecido inalterada la legislación nacional e internacional sobre patrimonio artístico. Más bien, la sensibilidad hacia la protección jurídica del patrimonio es muy reciente.

Por otra parte, aunque hagamos una lista exhaustiva con el arte hispano expatriado, el proceso de devolución es muy complejo en la práctica. Políticos e historiadores del arte tendrían que trabajar estrechamente con juristas especializados en derecho patrimonial para determinar qué obras podrían volver y cuáles no. Algunas piezas, como las arquitecturas The Cloisters y algunos murales románicos, fueron adquiridas mediante contratos de compraventa y habría que litigar en tribunales neoyorkinos para demostrar qué fue o no una venta fraudulenta. Otras obras cambiaron de manos por permutas entre Estados soberanos como las pinturas de Maderuelo que están en el Museo del Prado.

No dudamos que los invasores franceses saquearon a fondo con la disculpa de hacerse con un botín de guerra. Ni que los marchantes de los magnates estadounidenses se aprovecharon de la incultura del país en aquel momento y de la necesidad económica de los vendedores humildes. Pero, a sabiendas de que ese éxodo artístico fue muy turbio, me temo que frente a muchos de esos casos solo cabe la reprobación ética de los autores y de sus cómplices. Los países expoliadores no van a devolver las obras por propia voluntad. Más allá de los gestos puntuales de algunos museos que probablemente lo hagan por querer dar una imagen de corrección política.

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