Un arquitecto, un poeta y un Ministerio de Cultura: auge y caída de la desaparecida revista 'Poesía'
Por Pilar Gómez Rodríguez
Vicente Aleixandre, Richard Avedon, Dora Maar, Man Ray… La revista Poesía fue un milagro editorial y del diseño sufragado en los 70 por nada más y nada menos que el Ministerio de Cultura. Cómo fue posible todo lo anterior es un misterio y una hazaña al mismo tiempo. Hablamos con quienes la hicieron posible.
Pensamos en una revista de cultura, en cualquiera. La abrimos, ¿qué encontramos? Personas escribiendo sobre cultura. Pero no siempre esto fue así. Y también, no siempre esto ha de ser así. Porque hubo un tiempo –y hubo sobre todo una revista– que expresamente rechazaba ese proceder e hizo de lo contrario su mínimo y esencial programa.
“Nosotros no hacemos otra cosa que contar". La frase la escribió Diderot, la defendió Francis Picabia –que dijo lo mismo con otras palabras– y la llevó a la práctica la revista Poesía, de la mano de su director Gonzalo Armero, en sus 45 números, en sus casi tres décadas de vida. “La manera de trabajar era dejar al lector en disposición totalmente libre de elegir, de decidir y de interpretar. Nunca se ha interpretado a un autor, nunca se ha interpretado una obra, se ha abandonado todo deseo hermenéutico, solamente hemos elegido los textos, las imágenes, ponerlas en orden, los textos de la redacción indispensables, y nada más”, afirmaba en una conferencia en la Fundación del Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM) en 2005 el mencionado (y malogrado, pues murió un año después) Armero.
Cada número era una aventura, una odisea, un alumbramiento, un pequeño milagro. Era el año 1978 y todo estaba por hacer cuando el Ministerio de Cultura dio el sí a la propuesta que le hicieron el arquitecto Antonio Fernández Alba y el poeta y periodista Santiago Amón. Gonzalo Armero, con apenas treinta años y la experiencia de una publicación anterior, Trece de Nieve, se encargaría de dirigir la revista que habría de sustituir a la enjundiosa Poesía Española (que luego se llamó Poesía Hispánica).
La revista se llamó Poesía a secas, y en ella se empezó a publicar a los autores que le interesaban: Vicente Aleixandre, Jorge Guillén o José Ángel Valente con sus poemas inéditos; Diego Lara, a cargo del diseño, con sus collages; Richard Avedon, Javier Campano, Dora Maar, Man Ray con sus fotografías… La poesía visual de Mallarmé, Francisco Pino o el mencionado Picabia también encontraron su lugar entre sus páginas, al igual que los caligramas de Huidobro, las cartas inéditas y conferencias de Federico García Lorca, las reflexiones de María Zambrano, la pedagogía del Black Mountain College, las traducciones de Javier Marías a textos de Wallace Stevens, J.D. Salinger o Nabokov…
El origen
Los primeros números comenzaron mezclando temas, autores, géneros... Allí cabía de todo: arquitectura, fotografía, pintura, música, poesía, cine… Eran los misceláneos. Después vendrían los monográficos, que se rumiaban a veces durante años. “Y no se hacían encargos a especialistas o textos críticos, sino que eran los propios autores y sus contemporáneos los que contaban la historia. Eso me parece lo más novedoso”, explica para El Grito Jacobo Armero, hijo de Gonzalo Armero. Aquellos monográficos se dedicaban a un autor (Pessoa, Juan Ramón Jiménez, Rimbaud), a una institución (la Residencia de Estudiantes) o a un personaje (el Quijote). A todo se le sacaba punta, se buscaba un ángulo menos conocido y se echaba el resto, buscando materiales raros, inéditos, imágenes…
Así hasta configurar números de 300 y casi 400 páginas en ocasiones, a precios populares, como correspondía a una publicación dependiente del Ministerio de Cultura que “llegó a tener cerca de 10.000 suscriptores”, explica Lola Martínez de Albornoz, subdirectora de la publicación. Al principio dependía totalmente de dicha entidad, pero cuando entraron en vigor las leyes europeas de transparencia, el esquema no se podía mantener. “Había que buscar un editor externo para hacer la revista, pero el ministerio nunca se desentendió y siguió apoyando con la compra de ejemplares... Entonces la revista buscaba alianzas, patrocinios, para seguir publicándose. Se asoció con Gran Vía Gestión Artística Editorial, de Chiqui Abril, y salieron números como el de Falla; el número 38, que era el de Cravan; el del Guernica de Picasso… Y luego ya nos tuvimos que buscar la vida en cada número. Trabajamos con Siruela, con la Huerta de San Vicente para el de Lorca, el de Almada Negreiros fue una coedición con un sello portugués, el editor Titto Ferreira consiguió el patrocinio de Hermès para el número de Rimbaud... Cada uno era una aventura”.
