Exposiciones

Mark Rothko, el artista maldito que no pudo evitar que sus obras acabasen colgadas en la pared de tu salón

Por Mario Canal

‘Mark Rothko en su estudio, 53th Rue, New York’, Henry Elkan. 1953
© Henry Elkan, The Rothko Family Archive

La Fundación Louis Vuitton de París dedica una retrospectiva al pintor ruso Rothko que abandonó sus estudios de ingeniería en la Universidad de Yale con el firme propósito de conmover a través del arte, pero que acabó convertido en un recurrente elemento decorativo.

A Mark Rothko le persiguió toda su vida la tragedia íntima de ser considerado un pintor de salón. De salón de lujo, se entiende. De salón de clase alta cuya decoración intenta conjugar las cortinas, la alfombra y el sofá con el Rothko más oportuno. Él, que siempre luchó por evidenciar la poesía y la trascendencia de su obra, asumiría este hecho a base de vodka, barbitúricos y hábitos alimenticios poco saludables. Hasta que, según el relato oficial, ese cóctel le mató en 1970. La versión oficiosa, pero que, a día de hoy, muchos apoyan como veremos más adelante, es que fue asesinado por su último galerista. Un hombre de pocos miramientos que conocía el potencial económico de las casi 800 obras almacenadas por el pintor en diversos lugares y que harían las delicias de las socialités de todo el mundo, deseosas de colgar en sus paredes el Rothko que todo millonario que se precie debía tener en su salón. Cientos de cuadros sublimes que convertirían a ese galerista, a su vez, en multimillonario.

Rothko era un tipo grande, discreto, callado. Cuando en una cena en su honor vio la disposición del salón y cómo un sofá ocultaba parte de un lienzo suyo, no haría comentario alguno según testigos presenciales. Quizás ese carácter se formó, como el de muchos otros emigrantes a EEUU –su verdadero nombre era Markuss Rotkovičs y nació en la actual Letonia, entonces Rusia zarista–, bajo el síndrome del impostor y con la sensación de pertenecer a una segunda clase. Quienes le conocieron, dicen que nunca dejó de tener un carácter ruso. Y que apenas sonreía. En cualquier caso, su familia, que en su país de origen vivía sin problemas económicos, sufrió la pobreza al morir el padre, al poco de llegar a Portland, Oregón. El joven Rothko vendería periódicos en la calle para ayudar a su familia a salir adelante.

‘Mark Rothko en su estudio, 53th Rue, New York’, Henry Elkan. 1953
© Henry Elkan, The Rothko Family Archive
‘Autorretrato’, Mark Rothko. 1936

La excelente exposición que le dedica estos días la Fundación Louis Vuitton de París se inicia con los primeros cuadros que realizó el pintor a finales de los años 30, una vez abandonó los estudios de ingeniería en la Universidad de Yale, a la que accedió con una beca. La vida de la calle, y también las visiones de carácter expresionista del metro de Nueva York –ciudad a la que fue a buscar fortuna como artista–, remiten posiblemente a las imágenes urbanas que impregnaron su mirada mientras vendía periódicos al vuelo, recién llegado a esa tierra prometida. Y constituyen una excelente serie en la que se percibe ya el interés por las superficies monocromas y de una cualidad vaporosa, que se convertirán en el eje principal de su trayectoria. Un ejemplo de este tipo de campos pictóricos lo encontramos en el fondo sobre el que pintó su Autorretrato (1936), que preside la sala de exposiciones, y en la que él mismo se ciega la mirada con unas lentes de color oscuro.

Tras una transición pictórica hacia el surrealismo durante los años 40, también de gran calidad y en la que las formas abstractas pero lineales, muy dinámicas y en ocasiones semifigurativas, poseen una raíz mitológica, aparece el primer cuadro en el que ya no hay nada más que bloques geométricos cuadrados que flotan en el lienzo. Es el principio del famoso estilo Rothko, en torno a 1949. El principio de un lenguaje que le llevaría a tener un éxito inaudito, pero no por las razones que él pretendía.

‘California’, 1965, David Hockney
‘Nº 8’, 1949. ‘Untitled Blue Yellow Green on Red’, 1954. ‘Nº 7’, 1951. ‘Nº 11’, ‘Nº 20’, 1949. ‘Nº 21, Untitled’, 1949. Mark Rothko.

