Desde finales de 2018, la cabeza de una joven niña que responde al nombre de Julia habita la madrileña plaza de Colón. Con los ojos cerrados, sumida en un gesto reflexivo, su figura colosal aporta un soplo de aire fresco, un remanso de paz que contrasta radicalmente con lo que ocurre a su alrededor: el ruido y las prisas típicas del centro de la gran ciudad. Desde entonces - y pese a que siempre se supo que su paso por la capital es temporal - la obra del catalán Jaume Plensa se ha convertido en una de las esculturas más queridas por todos los madrileños.
Pero el motivo por el que Julia llegó a ocupar su pedestal, el mismo que presumiblemente dejará vacío a finales de este mismo año, no tiene nada de azaroso. Su llegada fue fruto del programa de mecenazgo de la Fundación María Cristina Masaveu que, además de incentivar y difundir nuestra cultura, conserva una de las colecciones privadas de arte español más importantes y desconocidas de nuestro país. Una colección que empezó a fraguarse en 1930, a través de la adquisición de obras de los grandes maestros de la pintura antigua y que, tras cinco generaciones de una familia comprometida con el arte y el coleccionismo, se ha hecho con un robusto y significativo fondo de artistas nacionales. Más de 1.500 piezas que recorren la creatividad de nuestros artistas hasta llegar a la actualidad y que han permanecido más o menos ocultas al gran público, al menos hasta el momento.
Ahora, y hasta el 20 de julio de 2025, podremos acercarnos de forma completamente gratuita a un centenar de ellas, gracias a la recién inaugurada exposición Colección Masaveu. Arte español del siglo XX. De Picasso a Barceló. A través de sus catorce secciones, la muestra dibuja una panorámica inédita de la pintura y escultura española del siglo pasado, un periodo de transformación y creación donde las fronteras del arte se expandieron hasta rebasar sus límites. Toma así el testigo de las exposiciones previamente celebradas desde la apertura del centro de la Fundación en Madrid, en 2019, que ha explorado el arte español en la colección de los siglos XVII al XIX.
Pero más allá de guiarnos en el descubrimiento de nuestra propia historia, el discurso desafía algunas de las concepciones básicas de la historia del arte, como el criterio estrictamente cronológico. La premisa bajo la que se enfoca la muestra, tal y como señala su comisaria, María Dolores Jiménez-Blanco, es visibilizar los artistas y movimientos que convivieron en un mismo periodo aunque la historia tienda a mostrarlos como sucesivos. “Hemos seguido lo que nos dicen las propias obras. En algunos casos hemos plantado al orden que nos dice la historia del arte para demostrar que es convencional, que realmente las piezas tienen su propio orden”, apunta.
María Blanchard, Juan Genovés, Soledad Sevilla…
La exposición toma como punto de partida las vanguardias de principios de siglo, a través de una sala que retoma las obras de artistas emblemáticos pero que curiosamente estuvieron ausentes de las colecciones públicas y privadas durante buena parte del siglo XX. En Le violon, Juan Gris explora la estrecha relación del cubismo con la música a través de un lienzo que tiene su propia historia: una dedicatoria de su puño y letra sirvió como agradecimiento para la persona que lo hospedaba en Colliure, en el contexto de incertidumbre de la Primera Guerra Mundial. Frente a él, tres lienzos de María Blanchard, figura que ha cobrado una relevancia clave para el movimiento y que, según Jiménez-Blanco, supuso el punto de partida de la Colección Masaveu en su interés por el arte contemporáneo. "Una colección es siempre un autorretrato que habla de determinados gustos, de determinadas tendencias y vivencias que son las que, en un momento dado, al coleccionista le interesa", señala la historiadora del arte.
En la siguiente sala, mucho más amplia, dos lienzos dialogan sobre los cambios sociales que ocurrieron en el país: a un lado el idealismo de Joaquín Sorolla, a través de Mi mujer y mis hijas en el jardín, y al otro el cruento realismo de José Gutiérrez Solana, encarnado a través del retrato de un prostíbulo en Las chicas de la Claudia. Entre ellos podremos disfrutar de algunos de los primeros paisajes de Salvador Dalí en su estimado Cadaqués, de la visión de la mujer como femme fatale de Hermen Anglada-Camarasa y de algunas esculturas de Pablo Gargallo, entre otros.
Nuestros siguientes pasos nos llevan hasta la llamada Escuela de París, etiqueta que incluyó un grupo multidisciplinar de artistas cuyas ideas y convicciones no se vieron opacadas por la Guerra Civil y que decidieron viajar hasta la capital francesa, en busca de oportunidades. Aunque la sala está repleta de obras imponentes, muchas de ellas de gran formato, la comisaria destaca, curiosamente, una obra de dimensiones reducidas firmada, eso sí, por Joan Miró. Se trata de Paysan catalan au repos, un óleo pintado sobre lámina de cobre, en el que el artista catalán trata un tema de profunda carga política muy cercano al de El segador, el enorme mural que pintó para la Exposición Universal de París de 1937 que desapareció sin dejar rastro.
No cabe duda de que, muchas veces, menos es más. Eso explica que una de las grandes apuestas de la exposición pase por dedicar una de sus salas a una sola obra. Se trata del, expuesto en escasas ocasiones, Assumpta Corpuscularia Lapislazulina, un lienzo de gran formato en el que un Dalí, que ya ha superado el surrealismo, mezcla tres de sus grandes intereses (o, según se mire, obsesiones): las imágenes religiosas, las lecturas científicas y de lo nuclear y, por supuesto, su musa y compañera, su querida Gala. La técnica depurada de esta obra, que contrasta con la visión onírica que ofrece, le sirve a la comisaría como nexo para el siguiente espacio, dedicado al realismo, y que cuenta con obras tan emblemáticas como El membrillero de Antonio López. Pero no uno cualquiera, efectivamente se trata del mismo cuadro que protagonizó la película de Víctor Erice.
Del realismo saltamos a la materia, perfectamente representadas por nombres como el de Antoni Tàpies o Antonio Saura, este último, a través de dos obras que denotan su de sobra conocido interés por las pinturas negras de Goya. Ambas sirven como introducción del Informalismo, encarnado por el Grupo El Paso, que fundado en 1957 oficializó la modernización del arte español, a través de las formas abstractas. Entre las obras de artistas como Manolo Millares o Rafael Canogar, Jiménez-Blanco nos destaca una pintura de Juana Francés, miembro por derecho del movimiento pero que a menudo pasa más desapercibida. La teula roja representa muy bien su idea de explosión matérica.
Además, la exposición también permite profundizar en otras prácticas plásticas, como la abstracción geométrica, a través de la obra de Eusebio Sempere o de Soledad Sevilla, o el arte pop, aunque esta vez con tintes políticos muy bien encarnados por la obra de Juan Genovés. Y como si de una exposición inmersiva se tratase, llegamos a una sección dedicada únicamente a la obra de Miquel Barceló, una muestra de la apuesta personal que Pedro Masaveu Peterson tuvo para impulsar la obra del artista mallorquín desde sus inicios.
Al llegar a los últimos años del siglo XX, los límites de la creación artística parecen desdibujarse hasta llegar al arte conceptual. Es el momento de disfrutar de las obras de Cristina Iglesias o de Jaume Plensa, el mismo artista que nos regaló la efigie de esa niña que es un remanso de paz a escasos metros de la exposición. El broche final lo pone la escultura Sin título de Juan Muñoz que, a efectos literales, baja la persiana de una exposición que promete no dejar a nadie indiferente.