“Titto Ferreira consiguió el patrocinio de Hermès para el número de Rimbaud... Cada uno era una aventura”
Y un acontecimiento, una auténtica fiesta de la creación y de la edición en la que se ponían a prueba a los mejores profesionales de la impresión, para conseguir las tipografías, los distintos tipos de papel, las láminas, los diseños, por no hablar de las separatas, facsímiles y pequeñas locuras que incorporaba. “En ese momento —explica Jacobo Armero— había una industria de artes gráficas muy importante, con mucha tradición. El oficio de los tipógrafos era todo un mundo, una cultura: las cajas bajas, las cajas altas, los tipos, el chivalete… Mi padre lo conocía muy bien y le fascinaba. Lo tenía todo en la cabeza: se trabajaba sin ordenadores, había que mandar a componer los textos: ‘Caja de 10 centímetros, cuerpo 12, interlineado 15, versales/versalitas, primera línea sangrada con un cuadratín…’”.
De esa cabeza salían ideas que se convertían en auténticas proezas editoriales, como el pequeño librito, un folioscopio, cuyas páginas al ser pasadas rápidamente simulaban un entrenamiento del poeta boxeador Arthur Cravan, o la reproducción facsimilar de los dos números del Dalí News, el periódico que Dalí inventó para informar exclusivamente sobre sí mismo. ¿Más fantasías? Entre las hojas del número 11, que prestaba mucha atención a la arquitectura de Casto Fernández-Shaw, surgía un pop-up de la famosa gasolinera Gesa/Porto Pi, situada en la madrileña calle de Alberto Aguilera con Vallehermoso, mientras que el monográfico dedicado a Juan Ramón Jiménez llevaba la voz del poeta a los lectores; sí, sí, entre las hojas se incluía un vinilo blando donde se habían grabado poemas de san Juan de la Cruz leídos por Juan Ramón. “Nos lo ponía en casa“, recuerda Jacobo Armero con el vinilo en las manos.
Los que la vivieron
Lola Martínez de Albornoz empezó a trabajar en la revista en 1991. “Para el primer número en el que colaboré fui a la Biblioteca Nacional de París a consultar unos tratados enormes sobre el poema de Mallarmé Un coup de dés jamais n’abolira le hasard, para hacer la traducción. No era la primera, ya había varias en España, pero sí era la primera vez que se publicaba respetando la forma que le había dado el poeta. Es un poema visual”.
Y lo mismo con el número monográfico de Rimbaud. “Yo vivía en aquel momento en Francia, en la región de Champagne, de donde era Rimbaud. Era el centenario de su muerte y Gonzalo me dijo ‘¿por qué no buscas los libros que salgan, las revistas… y me mandas todo lo que se publique?’” Así comenzó ese número, cuya elaboración duraría años. ¿Cuántos? Los necesarios. La cultura que no se produce para consumir, sino para durar –para ser y estar, sencillamente– se elabora a fuego lento. Ese número que se empezó a gestar con aquella sugerencia de Gonzalo Armero en los 90 acabó convertida en excepcional número monográfico en 2002, el 44, el penúltimo.
“La revista coincidió con los primeros años de la movida, pero nunca tuvo nada que ver con ella... Se interesaba por lo clásico, lo que no pasa de moda; no era una revista de actualidad”, explica Jacobo Armero. Inactual e inútil –es decir, sin atender a réditos utilitaristas– eran dos adjetivos importantes y ambos aparecían en el editorial del número 1. Era una breve nota escrita por el director, que consideraba que el editorial verdadero no era ese, sino un texto bellísimo, reproducido también en aquella edición inaugural, que había encontrado poco antes en el Rastro y que firmaba el pendolista Ramón Stirling. Hablaba el calígrafo allí del precioso don de la escritura y su poder de “transportar nuestras ideas desde las zonas de un hemisferio a las del otro” y conectar “todas las naciones del globo”.
Así es como un texto encontrado por azar decidió la política editorial de una revista inactual, inútil y sin adscripción, pese a depender en su primera década del Ministerio. “Y lo curioso es que no estaba nada politizada: fueron pasando los gobiernos –UCD, PSOE, PP– y nunca tuvo problema”, señala Jacobo Armero. En la mencionada conferencia del COAM su padre contó la anécdota que resumía todo su contacto institucional con el Ministerio de Cultura. Fue antes de lanzarse el primer número cuando el ministro, Pío Cabanillas, se había interesado por lo que iba a publicarse en la revista de su ministerio antes de que saliera y quería revisarla. El director le llevó entonces aquel primer número con la portada constructivista que había ideado Diego Lara, toda la diversidad de materiales, contenidos, tipografías… “La hojeó y me dijo: ‘Muy bien’, y esa ha sido casi toda mi relación institucional. Luego, todo lo que salía era a mi arbitrio, para bien y para mal”.