Lo que quiero es que la gente llore frente a mis cuadros igual que yo lo hago cuando escucho la Quinta Sinfonía de Beethoven”, diría el pintor. En una carta escrita al New York Times en 1943 junto al también pintor Adolph Gottlieb, ambos formaban parte del grupo de Los Diez, que rechazaban el academicismo y la pintura realista que entonces seguía promoviéndose en los museos norteamericanos, expresaría más claramente ese rechazo al arte decorativo: "Es una noción ampliamente aceptada entre los pintores que no importa lo que uno pinte siempre que esté bien pintado. […] Por eso profesamos un parentesco espiritual con el arte primitivo y arcaico. En consecuencia, si nuestro trabajo encarna estas creencias, debe insultar a cualquiera que esté espiritualmente en sintonía con la decoración de interiores; cuadros para el hogar; cuadros para encima de la repisa; fotografías de la escena americana; cuadros sociales; pureza en el arte; ollas premiadas; la Academia Nacional, la Academia Whitney, la Academia Corn Belt; castaños de Indias, callos trillados; etc”.

Desde los años 50 y hasta su muerte, Rothko se centraría en desarrollar un trabajo lírico y técnicamente mucho más complejo de lo que puede parecer a primera vista. Son los años en los que el expresionismo abstracto se convierte en el lenguaje artístico por excelencia y convierte a Nueva York en la capital del arte, arrebatando a París el preciado título. Sin duda, Rothko es uno de los miembros de este movimiento –junto a David Smith, Clyfford Still o Robert Motherwell– más cultos y letrados en filosofía, estética e historia del arte. Y de los que más éxito tiene, junto al también malogrado Jackson Pollock. La crítica y el mercado comienza a interesarse por ellos.

‘The Ochre Ochre Red on Red’, Mark Rothko. 1954
‘Light Cloud Dark Cloud’, Mark Rothko. 1957
‘Nº 14’, Mark Rothko. 1960

Las salas cuatro y cinco de la Fundación Louis Vuitton se centran en este periodo, en el que el formato de los lienzos de Rothko apenas varía. Sólo mudan los bloques de color –casi siempre vivos, alegres–, cuya densidad varía según los tonos que use y las dimensiones de los mismos. Su estilo es reconocible, genera bienestar, a diferencia de otros pintores de su generación, que reflejan el momento histórico de cambio y tensión, en plena guerra fría, con estéticas más violentas, como las de Pollock. En fin, Rothko es el pintor ideal para tener en casa. Sobre todo, si pega con las cortinas. Él era conocedor de este hecho y luchaba contra él si estaba en sus manos hacerlo. Por ejemplo, cuando a principios de los años 60, Rosemary Kennedy le pidió un par de cuadros para ver cómo quedaban en su casa, él rechazó frontalmente su petición. Y cuando otra compradora quiso cambiar el cuadro que había adquirido por otro más vivo, porque el que se llevó la deprimía, Rothko no aceptó que se llevara otro y le devolvió el dinero.

Una inusual oferta

Conociendo esta oposición a que sus cuadros tuviesen connotaciones decorativas sorprende que Rothko aceptara una propuesta inusual. Crear en 1958 varios lienzos específicos para uno de los salones del restaurante Four Seasons, que ocupaba los bajos del rascacielos Seagram’s: un gran monolito negro situado en Park Avenue y proyectado por el arquitecto Mies van der Rohe. El restaurante, diseñado por el interiorista Philip Johnson, también incluiría obras de Picasso y Jackson Pollock. La principal razón por la que aceptó fue porque le daba la oportunidad de crear una serie de lienzos que tendrían una unidad de estilo y permanecerían unidos. Por primera vez realiza una serie cerrada en sí misma. Introduce, de alguna forma, la idea de instalación en su obra.

No se sabe hasta qué punto a Rothko le aseguraron que su obra colgaría en una antesala del restaurante. En cualquier caso, se lanza de forma entusiasta a crear piezas de gran formato, muchos más grandes de las que hacía hasta entonces y que tenían una escala humana pensada para ser disfrutada por un solo individuo. Tras una serie de descartes –el primer lienzo de esta serie puede verse en la exposición parisiense–, y dos viajes a Europa en los que toma inspiración de los grandes maestros de la pintura italiana –de manera más concreta, el ambiente meditativo de los frescos de Fra Angelico en el Monasterio de San Marco, Florencia–, Rothko cambia de planes. Y de aproximación, también. Se decide por pintar una serie muy diferente de lo que venía haciendo hasta entonces –los bloques horizontales superpuestos– y usa tonos más semejantes al color burdeos, de gradaciones oscuras, solemnes.

