Con motivo del 75 aniversario del fallecimiento del artista belga, la exposición ‘James Ensor: la belleza inefable’ invita a sus visitantes a descubrir la conexión que une al célebre artista vanguardista con tres de nuestros grandes maestros: Goya, Regoyos y Solana.
En una carta dirigida al pintor Darío de Regoyos (1957-1913), James Ensor (1860-1949) le confesaba la fuerte sacudida que había sentido al toparse con las obras de Francisco de Goya (1746-1828) en el Museo de Bellas Artes de Lille: “Ante estas pinturas españolas se me agitó la sangre en las venas”. Esta misiva enviada en 1884, certifica el inicio de la fascinación del pintor belga por el aragonés, que no por España. La exposición James Ensor: la belleza inefable, que puede visitarse en el Museo Casa Botines Gaudí (León) hasta el 19 de enero, evidencia el idilio del pintor por nuestro país a través de 60 obras firmadas por él mismo y otras 20 que pertenecen a tres artistas españoles con los dialogó de una forma más o menos metafórica: Goya, Regoyos y Solana.
Ensor y Regoyos se habían conocido unos años antes en la Académie Royale de Bruselas. Su amistad se fue afianzando con el paso de los años gracias a que ambos formaban parte de L’Essor (El vuelo), un grupo artístico que combatía el academicismo y con el que los dos llegaron a tener tales diferencias que acabaron por fundar el suyo propio: Les XX. Su pretensión era “la aceptación del arte libre en Bélgica”.
Su estimulante amistad se reflejó en el influjo que tuvo cada uno en la obra del otro como puede apreciarse en El dique de Ostende (1884), una de las obras expuestas en la muestra comisariada por Juan San Nicolás Santamaría y Carlos Varela Fernández. El español pintó esta marina durante su visita al taller que Ensor tenía en la ciudad que da nombre al cuadro. “Según se ha podido comprobar es muy próxima a las marinas que Ensor llevó a cabo por esos años, pero con las características propias de Regoyos”, apuntan los comisarios.
Siguiendo con los paralelismos, la espiritualidad no tardó en llamar a la puerta de ambos, como puede apreciarse en las referencias a los temas religiosos y existenciales que podemos encontrar en grabados como En la misa (1885), de Regoyos, o Los cataclismos (1888), de Ensor. Era tal su sintonía, “que el belga retrató hasta en tres ocasiones al asturiano, quien, a su vez, retrató a su hermana Mitchell y llegó a regalarle un cuadro, que Ensor conservó hasta su muerte, y que puede verse en esta sala”.
Pero, como decíamos, hubo otro español que, aún sin haber tenido la oportunidad de conocerle personalmente, cautivó por completo a Ensor. El belga se refería a Goya como a un artista “valiente y temerario” por haber dominado el arte del grabado. “La influencia de la obra de Goya, especialmente de sus Caprichos, sus Disparates y sus Proverbios, fue fundamental para James Ensor, que pudo haberla conocido a través de Odilon Redon”. El belga encontró en el aragonés la iconografía necesaria para dar forma a sus tribulaciones: seres alados, enmascarados, grotescos, esqueletos que danzan con la sátira y el drama… Y que en la exposición podemos encontrar en obras como No hubo remedio (1797-1799) o Y aun no se van! (1797-1799), ambas de Goya.
“Pronunciadamente goyescas”, apuntan los comisarios, “son las masas humanas tan del gusto de Ensor, que Goya representó magistralmente y por primera vez de manera moderna”. En La catedral (1896), una de las obras más célebres del belga, observamos una muchedumbre entre la que no es posible identificar rostro alguno que agolpa en torno a la seo. Su fiereza y su oscuridad bien podrían haber salido de una plancha de Goya.
Con José Gutiérrez Solana (1886-1945), la cosa fue al revés. Fue él el que quedó prendado del trabajo del belga. Aunque nunca llegaron a conocerse, el madrileño trabajó “en una línea muy parecida a la de James Ensor, y bajo la clara influencia de su obra. Solana pudo conocer la obra de Ensor a través de los catálogos y noticias que Regoyos trajo a España, y con quien Solana coincidió en dos exposiciones en Madrid, entre 1904 y 1905, y a quien admiró profundamente”. Las paletas cambiaban, pero la estética, el halo fantasioso y el poso de hastío -hasta la composición- coinciden en muchos casos. Ejemplo de ello son Cabezas y caretas (1934), de Solana, y Baptême des masques (1891), de Ensor.
A los cuatro les une un hilo invisible forjado por la búsqueda de un lenguaje propio que se inspira en el idioma del otro para retratar una sociedad que les resultaba difícil de digerir.