Arquitectura & Diseño

La autobiografía que desnuda la arquitectura de piel y huesos de Fisac

Por Vidal Romero

© Fundación Fisac

Durante la década de los sesenta, el arquitecto ciudadrealeño construyó una serie de edificios en los que experimentó con vigas de hormigón de grandes luces. Vigas huecas y de formas orgánicas, que parecían arrancadas de la columna vertebral de algún animal mitológico, y que con mucho sentido del humor él mismo definió como “huesos”. Un texto autobiográfico, descubierto entre los papeles que dejó tras su muerte, arroja nueva luz sobre esta época heroica.

BA los 12 años, comencé a pensar en ser arquitecto”. Ya desde su primera frase, la Autobiografía (Caniche, 2023) de Miguel Fisac deja claro que su autor no era una persona corriente. Y es que, si ya es raro que la vocación de la arquitectura florezca en el interior de un niño de tan corta edad, más extraño resulta que lo hiciera en uno de Daimiel, un pueblo situado en el corazón de la España rural, a principios del siglo XX. Fisac, que nació allí en 1913, tampoco recuerda la causa de tan exótica decisión, pero una vez que la idea se formó en su cabeza, ya no hubo manera de sacarla de allí. Ni los deseos de su padre porque continuara con el negocio familiar, ni su evidente falta de aptitudes para el dibujo, que le obligaron a estudiar varios años en una academia antes de iniciar la carrera, impidieron que consiguiera su objetivo. La tenacidad, seguramente la característica que mejor definió a este arquitecto único, ya estaba plenamente arraigada en su interior.

Cuando terminó la carrera, en 1942, se enfrentó a la realidad de una España en completa reconstrucción. La Guerra Civil había destruido multitud de edificios y de infraestructuras, pero también había provocado el exilio de muchos intelectuales, entre los que se encontraban los mejores arquitectos del país. Un vacío de profesionales que Fisac notó primero en los estudios (“me enseñaron poco, me aburrí bastante”) y después en la ausencia de referentes: echaba en falta “la presencia de un maestro a quien admirar y de quien aprender, al que pudiera consultar mis dudas”. No era el único de sus dilemas: la Segunda Guerra Mundial y la voluntad autárquica del nuevo régimen provocaron una falta endémica de recursos y de tecnología, y construir se convirtió en una tarea heroica, en la que era necesario suplir con inventiva la carencia de medios y materiales.

Los miembros de la dictadura, además, no sentían demasiado aprecio por la arquitectura moderna y el racionalismo que había impulsado la Segunda República; preferían promover “copias casi exactas de la arquitectura de los Austrias, con sus chapiteles, sus torres y sus plazas mayores, todo ello a primera vista falso e inadecuado”. Una realidad que desanimaba a Fisac, que intuyó desde sus primeros pasos que la arquitectura debía ser algo más abstracto, algo unido a la idea de paisaje y a la materialidad de su construcción.

Consejo Superior de Investigaciones Científicas
© Fundación Fisac

Lo único positivo de la posguerra, en realidad, fue que el reducido número de arquitectos disponibles (en la promoción de Fisac sólo se titularon 10 alumnos) no bastaba para enfrentar todo el trabajo pendiente, así que estos jóvenes asumieron desde muy pronto obras de gran envergadura. En el caso de Fisac, la hábil conversión de un salón de actos en una capilla dedicada al Espíritu Santo sirvió para que le encargaran el plan general y varios edificios del recién creado Consejo Superior de Investigaciones Científicas; una serie de pabellones, que diseñó a lo largo de varias décadas, y que le sirvieron como laboratorio desde el que experimentar con materiales y soluciones constructivas. Fue así, a pie de obra, como completó la formación que le habían escatimado en la facultad: “Realicé estos edificios con dedicación y minuciosidad, proyectando los muebles, las lámparas, las alfombras y hasta las manivelas de las puertas”, con resultados tan brillantes como el Instituto de Microbiología Ramón y Cajal(Madrid, 1949-1956), donde un nuevo tipo de ladrillo, patentado por el propio Fisac, se utilizaba para componer un juego de texturas y sombras en las fachadas.

Un ‘hater’ entre los maestros

Hasta llegar hasta ese punto, en el que por fin “disponía de una teoría arquitectónica coherente, capaz de dar unidad de criterio a mi producción”, Fisac tuvo que superar muchas dudas. A pesar del éxito de sus primeros edificios, que eran cercanos al clasicismo pero esquivaban el pastiche, sentía “la certidumbre instintiva de que aquel era un camino equivocado”. Y son precisamente esas dudas e inseguridades, y el camino que emprendió para resolverlas, el contenido más interesante de la Autobiografía, un libro que no dedica mucho espacio a su vida personal, pero sí que sintetiza al detalle sus gustos y sus fobias, los ideales que persiguió y las muchas cuestiones que su espíritu crítico no podía soportar. Así, por ejemplo, rechazó la arquitectura de Le Corbusier después de visitar el Pabellón Suizo en la Ciudad Universitaria, “un edificio que me atraía plásticamente, hasta que pude comprobar que su auténtica funcionalidad era falsa”.

Repudió también a Frank Lloyd Wright tras descubrir la arquitectura tradicional japonesa, con su humilde esencialidad, y adoptó como propio un lema de Lao-Tse: “Cuatro paredes y un techo no son arquitectura, sino el aire que queda dentro”. Pero quizás el más importante de sus viajes fue a Suecia, donde conoció de primera mano la arquitectura de Gunnar Asplund, y en particular el Ayuntamiento de Goteborg, un edificio en el que “la honradez constructiva, las calidades y la concepción y fluidez de espacios interiores me impresionaron enormemente”. Fue así como llegó a su propia concepción de la arquitectura orgánica, que él entendía como una traslación de los organismos vivientes, y en particular del “conjunto de órganos digestivos de los rumiantes, lo que en mi tierra se llama mondongo”. En consecuencia, bautizó su manera de proyectar como “arquitectura de mondongo”, un término tan preciso como difícil de vender: “como inventor de neologismos”, reconoció, “no era precisamente un enterado”.

