Villas de creyentes y capillas de ateos en la costa azul
Por Pedro García Martín
Entre la belle époque y el final de la Segunda Guerra Mundial la Costa Azul pasó de ser un paraíso de millonarios a convertirse en destino de moda entre los pintores de las vanguardias. Situadas en la cornisa que lleva a través de Mónaco hasta la Riviera italiana, las villas embellecidas con jardines y piezas museísticas de distintas épocas se encontraron con nuevos vecinos como Matisse y Picasso que tomaron su relevo estético.
La marea de visitantes a la Riviera francesa e italiana había comenzado a desembarcar desde el Grand Tour hacia 1750. Desde entonces, las élites británicas, alemanas y rusas bajaban a las costas mediterráneas a pasar el invierno y eludir el frío de sus países de origen. El propio Napoleón facilitó las comunicaciones al mandar construir la carretera de la Gran Cornisa entre Marsella y Génova. El escritor Stéphen Liégerdad escribió Côte d'Azur, pensando en el color azur empleado en heráldica, aunque coloquialmente cuajó el nombre de Costa Azul.
De manera que este paraíso del ocio ya estaba inventado cuando las grandes fortunas de la belle époque llegaron en busca de placeres mundanos y exhibicionismos narcisistas. Las postales de finde siècle muestran a la flor y nata de la alta sociedad -hombres trajeados y tocados con sombrero, mujeres embutidas en modelos y joyas exclusivos- dejándose ver por el Paseo de los Ingleses y el Hotel Negresco recién inaugurado en Niza. El casino de Montecarlo también atraía a las grandes fortunas. Los aristócratas y burgueses recorrían el Boulevard de la Croisette en Cannes para ver y dejarse ver.
En este clima con el que se inició el siglo XX, las mansiones particulares que rodeaban al Hotel Regina, donde se alojaba la reina Victoria, empezaron a llenar la colina de Cimiez. Los nuevos potentados pensaron en construir sus lujosas residencias en pueblos costeros que, estando próximos a las ciudades, ofrecieran una tierra virgen a un menor precio.
Es así como el helenista Théodore Reinach, hijo de una familia de banqueros judíos, concibió el proyecto de villa Kerylos en el pueblo de Beaulieu-sur-Mer, donde fue a a vivir con su esposa Fanny y sus cuatro hijos. Reinach era un admirador de la Grecia antigua, cuya estética minoica le fascinaba y cuya música había rescatado al descifrar los Himnos homéricos. De ahí que encargase al arquitecto Emmanuel Pontremoli la construcción de una villa a la manera de un palacio heleno, es decir, no como un museo que albergase piezas originales, sino que desde las proporciones a los materiales recrease el mundo clásico. El joven Pontremolino no fue elegido al azar, ya que era también un arqueólogo que había visitado Delfos, Pérgamo y Didyma, por lo que entendió a la perfección el espíritu del mecenas y lo edificó entre 1902 y 1908.
En su ejecución fue decisiva la carta blanca que le habían dado para no escatimar en gastos. Es por eso que los mármoles polícromos, los muebles de maderas nobles, las columnas jónicas, los asientos de tiras de cuero y el jardín mediterráneo justifican los nueve millones de francos de la época que costó la obra. Eso sí, no sufrió el bolsillo del sabio Reinach, porque la villa fue un regalo de su querida consorte Fanny Kann. Esta pertenecía a la rica familia Ephrussi de Odessa merced a sus negocios con el trigo del Cáucaso y el petróleo de Crimea. Así que les fue fácil rotular en el suelo de la puerta el consejo griego: “xaíre”, “¡Alégrate! Y contagiar esa alegría a su vecino de villa, Gustave Eiffel, que era más partidario del hierro que del mármol.
La sombra -y la fortuna- del clan Ephrussi era muy alargada. Si el marido de Fanny creía como un oráculo devoto en la fe helénica, su pariente lejana Béatrice Ephrussi, baronesa de Rothschild, les imitó haciendo diseñar en 1905 una villa en Cap Ferrat. Las dos mansiones, labradas en sendos promontorios de la bahía, están a la vista una de la otra. En este caso la creencia que movió a esta mecenas fue el coleccionismo. De su primer matrimonio con el banquero Maurice Ephruss le quedó su afición por atiborrar sus mansiones grandilocuentes con objetos raros y rodearlas de una naturaleza domesticada. Entre 1907 y 1912 mandó construir al arquitecto Aarón el Mesías el complejo conocido como Villa Île-de-France. Tras la fachada renacentista del edificio reinaba el color rosa, tanto en los vestidos de la dama inspirados en la moda del Antiguo Régimen como en las columnatas, los salones y las habitaciones. Además, sus caballos tenían que ser blancos, su pajarera estaba repleta de periquitos y dormía con una mangosta de compañía ovillada en un sillón Luis XVI comprado para el animal. Ludópata impenitente, hasta ser una de las jugadoras habituales en el casino de Montecarlo, su fortuna le dio de sí para reunir en ese palacio la mayor cantidad posible de obras de arte. Aunque resulta imposible armonizar un cuadro de Carpaccio con una bóveda morisca, unos músicos de porcelana tedesca con zapatos diminutos de damas chinas, o un lienzo que perteneció a María Antonieta con el tapiz ilustrado de Coypel sobre Don Quijote.
Villa Île-de-France. Foto: Berthold Werner/Wikipedia
Medio siglo más tarde, la Costa Azul acababa de pasar por el mal trago de la Segunda Guerra Mundial, que había interrumpido el flujo de turismo de lujo y su alegría mundana. Entre los nuevos residentes se encontraron algunos de los pintores de las vanguardias.