La revista había nacido tres años después de que muriera Franco, cuando la democracia estaba en pañales y la cultura no es que fuera un erial, pero sí tenía serias lagunas. Poesía, en cierta manera, “se dedicaba a recuperar un tiempo perdido, porque había habido un vacío, un blanco que había que superar”, explica Lola Martínez de Albornoz, que prosigue. “Por ejemplo, a Gonzalo le interesó mucho recuperar la figura de Lorca. Le puso mucho empeño, aparecieron las cartas que escribió a su familia desde Nueva York, o las que le escribió a él Dalí, además del monográfico hecho en colaboración con la Huerta de San Vicente que le dedicó. Y también dedicó otro número a la Residencia de Estudiantes, en una de las primeras reivindicaciones que se hizo de aquella institución importantísima”.
Otras curiosas y legendarias recuperaciones fueron la del Guernica o la de la vida de Don Quijote. Respecto a la primera, no del todo satisfechos con la vuelta en 1981 de la mítica obra de Picasso que se había pasado más de cuatro décadas en Nueva York esperando que en España llegara la democracia, los trabajadores de Poesía quisieron llevar el Guernica a cada una de las casas. Literalmente. Se encargaría a un fotógrafo, Javier Campano, que retratara los fragmentos hasta conseguir una reproducción a escala 1/1 que configuró uno de los dos volúmenes dedicados a la obra y que aparecieron en 1993.
“El último libro que hicimos, Cuatrocientos años de Don Quijote por el mundo, fue una gran investigación”, detalla Lola Martínez de Albornoz. En esa ocasión lo que se quiso fue recuperar la biografía de un personaje universal. “Nos fijamos en cómo a las pocas semanas de aparecer el libro, el personaje ya salió de él y empezó a vivir su propia vida. En el mismo año de su publicación, 1605, aparece ya Don Quijote en un desfile en Valladolid, y a los pocos años en un grabado en Alemania, donde también se le representó desfilando junto con Sancho Panza, la linda Maritornes… Y también llegaron muy pronto las ediciones en Inglaterra, Francia, además de óperas, obras de teatro… Y también tapices, cuadros, vajillas, anuncios publicitarios protagonizados por un personaje que trascendió a su autor y se convirtió en un mito”.
La caída
Ese número en el que participó de manera muy activa la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, publicado en 2005, fue el último. Gonzalo Armero murió al año siguiente de forma prematura, dejando huérfana a una publicación que llevaba su sello en cada una de sus muy diversas páginas. Lo que sería de aquella revista solo era una incógnita para quienes no conocían a su director. “La gente nos preguntaba si seguiríamos haciendo la revista y nosotros pensábamos asombrados; ‘¿pero qué dicen?’. Era un producto sin posibilidad de continuación. La revista no tenía ningún sentido sin él”, explica Jacobo Armero. “Era lo que a mi padre le gustaba hacer. Él murió muy joven, con 58 años, y si hubiera seguido vivo habría seguido haciendo Poesía”. Lo que sí tuvo en forma de vida extra la revista, especialmente en sus números monográficos, fue continuidad como exposición. Los fondos de la investigación exhaustiva que se llevó a cabo hasta alumbrar al monográfico dedicado a Rimbaud dieron lugar a una muestra en La Casa Encendida y lo mismo pasó con el número sobre la vida del Quijote, porque una publicación nacida con expresa vocación de inactualidad nunca deja de tener valor, independientemente del momento o la efeméride de turno.
“Todos los números que he hecho han sido motivados por la curiosidad: yo quería saber más de algo y la manera de saber más era haciendo un número de la revista Poesía, con lo que he aprendido mucho, claro”, afirmaba Gonzalo Armero en la conferencia de la Fundación COAM. Sus palabras dicen mucho de la publicación, pero sobre todo dicen mucho de él, al que no le gustaba decir mucho de sí mismo. En 2017 los fondos de su revista fueron adquiridos en su totalidad por el Archivo Lafuente, un conjunto documental especializado en arte del siglo XX con sede en Santander.
Su hijo comparte un recuerdo familiar en forma de retrato: “Mi abuela decía siempre que lo único que le interesaba era leer: no quería otra cosa por su cumpleaños, por Reyes… solo libros”. Ambos –tanto Jacobo Armero como Lola Martínez de Albornoz–recuerdan una anécdota que al director de Poesía le gustaba contar. Al final, es la historia de cómo él se hizo editor. Sucedió estando en la mili, cuando alguno de los mandos preguntó si alguien sabía a hacer una revista y él levantó la mano. “En realidad, no creo que supiera mucho del tema –afirma su hijo–, pero le pusieron a hacer la revista y así es como empezó todo”: sabiendo que no sabía, pero sabiendo también que allí había un comienzo para dejar de no saber y difundir la alegría y la belleza de atreverse a saber.