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“El insecto no puede ser dibujado, ni siquiera enseñado de lejos”: un artista llamado kafka

Por Pilar Gómez Rodríguez

‘A Beggar and a Generous Elegant Man’, 1906, Frank Kafka

¿Cuánto había de artista en Kafka? Buena dosis de vocación, práctica y cierto empeño que fue abandonado en favor de las letras. Pero sus esbozos y sus declaraciones dan cuenta de un vivo interés y nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue. Garabatos, retratos y los personajes icónicos de su cuaderno de dibujo desfilan en este paseo por el lado más artístico de Franz Kafka.

Una noche de febrero en 1913 Kafka soñó con su novia, Felice Bauer. Iban juntos, muy juntos, pero no agarrados por el brazo. ¿Cómo describirlo? Kafka se encuentra con esta incapacidad en una de sus cartas y lo resuelve con desparpajo: “Espera que te lo dibujo”. Hace un par de esbozos muy sencillos: el primero de unos brazos enlazados en el codo, la manera acostumbrada, mientras que en el segundo, los brazos están estirados y las palmas juntas. “¿Te gusta mi dibujo?”, se pavonea. Y se llena de nostalgia: “Debes saber que, tiempo atrás, era un gran dibujante, pero luego me puse a aprender dibujo académico con una mala pintora y eché a perder todo mi talento. ¡Imagínate! Cualquier día de estos te mando unos dibujos viejos para que tengas de qué reírte. En aquella época, ya han pasado muchos años, me satisfacían más que cualquier cosa”.

La secuencia la recoge la edición completa de los dibujos de Kafka que en 2019 publicó Galaxia Gutenberg. No es la última, sin embargo. Libros del Zorro Rojo reunió el año pasado Dibujos recuperados, una edición exquisita que replica el mítico cuaderno donde el escritor trazó sus más conocidos e icónicos dibujos. Porque, sí, hubo un tiempo en que Kafka se tomó muy en serio su vocación artística y la existencia del cuaderno donde experimentaba con figuras que repetía o variaba así lo demuestra.

El interés lo tuvo siempre: practicaba, asistía a clases –como él mismo le reconocía a Felice en ese fragmento de carta-, leía revistas de arte y biografías de pintores, compraba obras, se integraba en círculos artísticos relacionándose con pintores e ilustradores… Se integraba o más bien lo integraban, porque en su promoción como artista mucho tuvo que ver el ubicuo Max Brod, el albacea de su legado, el bendito culpable de que estemos hablando, escribiendo y celebrando este año el centenario de la muerte del inmortal autor de La metamorfosis o La transformación.

The Shard, Renzo Piano
The Shard, Renzo Piano

En cartas, en apuntes, en sobres, en postales y, cómo no, en el cuaderno, la obra de Kafka se desparrama en distintos soportes como corresponde a una obra no profesional, a la obra de un escritor que dibuja. Esto lo subraya muy oportunamente Jordi Llovet, a cargo de la edición de Libros del Zorro Rojo: “Solo los mejores o los más descriptivos arrojan luz sobre la producción literaria del autor, o merecen ser contemplados como pequeñas y curiosas obras de arte gráfico de un escritor que también dibujaba de vez en cuando”.

No deja de ser jugar con ventaja. Habría que vernos siendo contemporáneos de Kafka… ¿Habríamos sabido que aquel personaje delgado, risueño, de orejas divergentes y peinado raya al medio, sin ninguna confianza en sí mismo, contenía un mundo en su interior y estaba llamado a transformar la literatura que vendría? ¿Hubiéramos sido conscientes de que todo lo que salía de su mano, tanto palabras como trazos, tendría un valor incalculable tanto económico como simbólico? ¿Hubiéramos sido capaces de rescatar y guardar sus desechos, sus descartes? Ese era Max Brod. Y si es verdad que hizo fechorías recortando y rasgando originales, también lo es que ejerció de espigador de los apuntes y la papelera de Kafka. Él, que conoció al Kafka que pintaba antes que al Kafka que escribía, lo introdujo en círculos artísticos como una madre que da un empujón a su criatura para que vaya a jugar con no-sé-qué-amiguitos.

