Arte esquizoide: desde el centro de la telaraña
Por Pilar Gómez RodríguezLa bienal de arte contemporáneo ONCE, en marcha hasta el próximo año en CentroCentro, presenta un nutrido apartado de obras procedentes de artistas marginales con diagnósticos de esquizofrenia o autismo, entre otras patologías.
“Para conocer la obra de uno de estos artistas del otro lado es necesario dejar que te tomen la mano y te lleven al centro de su telaraña”, escribe Raúl Quinto, reciente Premio Nacional de Narrativa (por Martinete del Rey Sombra), en su obra anterior, La canción de NOF4. Es un libro dedicado a Fernando Oreste Nannetti, un artista con diagnóstico de esquizofrenia que pasó la mitad de su vida en el manicomio de Volterra (Italia) escribiendo, rasgando, tallando un muro de piedra con la hebilla de su chaleco. El libro también es un paseo por los orígenes de ese arte del enclaustramiento físico e interior al que Jean Dubuffet le dio nombre a mediados del siglo pasado: art brut.
Ahora, y hasta enero del próximo año, la IX Bienal de Arte Contemporáneo de la Fundación ONCE –en CentroCentro (Madrid)– incluye un generoso apartado dedicado a los artistas del brut; a los clásicos, donde entran nombres como Adolf Wölfli, Aloïse Corbaz o Henry Darger; y a los actuales, donde aparecen Misleidys Castillo Pedroso, Ramón Losa, Dan Miller o Jorge Alberto Hernández Cadi, “El Buzo”.
Las obras de aquellos y de estos se integran en esos Caminos de resiliencia de los que habla el título de la bienal. El subtítulo, la aludida transformación de la salud mental a través del arte contemporáneo, también la han transitado estos artistas: y la llevan en la carne.
Dubuffet y el nacimiento del brut
Eran tiempos de hacer tabula rasa… y no era una forma de hablar. Europa estaba arrasada después de la Segunda Guerra Mundial. Había que comenzar de cero, mirar y buscar donde nunca se había mirado ni buscado, considerar lo que nunca se había considerado. Ese era el contexto en el que Dubuffet comenzó a viajar, a interesarse por el arte primitivo, por lo popular, el arte naif, el de la infancia y por todo aquel que alumbraran seres al margen de la sociedad canónica, personas que sin formación artística sí tenían ímpetu y sensibilidad artística.
En medio de todo ello llegaron noticias de las investigaciones y actividades del psiquiatra alemán Hans Prinzhorn, que en 1922 había publicado la obra titulada Expresiones de la locura, con casos de personas donde confluían confinamiento e irreprimible afán creativo. Prinzhorn había comenzado a reunir obra de pacientes hasta crear un Museo de Arte Patológico en Heidelberg y lo mismo había hecho su colega Walter Morgenthaler, en su clínica de Waldau, cerca de Berna.
Dubuffet usa el término en una carta en el año 1945 y poco a poco va perfilándolo, depurándolo, haciéndolo coincidir con sus intereses y su colección... En 1949 escribe con motivo de la primera exposición colectiva de piezas brut en la Galerie Drouin: “Por tales entendemos las obras ejecutadas por personas sin cultura artística, en las que el mimetismo, contrariamente a lo que ocurre con los intelectuales, tiene poco o ningún papel, de modo que sus autores lo sacan todo (temas, elección de los materiales utilizados, medios de transposición, ritmos, formas de escribir, etcétera) de su propio fondo y no de los clichés del arte clásico o del arte de moda. Asistimos a una operación artística pura y bruta, reinventada en todas sus fases por su creador, basándose únicamente en sus propios impulsos. Arte, pues, en el que se manifiesta la única función de la invención, y no las del camaleón o el mono, que son constantes en el arte culto”.