‘Nº 13 White Red on Yellow’, 1958. ‘Nº 9, Nº5, Nº18’, 1952. ‘Green on Blue Earth-Green and White’, 1956. ‘Untitled’, 1955. Mark Rothko
‘Red on Maroon’, 1959. ‘Black on Maroon’, 1959. Mark Rothko

De regreso a Nueva York en diciembre de 1959, con el restaurante ya inaugurado, aunque sin haber entregado aún sus lienzos, decidió ir a cenar al Four Seasons con su mujer. Al mirar la carta y ver el ambiente elitista del local, diría: “Cualquiera que coma este tipo de comida por estos precios, nunca va a prestar atención a mis cuadros”. Así que devolvió el dinero y rechazó colgar allí sus obras. Antes de morir, donó las serie Seagram’s a la Tate Gallery de Londres, con una cláusula que le obliga a mostrarlos todos juntos. Tal y como pueden verse en la exposición de la Fundación Louis Vuitton.

Este encontronazo, sin embargo, le abre una ruta en la que lo arquitectural, lo espacial y el trabajo de series cerradas le llevaría a lo que muchos consideran su gran obra maestra. La Rothko Chapel, en Houston, Texas. Una encargo de los mecenas John y Dominique Menil. El pequeño edificio de forma octogonal –diseñado en su origen por Philip Johnson– tiene varias salas en las que los cuadros sombríos y casi negros que Rothko comenzaría a pintar tras las serie Seagram’s generan sobras que crecen y decrecen según la luz natural que entre por la claraboya cenital. Es una capilla ecuménica, abierta a todas las creencias, y para la que Rothko realizaría catorce lienzos entre 1964 y 1967.

La exposición de París termina con una gran sala –donde se han incluido esculturas de Giacometti– en la que se ven cuadros bicromáticos: el gris y el negro se dividen el lienzo uno sobre el otro. El pesimismo y la depresión parecen ocupar ya todo el universo de Rothko. Sus problemas de salud, la separación de su mujer y el distanciamiento de sus hijos, así como la incomprensión del mercado frente a su visión trascendental del arte, se agudizan. Además, el arte pop y su exaltación del consumo le generan gran rechazo, por lo que abandona la galería con la que trabajaba, la Sidney Janis, que comienza a exponer a la nueva hornada de creadores pop, e inicia una relación con la galería Marlborough, propiedad de un tipo sin muchos escrúpulos de nombre Franck Lloyd. Rothko apenas pinta ya a finales de los 60, pero tiene acumulados centenares de cuadros que a valor de cincuenta mil dólares de la época sumarían cuarenta millones de dólares.

‘Untitled’, Mark Rothko. 1969
‘Grande Femme III’, Alberto Giacometti. 1960
‘Untitled’ y ‘Nº 8’, Mark Rothko. 1964

Su galerista le insiste –muchos dicen que le acosa– para que venda y Rothko, tremendamente debilitado, parece ceder y permite la salida al mercado de lotes enteros de hasta 40 piezas. El día antes de su supuesto suicidio, tenía una cita con uno de los colaboradores de Franck Lloyd para mostrarle su almacén más grande. Además de galerista, Lloyd era su albacea testamentario. El director de la galería, Bernard Rice, le había hecho firmar un contrato leonino en la época más desprovista de cualquier defensa de Rothko. Pollock acababa de morir también alcoholizado y el precio de su obra se vio multiplicado por cinco. Es de suponer que tanto Lloyd como Rice eran conscientes de este hecho, y de que lo mismo sucedería con Rothko. Las 800 obras alcanzarían un botín de valor casi incalculable.

Suicidio o asesinato, Rothko se convertiría tras su fallecimiento en un bestseller. Sólo hay que ver la interesante cuenta de Instagram @Collectorwalls para darse cuenta que sus obras son inevitables en las casas de cualquier coleccionista y millonario de la época. Sin embargo, la reverencia que el tiempo presente le muestra –además de seguir situándolo entre los pintores más valiosos en subastas– dan fe de una apreciación que va más allá del efecto decorativo de su obra. La percepción de esta se acerca para muchos a lo sagrado. Lo que él siempre buscó.