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Edgar P. Jacobs, el artista que vivió a la sombra de Hergé y participó más de lo que crees en los cómics que tienes de Tintín

Por Alberto G. Luna

Edgar P. Jacobs

Fue, por supuesto, el autor de Blake y Mortimer, pero también trabajó en Las aventuras de Tintín más de lo que Hergé quiso reconocer. O así lo desvela al menos una biografía suya firmada recientemente por François Rivière y Philippe Wurm. Este 30 de marzo se cumplen 120 años de su nacimiento. Este artículo es un reconocimiento a su trabajo.

En la primavera de 1941 Georges Remi —Hergé— y Jacques Van Melkebeke se hallaban en las Galerías Reales Saint Hubert con motivo de la presentación de su obra de teatro Tintín en la India (o El misterio del diamante azul). Melkebeke, periodista, escritor y pintor, le sacó fuera y comentó que tenía que conocer a un amigo suyo con el que había quedado. Un tipo que desempeñaba un trabajo anodino en el sector de la publicidad y soñaba con ser cantante de ópera, pero que sin embargo tenía un gran talento para la ilustración. Por aquel entonces Bélgica estaba ocupada por los nazis y Hergé ya era de sobra famoso. Pero le tocó esperar. Esperó y esperó lo inesperado por la sencilla razón de que su amigo nunca daba puntada sin hilo y era una fuente inagotable de inspiración. Hasta que, por fin, apareció Edgar P. Jacobs.

En aquella conversación, Hergé se mostró muy interesado en conocer la técnica del color al agua de Jacobs, así que le invitó a pasar un día por su estudio situado en Watermael-Boitsfort. Una vez allí, este le enseñó sus ilustraciones, de las que el padre de Tintín elogió su composición. A continuación, le pidió que le enseñara su degradado con pincel, que consistía en un barrido rápido de este sobre el papel, lo que le permitía obtener un resultado bastante homogéneo. Por su parte, Jacobs contrarrestó con una alabanza de sus personajes y movimiento, que según él parecían sacados de las películas. Al final no se vieron un solo día, sino muchos más. Y todo esto se tradujo en una relación personal que duró años.

Según recoge El soñador de apocalipsis, una muy original biografía de Jacobs escrita por François Rivière y dibujada por Philippe Wurm, Hergé, fascinado por la atmósfera que desprendían las páginas de Jacobs así como los ambientes y precisión de sus fondos, le pidió ayuda para su próxima aventura, El templo del Sol: acudir al Museo del Cincuentenario —que conocía de sobra— y facilitarle documentación sobre las civilizaciones precolombinas. Fue Jacobs también quien le sugirió la idea del Opel Olympia de la Alemania nazi en El Cetro de Ottokar, y quien le descubrió una villa que después se convirtió en la mansión del ilustre profesor Bergamotte en Las siete bolas de cristal. Un inmueble burgués con un jardín arbolado de 1.000 metros cuadrados que el arquitecto Alban Chambon construyó en 1905 y Hergé posteriormente utilizó. Al parecer, fueron juntos para hacer varios bocetos, Hergé del conjunto y Jacobs de los detalles, incluyendo contraventanas para facilitar los gags del capitán Haddock, una idea que a Hergé le pareció brillante.

Edgar Pierre Jacobs, Jacques Van Melkebeke y Hergé, 1945
Portada de ‘Los cigarros del faraón’
Portada de ‘Los cigarros del faraón’
Viñetas del profesor Bergamotte en ‘El asunto Tornasol’
Viñetas del profesor Bergamotte
Viñeta del Opel Olympia en ‘El cetro de Ottokar’
Viñeta del Opel Olympia en ‘El cetro de Ottokar’
Viñeta de la mansión del profesor Bergamotte
Viñeta de la mansión del profesor Bergamotte

Para el año 1946 habían trabajado en tantos álbumes junto con Jacques Van Melkebeke, que Jacobs le pidió un mayor reconocimiento en sus aventuras, mencionar su nombre en las que había participado. Lo que consideraba un justo reconocimiento a su trabajo. Se refería a la documentación de El templo del Sol, la restauración y el tratamiento del color en El loto azul, los fondos y el vestuario de El cetro de Ottokar, El tesoro de Rackham el Rojo o Las siete bolas de cristal, entre otros. Si enfrentamos las dos versiones de La isla negra por ejemplo —1937 vs. 1943— podemos comprobar cómo en la primera Tintín atraviesa el vagón restaurante, tiznado por el humo del túnel, sin prácticamente decorado, reducido a su mínima expresión. Nada que ver con la línea clara y realismo que preconizan los defensores de la escuela franco-belga. Pero el caso es que Hergé se negó alegando que estaba etiquetado como colaboracionista y traidor al haber publicado en Le Soir volé durante la ocupación, y que no le vendría bien que lo relacionasen con él.

Lo que sí hizo fue incluir un retrato suyo con uniforme syldavo en la última viñeta de la página 38 de El cetro de Ottokar. Asimismo, lo metió dentro de un sarcófago en la portada de Los cigarros del faraón. El personaje de Bianca Castafiore probablemente también sea un guiño a su melómano compañero —Hergé detestaba la ópera—; así como el de Jacobini que aparece en El asunto Tornasol. Ni que decir tiene que todo esto, por lo que cualquier fan de Tintín habría matado, a Jacobs no le hizo especial gracia. Pero el destino le tenía preparadas otras sorpresas.