En textos posteriores fue modelando o extendiendo el concepto. No es lo único que se le debe al pintor francés. En 1971, Dubuffet donó su colección, compuesta por 5.000 piezas, así como sus archivos sobre art brut a la ciudad de Lausana. La Collection de l'Art Brut se abrió al público el 26 de febrero de 1976.
La invención de Adolf Wölfli
Breton calificó su obra como “una de las tres o cuatro obras mayores del siglo XX” y él hubiera estado de acuerdo porque con Adolf Wölfli (Suiza, 1864-1930) todo es desmesura: 25.000 páginas dedicó a explicarse a sí mismo. Tenía trabajo: había que refundar el mundo, reinventarse y había comenzado tarde, superada la treintena, cuando, a instancias de sus médicos, Wölfli compuso la primera historia de su vida en 1895, poco después de su ingreso en el sanatorio de Waldau.
Había llegado allí después de una infancia traumática, condenas por intentos de violación y episodios de psicosis y alucinaciones. Primero empezó a escribir y luego a pintar sus obras de elementos yuxtapuestos, mezclando varias técnicas y encerrándolo todo en marcos ficticios llenos de figuras geométricas, signos tribales y notas de una música cuyo registro solo él podía percibir. Algunas de sus obras llevan la palabra “compositor” y existen fotos del propio Wölfli con una trompeta de cartón, con la que interpretaba sus piezas. La iconografía musical está presente en las dos obras, dos collages, que se pueden ver en la bienal ONCE, cuyo corazón ocupa imágenes idílicas: coches de época sobre un fondo de montañas, plácidas escenas familiares, buena comida…
Quizá plasmara en sus obras todo aquello que no pudo tener, pero que inventaba tanto en sus cuadros como en su colosal historia de sí mismo. En esta no solo transformaba sus miserables primeros años en una infancia gloriosa, sino que en sus Cuadernos geográficos y algebraicos describe la llegada del futuro de un tal San Adolfo Gigante Creación… que por supuesto es él mismo. Wölfli protagonizó el ensayo del doctor Walter Morgenthaler en 1921 titulado Ein Geisteskranker als Künstler (Un paciente mental como artista) que encontró predicamento y repercusión en la época: entre sus lectores más entusiastas se encontraban Rainer Maria Rilke y Lou Andreas-Salomé.
Artistas por la gracia de otro
¿Hubiéramos sabido de Adolf Wölfli sin la intervención decisiva de Morgenthaler? No. Y tampoco de Henry Darger, cuya obra fue descubierta por sus caseros. Ambos son artistas por la gracia de un otro (o de unos otros), que descubrieron o supieron ver arte en aquellas producciones que, sin ese golpe de azar o del destino, sin esa autoridad, más posibilidades tenían de acabar en un contenedor de basura que en un museo.
Pero las semejanzas de Henry Darger con Wölfli no acaban ahí. Lo que descubrieron Kiyoko y Nathan Lerner en la habitación del primero fue una autobiografía de más de dos mil páginas y una obra de ficción de quince mil, con fabulosas ilustraciones, que componen el grueso de su producción artística. Su título, In the Realms of the Unreal, contaba la historia de las Vivian Girls, princesas de una nación cristiana —perseguidas por los soldados Glandelianos— que luchaban por todos los niños esclavizados. Las escenas de torturas son perturbadoras: criaturas mutiladas, crucificadas, evisceradas… La obra de Darger se inspiró en los relatos de la Guerra Civil estadounidense y otros grandes textos de batallas y aventuras, pero sazonada con elementos de la vida del autor, como la importancia de la religión o la ausencia o desconocimiento del sexo. A esto se cree que puede deberse que las niñas tengan genitales masculinos, como se ve en una de las obras de Darger presentes en la bienal.