Así Brod presentó “al muy gran artista Kafka” al grupo Los ocho, que integraban figuras incipientes como Friedrich Feigl o Willy Nowak, a quienes Kafka admiraba. No salió demasiado bien. Entonces Brod lo intentó con los editores de sus novelas, a toda costa impulsó que usaran los dibujos de Kafka para ilustrar sus propias obras. En marzo de 1907 se dirigía así a su editor: “Le envío al mismo tiempo una portada para mi libro Experimentos. Es de un dibujante hasta ahora totalmente desconocido, Franz Kafka, que yo he descubierto. Creo que no podría usted desear una cubierta de más valor artístico y al mismo tiempo más efectiva […]. No pide honorarios”. Ni una, ni dos, ni tres… Hasta cuatro veces insistió Brod en su petición de que usara para algo los dibujos de su amigo y protegido. Fue en vano.

‘The drunk Kafka’, 1905 - 1920

Ilustrar el discurso

La fecha es importante. Subraya Andreas Kilcher en su texto para el catálogo de Galaxia Gutenberg que entre 1901 y 1907 se originan en gran parte sus dibujos, coincidiendo con sus primeros escarceos literarios. Si bien combinaba ambas actividades, señala Kilcher que “la mayor parte de los dibujos de Kafka fueron hasta 1907 autónomos de la escritura”. Algo cambió un año más tarde: la escritura despega y el dibujo queda subordinado a ella. No hay dibujos en los manuscritos literarios, sí en las cartas y en los diarios. La cita que inicia este texto es un ejemplo de esta escritura dependiente.

Hay más, como cuando en carta a Milena Jesenska, en octubre de 1920, para que vea sus “ocupaciones”, le dibuja una máquina de tortura, bastante gráfica, cuyo funcionamiento describe: “Son cuatro postes, por los dos de en medio se introducen cuatro barras a las que se sujetan las manos del delincuente; por las dos exteriores se meten barras para los pies. Cuando el hombre está así, bien sujeto, las barras se van separando lentamente hasta que se desgarra”. Menos truculento se muestra en una carta a Brod donde le cuenta sus problemas con el ruido en el balneario de Matliary (Eslovaquia). Dibuja una serie de cuadraditos, las ventanas, indicando donde se ubica él, el médico, el técnico dental o la “silenciosa viuda del boticario que tan solo bosteza a veces”.

Representativa de esta escritura sobre la marcha es el dibujo de la casa de Goethe que realizó cuando estuvo en Weimar en 1912, junto con Max Brod. Como dos turistas que quieren guardar un recuerdo de la visita, la dibujaron ambos. Kafka se concentra en la casa y hace desaparecer todo lo demás. Brod da cuenta del entorno con gran detalle.

‘The wantonness of wealth’, 1905
‘Kafka self portrait’, 1911

Pero las figuras que vienen a la cabeza, a poco que se conozca esta faceta de Kafka, son esos hombrecillos esquemáticos dibujados a tinta que habitan en soledad, o con muy pocos elementos, las hojas del cuaderno que Max Brod recortó. Seguramente los consideraba los mejores. Uno se precipita sobre su escritorio y parece que llora o duerme, en un gesto que recuerda al Bartleby de Melville en plena acción, o sea, prefiriendo no hacerlo. Otro camina o gira o salta, ayudado de un bastón. Bastón porque ocupa esa posición, ya que en realidad es una línea. Y la línea se torna florete por la posición de quién lo empuña en otro de los dibujos. Puede inspirarse en una escultura que Kafka vio en el Museo del Louvre y que le impresionó, pues le dedica un apunte en sus Diarios. Se trata de El guerrero Borghese, siglo I a.C: “Visto por detrás, allí donde el pie entra en primer contacto con el suelo, la vista sorprendida se ve atraída a lo largo de la pierna encogida y vuela protegida sobre la espalda irresistible hacia el brazo alzado hacia adelante”.