El efecto Flash Gordon

Edgar P. Jacobs metió la cabeza en el mundo de las editoriales y los cómics por uno de esos golpes de suerte que, a veces, te regala esta broma pesada que llamamos vida. Cuando EEUU entró en la Segunda Guerra Mundial, la revista Bravo! tuvo que cancelar su serie estrella, el Flash Gordon de Alex Raymond. Gracias a su amigo Jacques Laudy, que le enseñó la línea clara de sus ilustraciones y el tratamiento que hacía de las sombras al editor del semanario, Jan Meuwissen, le llamaron para concluir el número que ya estaba en marcha. Jacobs imitó tan bien el estilo del norteamericano que el público ni se dio cuenta, a pesar de que incluyó disimuladamente su firma en las páginas. Poco tiempo después creó su propia serie, El rayo U. Y a continuación la que finalmente le encumbraría a la fama.

En plena Guerra Fría y bajo una amenaza nuclear, Jacobs consideraba que los artistas tenían la obligación de crear obras “hijas de su tiempo”. A diferencia de Hergé, que se enfrentó a las tensiones políticas surgidas entre los bloques Occidental (capitalista) y Oriental (comunista), con su habitual sentido del humor en El asunto Tornasol, él siempre quiso transmitir realismo y no simplemente describir países de ficción. Atmósferas simenonianas y ambientes cinematográficos que recordaban a Otto Preminger. Lo que pasaba por no resultar especialmente gracioso y ni mucho menos optimista. De esta forma nació la serie Blake y Mortimer en la que un agente británico del MI5 y un especialista en energía atómica de origen escocés se enfrentan a un enemigo internacional que amenaza la paz mundial. Un hilo argumental, en definitiva, más ligado a la época que le había tocado vivir.

Viñetas del profesor Bergamotte en ‘El asunto Tornasol’

La saga de los tres primeros números de El secreto del Espadón tuvo tanto éxito que continuó con otra de arqueología y ficción al estilo de Sax Rohmer. Pero esa trama sin embargo la tuvo en la cabeza desde mucho antes, cuando a sus 20 años descubrió Panorama del Cairo, un lienzo de Emile Wauters restaurado en 1923 tras la ola de egiptomanía desatada por el descubrimiento del fabuloso tesoro de Tutankamón. Por aquel entonces, el pintor quedó deslumbrado por la luz de ese fresco, lo que provocó su delirante pasión por convertirse en narrador de temas históricos. El germen, en definitiva, de El misterio de la Gran Pirámide, sus dos siguientes álbumes.

Antes de escribirlos, François Rivière sugiere que por sus manos pasaron textos inspiradores como La novela de la momia de Théophile Gautier y Conversación con una momia de Poe, además de otros del egiptólogo francés Gaston Maspero. De igual forma, el excéntrico arqueólogo alemán de esta serie está inspirado en el fallecido Jean Capart, conservador jefe del Museo del Cincuentenario, que casualmente también le sirvió a Hergé para el profesor Bergamotte. Por no hablar de la fuente de iluminación que fue Melkebeke para los dos —aunque Jacobs siempre lo negó—, del que perfectamente tendría sentido escribir otro artículo, aunque solo fuera por su colaboracionismo y el hecho de ser considerado el auténtico hombre en la sombra del cómic franco-belga. Pero, ¿realmente importa cuánto ayudó o no Jacobs a Hergé a realizar las famosas aventuras de su famoso reportero? ¿Y Melkebeke a los dos? ¿O quizás de lo que trataba todo esto era simplemente de enormes egos?

La realidad es que no solo Jacobs ayudó a Hergé. También lo hicieron, aunque en menor medida, otros jóvenes artistas como Bob de Moor, Jacques Martin o Roger Leloup. De sobra es conocido, de hecho, que llegó un punto en que Hergé tan solo supervisaba, decidía sobre escenarios y decorados, y se limitaba a dibujar los personajes principales. En cualquiera de los casos, la relación entre Jacobs y Hergé se estropeó aún más una tórrida noche de julio de 1953, cuando este rechazó su propuesta de cubierta de La marca amarilla, publicada por aquel entonces en la revista Tintín, y Jacobs tuvo que rehacerla a las tantas de la madrugada. Un acto de intolerable censura —o inmisericorde pataleta, según se mire—, que recayó casualmente sobre la que probablemente se haya convertido en su mejor obra.

Durante el resto de su carrera, Jacobs se consagró por entero a su serie, de la que publicó varias aventuras. Y todas ellas guardan una estrecha relación con la escuela franco-belga, es decir, con Hergé: cuentan con una línea clara cuyos antecedentes se remontan a la pintura flamenca, recortan los bordes de las figuras y separan los colores con una extrema precisión, disponen de un trepidante ritmo y cuidan hasta el extremo el más mínimo detalle. Otros de sus principales rasgos son el exportar los valores del humanismo europeo por el mundo y que prácticamente no aparezca ni una sola mujer en sus historias, o al menos no con un papel medianamente protagonista. Pero de esto no encontrarán tanta literatura, ni en esta biografía ni en otras franco-belgas.

La última aventura de Jacobs, Las tres fórmulas del profesor Sato, proyectada en dos volúmenes, quedó inconclusa, siendo terminada en 1990 por Bob de Moor, quien se ciñó al guion que había dejado escrito el autor. Antes de morir, Jacobs publicó sus memorias, Una ópera de papel, muy recomendable por cierto. Así como El soñador de apocalipsis, que está unida, les guste a los dos o no, a la vida y obra de Georges Remi.