Entre ellos estuvo Henri Matisse, un artista ya muy famoso y con ahorros suficientes como para alojarse en una habitación del Hotel Regina, desde donde pintaba odaliscas arrellanadas en el sofá y paisajes de playa con palmeras vistos desde su ventana. Mucho había llovido desde que, en 1905, junto a su colega André Derain, abjurasen del puntillismo bajo el sol mediterráneo de Colliure y protagonizasen la revolución de los colores del fauvismo.
Pero también había empeorado mucho la vida personal del pintor desde que se avecindó en Niza, puesto que en 1941 padeció un cáncer de colon que, tras sucesivas operaciones quirúrgicas, le dejó bastante limitado. Su esposa, Amelie, le abandonó a causa de sus infidelidades, y su hija, detenida por los nazis por pertenecer a la Resistencia, fue enviada al campo de concentración de Ravensbrück. El annus horribilis de su biografía.
De resultas, su secretaria personal Lydia Delectorskaya, contrató los servicios de una estudiante de enfermería, Monique Bourgeois, para que cuidase del maestro por las noches. El caso fue que entre paciente y enfermera surgió una amistad -en este caso platónica- que llevó a Matisse a retratarla. Al poco, la joven profesó como monja dominica con el nombre de sor Marie-Jacques y, cuando Matisse vio en Vence la iglesia maltrecha que utilizaba la comunidad monástica para sus oficios, decidió diseñarles la capilla del Rosario. A sus 82 años, este ateo confeso, abordó su obra maestra al considerarla “el resultado de toda mi vida”.
Interior de la Capilla del Rosario. Vence, Francia.
Interior de la Capilla del Rosario. Vence, Francia. Fotografía: Nick Khaler.
Interior de la Capilla del Rosario. Vence, Francia.
Capilla del Rosario. Vence, Francia.
El diseño corrió a cargo del arquitecto Auguste Perret que, de acuerdo con Matisse, le dio forma de L: en la pequeña parte horizontal de la letra se sentaban las hermanas y en la parte vertical el resto de los fieles. A partir del altar central con la cruz dibujó mediante un trazo negro sobre blanco la silueta de Santo Domingo, María con el Niño y escenas de los Evangelios. Mientras que en la cristalera de enfrente colocó estratégicamente vidrieras multicolores. De manera que a medida que el sol ilumina estas, el lapislázuli de los cristales rellenaba el manto de la Virgen y el dorado las figuras vacías de enfrente. Este juego crea un efecto mágico de luz que recuerda a las catedrales góticas. El artista concibió postrado en cama sus últimos diseños para la capilla que ya remataron los artesanos en vísperas de su muerte acaecida en 1954.
Por su parte, Pablo Picasso, que en 1946 se había instalado en Antibes, se burlaba de que un agnóstico pintara una capilla cristiana. Le gastaba bromas con la boca chica, pero se sentía algo envidioso de los encargos religiosos a otros colegas como Chagall. Por aquellos años, conoció en la cercana Vallauris a los artesanos ceramistas Suzanne y George Ramié, dedicándose durante un tiempo a la cerámica con motivos taurinos y a la escultura con obras como El hombre del cordero. El ayuntamiento aprovechó la estancia de un maestro mundialmente conocido en su pueblo para ofrecerle decorar una capilla románica del siglo XII que había estado abandonada desde la Revolución Francesa. Y Picasso, otro ateo satisfecho por pintar un recinto religioso, aceptó entusiasmado.
La capilla de Vallauris, dependiente de la abadía de Lérins en una isla próxima a Cannes, tiene forma abovedada a lo largo de su única nave desde la entrada. Por eso, el artista diseñó unos paneles de madera para incrustarlos en los muros del templo, lo que hizo que la obra se dilatase entre 1952 y 1959. En cuanto al relato iconográfico, Picasso se propuso como argumento “La guerra y la paz” a partir de referencias bíblicas y motivos clásicos del mundo grecolatino. De esta forma, en la cabecera representó las cuatro partes del mundo cada una de un color con los brazos alzados hacia la esfera terrestre. En una pared mostró los efectos negativos de los combates -un guerrero sobre un carro con un puñal ensangrentado, seres demoníacos saliendo de un escudo, etc,-, en lo que viene a ser un una especie de Guernica en miniatura. Y en la pared de enfrente los beneficios de la paz, donde lucen las maternidades, las arcadias felices, juegan los niños y se practica la lectura y la escritura en armonía. Esta temática supone una vuelta temporal al clasicismo y, dado que por entonces las pinturas rupestres estaban de moda, el maestro hizo guiños a las mismas pintando manos como las que se estaban encontrando en las cuevas paleolíticas. El maestro volvió sobre sus pasos para decorar lo que él mismo definió como “un templo de la paz”.
Desde las villas de los Médicis en la campiña de Florencia durante el Renacimiento, donde combinaban la filosofía neoplatónica con la alegría de vivir en plena naturaleza, el buen burgués de la Europa moderna distinguía tres espacios: la ciudad era para el negocio (“nec otium”), el campo para el trabajo y las villas para “el ocio con dignidad”. Los millonarios primero y los pintores después que recalaron en la Costa Azul a comienzos del siglo XX en busca de placeres y paisajes, hallaron su lugar en el mundo en estos pueblos pintorescos.
De esta forma, las creaciones artísticas de la región marítima evolucionaron desde las mansiones de unos mecenas rendidos a la belleza hasta los templos cristianos decorados por creadores a la mayor gloria del dinero y de la rivalidad personal. La Costa Azul, además de los hoteles de lujo y los casinos de ruina, es también sede de villas de creyentes y capillas de ateos.