Hay dos variantes de esta figura que presenta rasgos muy característicos de los dibujos de Kafka: cabeza mínima, miembros estilizados —cuando no deformados en su gran longitud—, partes separadas o trazo interrumpido… O no tiene rostro o este se resuelve con los mínimos recursos. Tampoco tienen base, simplemente aparecen en el aire solos o con sus elementos. Una silla donde apoyar la versión kafkiana del pensador, un par de columnas donde se apoya ¿un cuadro, una pizarra, una ventana? Parece la versión inversa del escenario de Esperando a Godot: los dos personajes y el esquemático árbol se transforman aquí en dos esquemáticos árboles o soportes y un personaje que se asoma… Las referencias artísticas y literarias con las que se relacionan sus figuras no se agotan nunca: Emil Nolde, Alfred Kubin, William Blake, Antonin Artaud, Paul Klee, Odilon Redon, Munch, Wassily Kandinsky, George Groz son algunas de esa lista siempre abierta a recibir nombres que vivieron y crearon antes que él o fueron sus contemporáneos o llegaron más tarde.

Historia de una escalera

Una de las figuras del cuaderno aparece rodeada por una escalera que se pliega. ¿Está encerrada o puede salir? ¿Hay una abertura o un muro invisible se lo impide? Pero ¿es una escalera o una verja o una jaula o rejas y, en realidad, delimita un espacio carcelario? Todo este arsenal de preguntas apunta directamente al corazón de la literatura de Kafka, donde hay personajes que entran y no pueden salir (o salen transformados y mueren), como le ocurre a Gregorio Samsa; otros, mientras, quieren entrar (al Castillo) y no pueden; o la acción se desarrolla En la colonia penitenciaria.

Habitual, con toda esta carga simbólica, en la literatura de Kafka, el motivo de la escalera aparece también en otro dibujo menos conocido, pero muy importante habida cuenta de sus propias explicaciones. La imagen se le ocurre después de haber visto un espectáculo de acróbatas japoneses en noviembre de 1909 y hace referencia a su relación con la escritura de riesgo, “en el aire” y a cierto bloqueo. Así menciona “esos equilibristas japoneses que trepan por una escalera que no está posado en el suelo, sino en las plantas de los pies alzadas de otro acróbata que está medio tumbado en el suelo, y que no se apoya en la pared, sino que solo asciende en el aire”. Viene de decir que a él nada se le ocurre de raíz, sino desde un lugar situado a la mitad. Y que a ver cómo se sostiene esa narración. Se puede sentir atraído, sí hacía una frase “y parecía hallarme realmente en el último peldaño de mi escalera que estaba firmemente posada en el suelo y apoyada en la pared. Pero… ¡qué suelo, ¡qué pared!” Los personajes de Kafka tanto en sus dibujos como en su literatura tienen una relación conflictiva con la gravedad.

“Yo tengo, por mi parte, una fuerte capacidad de transformación que nadie nota”. Imbuyó de ella muchas de las criaturas que salieron de su lápiz, seres imposibles, elásticos, deformados y muchas veces a caballo entre el reino humano y el de los animales o las máquinas como esas tres figuras de cuerpo compacto, vestido ajedrezado que parecen desplazarse sobre ruedas por un sendero. Entre los híbridos de naturaleza humana-animal se cuenta una especie de pato bípedo; un humano-gusano; otro ser que empuña una pistola y se cruza (literalmente) con lo que parece un zorro o un camarero picudo (de ecos mironianos) llevando en bandeja una elaboración también de naturaleza fantástica.

Más pegado a la realidad y más reconocibles son los caballos que aparecen en no pocas ocasiones y en distintas versiones: en solitario o montados por jinetes látigo en mano; tirando de carros y carruajes, en lo que recuerda a un coche fúnebre… La proliferación de caballos y jinetes se deja relacionar fácilmente con uno de los más famosos cuentos cortos de Kafka: Deseo de convertirse en indio. “Si uno fuera de verdad un indio, siempre alerta, y sobre el caballo galopante…”. El cuaderno editado por Libros del Zorro Rojo recupera este y otros fragmentos para arropar los trazos de Kafka dibujante.

Un capítulo importante de la producción gráfica del escritor son los retratos y autorretratos. Dibujó a su madre con sus gafas características, a su prima Martha leyendo con avidez, a D’Annunzio a partir de una postal, a alguien que podría tratarse del pintor Willy Nowak, a un barbudo bigotudo que recuerda los años finales de Nietzsche y a alguien de rostro bellísimo, cuyo retrato deja inacabado, pero abierto al misterio… Una estrategia que usó con sus propios retratos, donde se ahorra zonas, definiéndose tanto por lo explícito como por lo que no aparece. Una característica que también se puede aplicar a sus narraciones. Volviendo a sus dibujos, es preciso subrayar que Kafka no está muy interesado en dar pistas: no se preocupó de poner fechas, títulos… En contadas veces lo hizo. Con frecuencia, esa labor se la dejó a Max Brod.

