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Elvira González expone los muebles de Donald Judd, que no son esculturas (aunque lo parezcan)

Por Mario Canal
Donald Judd en Whitechapel Gallery, 1970. Foto: Richard Einzig, Brechten-Einzig Ltd. Judd Art © Judd Foundation Licensed by VAGA, New York, NY. Courtesy of Whitechapel Gallery Archive

La exposición del artista estadounidense no juega con los dobles sentidos porque deja clara la diferencia entre arte y función, pero sí confunde. Y eso es lo que la hace tan interesante.

Donald Judd fue un tipo rebelde al que le gustaba llevar la contraria a todo el mundo y que contaba con suficientes herramientas intelectuales y dialécticas para hacerlo. A menudo acudía a la contradicción y a la paradoja para dar sentido a sus propuestas, lo cual se manifiesta perfectamente en la exposición que se inauguró el pasado 29 de noviembre en la Galería Elvira González, en Madrid, y que podrá visitarse hasta el 24 de enero.

Igual que Duchamp dijo que un urinario volteado podía ser una obra de arte, Judd aseguró que un mueble de tipo escultural suyo era solo un mueble. Aunque parezca lo contrario. Aunque parezca una evolución tridimensional de los grabados que cuelgan de las paredes. Aunque estando frente a ellos, uno siga entreviendo eso, una obra de arte.

La primera sala de la galería supone un golpe estético para cualquier amante del minimalismo. Piezas gráficas individuales y en series rodean varias estructuras geométricas de alzado escultural, con sus planos horizontales y verticales que crean ritmos precisos. Los vacíos se construyen entre sí como lo hacen en las instalaciones y esculturas que convirtieron a Donald Judd en el más conocido de los artistas minimalistas –término que, por cierto, siempre rechazó–. La paleta de color de estas piezas exentas es bastante contemporánea, aunque fuera decidida por el artista en los años ochenta. Berenjena para un banco de esquina, y cobre natural y gris cemento para sendas butacas.

Aquí, más allá de que los muebles llamen la atención por aquello del qué serán, lo que de verdad tiene importancia es la serie colgada de una de las paredes. Es muy raro que una obra de Judd pueda presentarse completa hoy en día. Cuando decimos presentarse, queremos decir salir al mercado. Sin Título E-100 (1978) es un set de seis grabados en el que pueden verse elementos geométricos que aparentemente no guardan relación entre sí, pero que son temas icónicos del artista.

En una sala contigua puede verse otra gran serie de 10 grabados -esta, en cambio, incompleta (1978)– que describe el proceso evolutivo aparentemente arbitrario de un paralelepípedo. Distribuidos en el espacio encontramos más muebles que tienen una gama cromática llamativa: una mesa baja de color rojo, una silla sin respaldo naranja butano, otra silla sin apoyabrazos amarilla chillona y una banqueta verde oscura.

Vista de la exposición ‘Judd | Dibujos, grabados, muebles’, galería Elvira González
Vista de la exposición ‘Judd | Dibujos, grabados, muebles’, galería Elvira González

En la sala intermedia hay dos dibujos de sendas esculturas trazados a mano por el propio Judd (1968 y 1969) con sus medidas: un fetiche que introduce algo propio, escrito de su puño y letra –como si fuera una reliquia–, y con cuya exhibición y venta el propio artista quizás no estaría de acuerdo. La decisión de Elvira González no puede ser gratuita, puesto que conoció bien a Judd, a quien ha mostrado en diversas ocasiones.

Sin embargo, el distanciamiento personal respecto a su trabajo reflejaba la crítica de Judd –que siempre fue un persona muy política– a la individualidad exacerbada del arte moderno, a la idea del artista genio. Su estética y los procesos de diseño, a menudo a partir de algoritmos y con una deliberada estética industrial, aportaban una solución deshumanizada a la cuestión del arte. Al evitar cualquier rasgo personalizado, Judd permitía que los objetos fueran universales y accesibles: los grabados que acompañan aquellos bocetos en el resto de paredes de la sala, son prueba de ello. En el centro de la misma, en lugar de mobiliario de aluminio, como en los casos anteriores, hay un escritorio y dos sillas de madera de nogal fechados en 1995. Un set que no puede ser más sencillo y, al mismo tiempo, espectacular.

Un cowboy del vacío

Según David Raskin, uno de los principales expertos en su obra, Donald Judd fue lo más parecido a un pionero de aquellos que conquistaron el salvaje oeste de los Estados Unidos. Su barba agreste y el pelo alborotado eran los de un hippie de la época. Sin embargo, su trabajo avanzó como el de un vaquero lanzado a conquistar las tierras ignotas más allá de los Apalaches, trotando hacia un territorio inexplorado en el mundo del arte por su renuncia a la tradición como pocas corrientes artísticas lo habían hecho antes: ni el cubismo, ni el arte dadá, ni el expresionismo abstracto. Solo el suprematismo que alcanzó Malevich –aunque emotivo, en su caso– pudo predecir la hazaña de Judd y del minimalismo.

Con sus esculturas de formas cúbicas que no remitían más que a sí mismas, el estadounidense abandonó la representación y la propia construcción conceptual que se había desarrollado a lo largo de la historia del arte para enfrentarlo a la nada, al vacío y su contrario. Y salió victorioso. Dio un pasó atrás para eliminar toda impronta humana en la obra de arte, atravesó la última frontera que quedaba por superar, y dejó allí desplegado, en una ciudad perdida del desierto tejano llamada Marfa, uno de los lugares de peregrinación más importantes para los amantes del arte, como veremos más adelante.