Aloïse Corbaz cierra la triada de clásicos de la misma. Nacida en Lausana, con diagnóstico de esquizofrenia y con más de cuatro décadas de enclaustramiento, Corbaz dibujaba primero en secreto, utilizando todo tipo de materiales que encontraba en la basura, algo que muchos artistas del brut acabaron convirtiendo, por decisión o por necesidad, en una característica de la corriente. Las puntadas están muy presentes en sus obras, resaltando algunos elementos o uniendo las hojas hasta crear dibujos de gran tamaño, que guardaba en rollos. Aloïse Corbaz trabajó por ambas caras, ocupando todo el espacio disponible. El mundo que creó está poblado de figuras humanas, animales, flores y frutas… Algunos de sus temas imitan gestos y poses inspirados en revistas ilustradas o adoptan atributos y posturas tomadas de actores del teatro ritual o la ópera. En otras ocasiones, como se indica en el catálogo de la muestra, “la propia estructura del papel parecía dictar los temas: un trozo de embalaje procedente de una carnicería lo llevaba a representar la figura de Hitler”.
Las alucinaciones hechas arte
Seres vaciados de sus ojos, con las cuencas blancas. Fotos de personas incrustadas a base de puntadas en entornos a los que no pertenecen, donde no pintan nada. Figuras humanas, cuya cabeza se ha girado completamente. Cruces, muchas cruces clavadas como estacas encima de los cuerpos… Todo dentro y fuera de maletas, esos contenedores efímeros de nuestra existencia.
Las maletas son el soporte preferido del cubano Jorge Alberto Hernández Cadi, también con diagnóstico de esquizofrenia, a quien se le conoce como “El Buzo” por la costumbre –hecha arte– de buscar materiales para sus obras entre los objetos abandonados de la ciudad. Los interviene, de modo que las imágenes de conmovedoras escenas familiares o de reuniones de importantes dirigentes se transforman en otras grotescas, satánicas. Las acompaña de palabras recortadas y vueltas a juntar para encontrar significados nuevos, expresivos e inquietantes: Seguir el peligro, agua que no has de beber, cita con el sabotaje mundial, cuando lo grande es pequeño, el reto de seguir rodando, alucinaciones hechas arte… Las palabras transforman al artista en médium, traductor de las pulsiones invisibles u ocultas que desenmascaran la realidad de un mundo lleno de cinismo. ¿Seguimos o paramos?, se lee en el lateral de una desvencijada tabla de planchar donde se inserta un par de inquietantes muñecas mutiladas.
Puntadas que atraviesan el papel para fijar distintas figuras, cinta adhesiva para inmovilizarlas. Que no escapen. Que algo sea seguro. ¿Es una característica de este arte o de estos artistas la necesidad de afianzar sus creaciones con materiales adicionales? Quien usa la cinta es Misleidys Castillo Pedroso. Nacida en 1985, no lejos de La Habana, tiene una grave discapacidad auditiva y autismo. Su mundo de relaciones es su madre… y el arte. Un día, Misleidys empezó a pintar coloristas siluetas de culturistas con rasgos faciales marcados y músculos protuberantes. Las recortaba y las pegaba en las paredes de su dormitorio con trozos de cinta adhesiva marrón y, con el tiempo, se expandieron a las demás habitaciones de la casa.
La obra de Castillo fue descubierta hace una década por la galería Christian Berts –la de referencia para esta corriente– y en la actualidad es una de las más cotizadas del art brut: ha formado parte de exposiciones internacionales, ha recibido críticas recientes en The New York Times y Art in America y un número importante de sus piezas fue donado a la colección del Centro Pompidou en 2021.
¿Qué significan esas figuras? ¿Cómo interpretar su creación? La imposibilidad de hablar o expresar sus ideas hace que sus pinturas, de fuerte presencia visual, sean crípticas, un enigma aún mayor que el habitual en este tipo de obras. Por ese lado la vinculación con el brut es férrea, pero por otro –no solo en este caso en particular, sino de forma general– el éxito comercial de estos creadores plantea situaciones paradójicas.