La kafkiana historia de un legado

Volviendo a las criaturas fantásticas de Kafka, el creador de unas de las más maravillosas de toda la literatura universal, el hombre-bicho Gregorio Samsa, tuvo que vérselas con la dificultad de ilustrar aquel relato. Venía de una mala experiencia con los editores. Le habían colocado en El fogonero un grabado que no le había hecho ninguna gracia y el mismo editor, Kurt Wolff, tenía entre manos La transformación, así que se adelantó y le escribió espantado ante la idea de que el ilustrador pudiera “querer dibujar el insecto mismo. ¡Eso no, por favor, eso no! […] El insecto mismo no puede ser dibujado. Ni siquiera puede ser enseñado de lejos”. Kafka tenía sus propias ideas y se las trasladó al editor. Wolff atendió sus indicaciones y la cubierta de la primera edición de La transformación muestra a un padre apesadumbrado saliendo de la habitación donde reina lo oscuro. La firma Ottomar Starke y tiene un aire a la figura que protagoniza El Grito, de Munch.

Cubierta de la primera edición de ‘La transformación’ por firma Ottomar Starke

La cubierta de la primera edición de La transformación, la firma Ottomar Starke y tiene un aire a la figura que protagoniza El Grito, de Munch

La historia de cómo nos ha llegado el legado de Kafka —dibujos incluidos— encierra un libro en sí. De hecho, lo tiene, el ensayo de Benjamin Balint que vio la luz a finales de 2019 en Ariel. Se titula El último proceso de Kafka y recoge la batalla legal que se libró entre Max Brod y la secretaria y las hijas de la misma, a quienes acabó llegando parte del legado, y la que quedó en poder de sus sobrinas y los herederos “de familia”. Como se lee en los textos de la contraportada, “la historia de la vida póstuma de Kafka es kafkiana en sí misma”.

Max Brod, a quien Kafka había confiado la quema de su legado, lo donó en vida a Ester Hoffe que quedaba, así, convertida en heredera universal y albacea. Es la razón por la que Brod, que se había mostrado animoso a reunir y dar a conocer todos los arrebatos artísticos de su amigo en un proyecto denominado “la carpeta de Kafka”, fuera tan esquivo a las propuestas en firme de los editores que se acercaban decididos a darlos a conocer. ¡Es que no eran suyos!, pero se comportaba como si lo fueran. Sin embargo, en los últimos documentos notariales se indicaba que los manuscritos “debían ser entregados en algún momento a la Biblioteca Nacional de Israel, origen de todos los malentendidos que vinieron luego”, como apunta Jordi Llovet en el prólogo del cuaderno del Zorro Rojo. Fueron algo más que malentendidos, una década de conflictos entre el Estado de Israel y las Hoffe, hasta que por fin se tuvo acceso a los materiales que estas guardaban en la casa familiar en Tel Aviv y a todos los documentos custodiados en cuatro cajas de seguridad que estaban en Zúrich y serían trasladados también a Israel. Hasta ese momento solo eran conocidos un puñado de dibujos dispersos.

En la actualidad, el legado se encuentra depositado en la Biblioteca Nacional de Israel y disponible online. Es posible que, en conversación informal con Gustav Janouch, Franz Kafka le dijera a su joven y curioso amigo que no sabía dibujar: "¡Son solo garabatos!" Pero a la hora de la verdad, en los momentos de despedida, inventario y cierre, citó expresamente sus dibujos y lo hizo expresamente y por partida doble:

Queridísimo Max, mi último ruego: todo lo que se encuentre en mi legado (es decir, en el baúl de los libros, armario ropero, escritorio, en casa y en la oficina, o cualquier otro sitio en que pudiera estar y se te ocurra) en cuanto a diarios, manuscritos, cartas propias y ajenas, dibujos, etc., debe ser quemado sin excepción y sin ser leído, igual que todo escrito o dibujo que tú u otros, a los que deberás pedirlos en mi nombre tengan en su poder […].

Tuyo, Franz Kafka.

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