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Una pose arriesgada, una sonrisa y un pleito: la historia detrás del retrato de la condesa de Vilches

Por Romina Vallés

‘Retrato de Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches’, de Federico de Madrazo (1853)

La insignia del Romanticismo artístico español, el retrato de la condesa de Vilches de Federico de Madrazo, esconde la historia de la aristócrata catalana más popular de la época isabelina. Entre el 4 de noviembre y el 1 de diciembre de este año, el retrato que hoy se puede ver en el Museo del Prado, irá a parar al San Telmo Museoa de San Sebastián.

Al llegar a la sala 061 del Museo del Prado, dedicada a las colecciones del siglo XIX, se escucha un rumor. Los visitantes, como gotas de mercurio, se juntan por unanimidad frente a uno de los cuadros. Al terminar la visita, ya en la tienda del museo, esa misma pintura será una de las triunfadoras de las ventas de ‘merchandising’ del día, bien plasmada en un abanico, bien en un espejo.

En el cuadro, una mujer sentada en una butaca, vestida de intenso azul, mira, pícara, al espectador. Una de sus mejillas arreboladas reposa sobre su mano derecha, mientras que con la izquierda sostiene un abanico de pluma como si fuera a escribir con este (el detalle no es gratuito). El magnetismo del Retrato de Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches, de Federico de Madrazo, proviene, desde lejos, de ese vestido de raso que parece salirse del marco.

De cerca, lo rotundamente hipnótico está en otra parte. “El rostro de Amalia parece que sonríe ligeramente; más con la mirada que con los labios, lo cual no es frecuente entre los retratos de su tiempo”, explica a El Grito Carlos González Navarro, conservador de la pinacoteca. Los ojos de Amalia miran de frente, sin tapujos; seducen al espectador y le piden que se quede allí un rato preguntándose quién fue esa mujer y a qué se debía esa complicidad que, sin duda, tuvo con su pintor. Vayamos por partes.

Madrazo se inspiró en los retratos de Jean-Auguste-Dominique, como este de la condesa de Haussonville (1845)
 El mismo año que Ingres pinta a a la princesa Albert de Broglie, Madrazo inmortalizó a Amalia.

Madrazo retrata a la condesa con un atuendo muy a la moda de 1853, año en que pintó el cuadro. En contraste con el azul del vestido destaca el color rosado, casi blanco, de la carne, gracias a un escote amplio y bajo que deja ver los hombros de la condesa. “El cuidado que el artista puso en los detalles de ambientación y la posición cómoda de la modelo transmiten bien la idea de confort y de bienestar propia de la burguesía decimonónica”, añade González. Hasta ahí, todo canónico para un retrato de la época.

Pero en cuanto a la pose, aunque recuerde a la de los retratos femeninos de su amigo Jean-Auguste-Dominique Ingres, sucede algo rompedor: si en los del francés las mujeres suelen utilizar el índice para apoyar el rostro, aquí Amalia roza su mejilla con los dedos anular y meñique, un recurso que usa Madrazo para acentuar el poder seductor de su modelo. En la Exposición Universal de París de 1855, el periodista Gustave Planche publicó un artículo en el que juzgaba que la modelo había posado mal sentada, de modo que su pierna derecha quedaba amorfa, que no se distinguía bien su cuerpo. Por esas palabras, Madrazo llevó al crítico a un juicio por difamación y este tuvo que pagar 500 francos de multa. Sin embargo, las valoraciones positivas superaron a las negativas y hasta Théophile Gautier tuvo palabras de aprecio para el retrato.

El ‘retrato de de Gertrudis Gómez de Avellaneda’ que pintó Madrazo en 1857
’Retrato de Isabel II’ de Federico de Madrazo (1848)

Las cartas entre el pintor y la modelo

Amalia de Llano nació en Barcelona el 29 de abril de 1821, en una familia perteneciente a la llamada ‘burguesía de negocios’. En 1839 se casó con Gonzalo José de Vilches, 13 años mayor que ella y se instalaron en la madrileña calle de Atocha. En paralelo a su ejercicio político como diputado por Toledo y a varios y rentables negocios, los Vilches fueron labrando su ascenso social. “En la sociedad isabelina, la posesión de un título nobiliario daba un alto prestigio y, en 1848, Amalia se convirtió en aristócrata al otorgar Isabel II a su esposo el título de I conde de Vilches”, narra Mariángeles Pérez-Martín, Doctora en Historia del Arte y profesora de la Universidad de Valencia.

Con don de gentes, buena conversadora y aficionada al teatro, organizó en su casa representaciones de obras, a veces traducidas por ella misma del francés. Su palacete de Atocha fue, además, lugar de encuentro para los monárquicos: entre las amistades íntimas de Amalia estaba la borbónica reina Isabel II y no dudó en apoyar la Restauración. La condesa enseguida se convirtió en una de las protagonistas de la vida social madrileña y en habitual de las ‘crónicas de salones’ de diarios y revistas.

¿Recuerda el lector/a el abanico que sostiene la condesa en su retrato? Fue también aficionada a escribir y publicó dos novelas, Ledia, y Berta, que reflejan el pensamiento de las mujeres de su época, “sin excluir polémicas que preocupaban a la sociedad española, debates como el matrimonio concertado o incluso el adulterio, que tantas líneas ocupó en la literatura romántica tras la estela de Madame Bovary o La regenta”, cuenta Pérez-Martín.

Cuando Amalia tenía 32 años, en el máximo apogeo de su éxito social, Federico de Madrazo la inmortaliza en el que será el retrato cumbre del Romanticismo español. La retratada forma parte del círculo de amigos del pintor, que acude periódicamente a las reuniones socioculturales en casa de la Vilches. Por la amistad que los une, Federico cobra por esta pintura cuatro mil reales, la mitad de lo que solía por un cuadro de ese formato. “Es posible que Amalia fuera la cómplice perfecta para esa ruptura de estilo que Federico pretendió hacer con este retrato”, dice el conservador del siglo XIX del Museo del Prado.

Pregunta obligada: ¿se podría llegar a pensar que esa complicidad venía de una relación más allá de la amistad entre pintor y modelo, por cómo ella lo mira, por la forma en que él la inmortaliza? “El Prado conserva la correspondencia que se intercambiaron, donde aparecen como dos amigos que se tratan con todo respeto, pero no hay rastro de que Federico o ella interpretaran la amistad en un sentido romántico. Por otro lado, él acababa de enviudar cuando pintó el retrato; tardó muchos años en recomponer su vida personal”, prosigue González.

El otro retrato que se conserva de la condesa de Vilches, por Rosario Weiss (1839)

“Además, Madrazo mejora siempre a sus modelos, ya sean hombres o mujeres, sus retratos son la versión más bella de cada personaje”, añade. “Y aunque la sonrisa de Amalia, en la época, podía entenderse con cierta procacidad según los ojos que la contemplaran, la condesa descubre la misma superficie de piel que otras mujeres de su tiempo, de acuerdo a las normas sociales vigentes”.

La condesa y su esposo tuvieron dos hijos. Cuando ella murió, con 48 años, el presidente Antonio Cánovas del Castillo escribió su necrológica. Entre el 4 de noviembre y el 1 de diciembre de este año, el retrato de Amalia podrá verse en el San Telmo Museoa de San Sebastián.

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