Junto a otros artistas como Carl Andre, Sol Lewitt, Dan Flavin, Agnes Martin y el padre de todos ellos, Barnett Newman, Judd consiguió un gran éxito como relevo de la generación de expresionistas abstractos que desde finales de los cuarenta habían copado el interés académico y del mercado del arte. Si por un lado la frialdad del minimal construía una novedosa forma de visibilizar el diálogo entre la obra, el espectador y el espacio, el arte pop de Warhol, Liechtenstein o Rauschenberg apuntaba hacia un análisis social camuflado de superficialidad consumista.

En estos momentos, a finales de los sesenta, a nivel artístico convivían en Nueva York el neodadá de Fluxus con el minimal y el pop, junto a la performance y la danza experimental. Pero quienes más proyección tenían eran los artistas que trabajaban con Leo Castelli. Donald Judd era uno de ellos e hizo bastante dinero. Tanto, como para comprarse en 1968 un edificio entero, el ya mítico 101 de la calle Spring Street –por 68.000 dólares de la época–.

‘Untitled’, 1968, Donald Judd. © Judd Foundation / Artists Rights Society (ARS), New York

Es cierto que el barrio del Soho era una zona industrial decadente y peligrosa al que los neoyorquinos no se acercaban. Los artistas jóvenes –gente por lo general precarizada, capaz de montar paredes o solucionar apaños de fontanería y electricidad–, ocuparon los espacios vacantes que nadie quería, abandonados entre ratas y basura. En ese magnífico edificio, que ahora es la Fundación Judd, el artista trabajó hasta que sus experimentación con el espacio le llevaron a necesitar más aire. Buscar la línea del horizonte, un infinito con el cual oponer sus cada vez más grandes esculturas, sus ritmos visuales, sus secuencias formales.

Primero fue a Baja California, la península al sur de California que pertenece a México y es uno de esos paraísos que hay en la tierra llenos de sol, playa, desierto y exuberante vegetación. Sin embargo, debido a sus pintas hippies, en la frontera le hacían la vida imposible y supuso que cruzar las aduanas con sus obras sería un continuo problema. Recordó entonces el paisaje interminable y asombroso del desierto tejano que vio siendo un joven recluta, de camino a la base militar en la que se formó. El desierto de Chihuahua.

Tras visitar la zona en 1971, en 1973 compró la primera propiedad en Marfa, otro edificio de oficinas de dos pisos. Posteriormente, adquirió todo un campamento militar que hoy en día es la Fundación Chinati. Un complejo inmenso con diferentes hangares y pabellones en el que encontramos obras de arte creadas por el propio Judd –como la serie de estructuras geométricas de hormigón que ocupan un kilómetro lineal, creada en 1985– y otros artistas a los que invitó en su momento a participar creando obras específicas, como Dan Flavin o John Camberlain. Ahora también pueden verse obras imponentes de Roni Horn, Claes Oldenburg, Carl Andre, Robert Irwin, Richard Long o Ilya Kabakov.

Este lugar, que Judd levantó de la nada con sus propias manos, fue también su hogar. En especial su apartamento en Marfa, que compartía con sus dos hijos. Y rápidamente se dio cuenta que para amueblarlo no le servían las sillas, sillones o camas que podía comprar en las tiendas de muebles de la zona. “Desde que en EEUU e Inglaterra el diseño de William Morris pasó de moda, no hay nada que ver ni nada moderno”, dejó escrito Judd, quien por su parte admiraba a Marcel Breuer, Le Corbusier y Gerrit Rietveld, de quienes tenía piezas originales.

Donald Judd, 1982. Foto: Jamie Dearing © Judd Foundation

Formas geométricas simples

Judd consideraba que la mayoría del mobiliario en su época, el estilo Mission, que era rústico y artificioso, no tenía coherencia con sus ideales estéticos. Veía más sentido en las mesas o estanterías que podía encontrar en una ferretería que en cualquier tienda de decoración al uso. En su caso, igual que sus "objetos específicos", sus muebles están diseñados con formas geométricas simples, materiales honestos y una construcción clara y directa. Rechaza cualquier adorno innecesario permitiendo que la belleza emerja de la proporción, la materialidad y el diálogo con el espacio. Igual que en sus esculturas, pero, debido a su potencial función, por ello totalmente opuestas.

Las piezas en metal que se muestran en Elvira González las comenzó a realizar con la empresa suiza Lehni en 1983 –de hecho, pueden adquirirse por encargo–, y demuestran la ética de Judd en muchos sentidos. Las diferentes tipologías las había ya programado en otros materiales con anterioridad, básicamente en madera y para uso personal, pero con el tiempo se dio cuenta que tenía sentido para él comercializar esta obra en un circuito totalmente diferente del de las galerías de arte.

También teorizó bastante sobre la práctica del diseño. De hecho, Judd fue un crítico de arte bastante ácido y escribió perlas como “el diseño italiano de autor es lo peor del mundo. Lo único que se le puede comparar es el diseño de las botellas de jabón líquido”.

Y dejó otras ideas –en el catálogo de su exposición retrospectiva de muebles que le dedicó el Boymans-Van Beuningen de Rotterdam en 1993– que puede ser interesante rescatar ahora: “Muchas veces me preguntan si los muebles son arte, ya que hace casi diez años algunos artistas hacían arte que también eran muebles. Los muebles son muebles y solo son arte en el sentido que la arquitectura, la cerámica, los textiles y muchas cosas pueden ser arte. Intentamos mantener los muebles fuera de las galerías de arte para evitar esta confusión, que está muy lejos de mi forma de pensar. Y también para evitar la consiguiente inflación del precio”.