Lo apunta Juan García Sandoval, director del Museo de Bellas Artes de Murcia, en el catálogo que acompaña a la bienal. Este tipo de arte, al que también se le conoce como arte marginal, porque lo es, porque tiene su origen al margen de las corrientes predominantes del arte occidental contemporáneo, está cada vez “más presentes en las instituciones culturales como centros de arte y museos, así como en galerías, colecciones privadas y ferias, en Europa y Estados Unidos, donde se trabaja […] de forma específica y surgen entidades dedicadas a producciones artísticas de esta naturaleza. Esta situación, sin embargo, genera paradojas. Así, algunos artistas (unos pocos) empiezan a estar dentro del sistema del arte, que refleja la lógica de la economía de mercado, es decir, son actores necesarios del sistema del arte; no obstante, si bien en la reorganización de los discursos, empiezan a tener cabida estas voces (antes omitidas e invisibles) dentro de exposiciones, presentaciones, escritos y publicaciones, estas no se hallan exentas de resistencias, ya que el campo del arte sigue siendo en gran parte un sistema elitista, donde no todos los creadores/as tienen acceso y/o cabida”.
Eso por un lado, pero por otro, quizá más profundo, esa inserción en los canales habituales del arte, ¿afecta a la esencia del brut? ¿Hasta incluso dejar de serlo? ¿Un artista del brut puede hacer arte que no lo sea? ¿Es pues el brut una elección o un destino irrefrenable, irremediable? El hecho de que la obra de la mayoría de estos artistas sea abrumadora, torrencial, parece inclinar la balanza hacia lo segundo.
Ramón Losa: un cerebro desquiciado se expresa con las manos
“Al dejar Bellas Artes, le dije a mi padre que me comprometía a pintar doce horas diarias y lo cumplí ampliamente hasta los 46 años, que fue cuando ingresé en una institución psiquiátrica. Estuve un mes allí y dejé de pintar una temporada. Estuve dos años sin pintar”. Al habla, Ramón Losa, un creador fascinante y exuberante a partes iguales, que así hablaba en la entrevista para la revista Encuentro, una publicación de la Confederación Salud Mental España.
Habitual también de las bienales de Arte Contemporáneo de Fundación ONCE, Losa nació en Albacete en 1959 y llegó a empezar la carrera de Bellas Artes, pero tuvo que dejarla a medias por causa de su enfermedad mental. Cuadernos, collages… En sus obras, el arte toma la palabra. A menudo sus trabajos van siempre acompañados de textos. La profundidad de los mismos y su figura carismática atrajo al profesor y ensayista Ángel Cagigas, que en 2014 le dedicó el documental Losa Game. Retrato de un artista outsider, donde afirma el protagonista: “En el campo del arte yo creo que el loco tiene mucho que decir porque es como un animal ante un cuadro, con la peculiaridad de que tiene manos, cerebro… Un cerebro humano que, aunque esté desquiciado, se puede expresar con las manos”.
Junto a los collages de Losa, las obras de elementos superpuestos de Dan Miller, los trazos naif de Echo McCallister y las figuras amontonadas ocupándolo todo de Donald Mitchell, que coinciden en el horror vacui con los paisajes urbanos de Sebastián Ferreira, cierran la nómina dedicada al brut en esta bienal.
Su curadora, Mercè Luz Arqué, ha decidido disponer estas obras sin solución de continuidad con las otras, que encajan en los demás apartados dedicados al suicidio, la soledad no deseada o la epidemia de covid. No hay separaciones, no hay distinciones en las salas y es un acierto porque así se generan resonancias tan sugerentes y, lo más importante, desprejuiciadas, con clásicos como Andy Warhol, Cindy Sherman, Basquiat, Louise Bourgeois, Dalí o Edward Hopper y también con los estupendos trabajos de Noé Sendas, Jai Rius, Alejandra Caballero o Alberto Ros. Nadie lleva cuando camina por la calle su etiqueta, su diagnóstico en la frente, ¿verdad? Pues en el museo, en el arte, tampoco.