Instituto Laboral de Daimiel, 1950-1953
Teologado de los Padres Dominicos, Madrid, 1955-1958

Tras investigar esa arquitectura de mondongo durante los 50, con resultados tan deslumbrantes como el Instituto Laboral de Daimiel (1950-1953) o el Teologado de los Padres Dominicos (Madrid, 1955-1958), comenzó la década siguiente interesado en las posibilidades expresivas del hormigón, un material que había utilizado con fruición, pero casi siempre como soporte estructural. La convicción de que era posible darle un papel más relevante, incluso protagonista, dio inicio a una etapa nueva en su carrera. Una etapa en la que, según palabras del crítico Kenneth Frampton, “su obra resulta difícil de definir en términos profesionales, pues a veces parece ser fruto del trabajo de un ingeniero con sensibilidad más que del quehacer de un arquitecto”.

El primer edificio que Fisac diseña según estos criterios es el de los Laboratorios Farmaceúticos Made (Madrid, 1960-1967), donde llegó a convencer a los propietarios para dejar visto el hormigón armado, algo que nunca antes se había visto en Madrid. Fue también la primera obra donde apareció uno de sus característicos “huesos”, vigas de sección variable que utilizaba para cubrir grandes vuelos; en este caso, las marquesinas que unían entre sí los distintos volúmenes del edificio.

El nombre de “huesos”, sin embargo, surgió durante el siguiente proyecto de este periodo, el Centro de Estudios Hidrográficos (Madrid, 1960-1963). Fisac se enfrentaba allí a un gran desafío: diseñar una nave para los laboratorios de pruebas, con unas dimensiones de veinte por 80 metros, sin pilares intermedios, y con una iluminación homogénea. La solución consistió en utilizar unas piezas de hormigón postesado con doble curvatura; unas dovelas cuya forma recordaba a los huesos de una vaca, y que llevaban integradas unas ranuras sobre las que descansaban unas láminas de poliéster translúcido que filtraban la luz del sol. El resultado es un espacio abstracto y de aire fantasmal, en el que la cubierta parece flotar suspendida en el aire.

Fisac siguió investigando estas formas óseas durante toda la década, variando los perfiles según sus necesidades constructivas, pero también con una voluntad expresionista. Así, la Parroquia de Santa Ana (Madrid, 1965-1971), la primera que construyó Fisac según los criterios del Concilio Vaticano II, utilizaba lunas vigas en forma de toro para cubrir una amplia sala y proporcionar al altar una dramática iluminación cenital. En cambio, en las Bodegas Garvey (Jerez de la Frontera, 1969-1974), acudió a unas vigas de forma mucho más estilizada que, apoyadas sobre los muros laterales encalados, permitían ventilar e iluminar de manera tenue las delicadas botas de vino. Para el edificio IBM (Madrid, 1966-1969), Fisac dio una vuelta al concepto y colocó los huesos en vertical, en la fachada exterior, para proteger los huecos del excesivo soleamiento, dando forma en el proceso a una imagen vibrante y fracturada.

Laboratorios Farmaceúticos Made, Madrid, 1960-1967
© Fundación Docomomo Ibérico
Centro de Estudios Hidrográficos, Madrid, 1960-1963
© Fundación Fisac
Parroquia de Santa Ana, Madrid, 1965-1971
Bodegas Garvey, Jerez de la Frontera, 1969-1974
Edificio IBM (detalle), Madrid, 1966-1969
Laboratorios Jorba, Madrid, 1965-1969

Pero seguramente el edificio más emblemático de esta época es el de los Laboratorios Jorba (Madrid, 1965-1969). Situado en la carretera de Barajas, el conjunto constaba de dos edificios: la nave de los laboratorios, cuya cubierta estaba realizada con vigas en hueso de doble ala, y una torre de oficinas de siete plantas. “Interesaba que llamara un poco la atención (una torre-anuncio)”, explicaba el arquitecto, “y yo he hecho una frivolidad, porque el programa exigía una frivolidad”. La frivolidad consistió en girar cada una de las plantas 45 grados respecto a la inferior, y en unir después esos volúmenes con planos paraboloides de hormigón armado. El efecto era lejanamente oriental, y por eso los madrileños la bautizaron como La Pagoda. Por desgracia, una serie de torpezas y errores administrativos –aunque también hubo acusaciones de especulación inmobiliaria y de conspiraciones del Opus Dei- llevaron a su demolición en julio 1999, a pesar de las protestas de muchos colectivos de arquitectos. “Se necesitaron 15 días”, comentó en su día Fisac con ironía. “Probablemente, en caso de terremoto o de una bomba atómica, La Pagoda se hubiera quedado en pie”.

A partir de la década de los 70, Fisac llevó su relación con el hormigón un paso más allá. Los huesos comenzaron a dar problemas de estabilidad, filtraciones o aislamientos, y decidió concentrar su atención sobre las fachadas, sobre la piel de los edificios. Mediante el uso de encofrados flexibles, que se hinchaban al verter el hormigón en su interior, creó edificios vibrantes y de aspecto mullido, que perpetúan de manera virtual el carácter fluido del material con el que están construidos. Tras haber iniciado su viaje por la arquitectura desde las vísceras (el mondongo), tras haber armado el esqueleto de huesos que conforma cada edificio, Fisac dedicó los últimos años de su carrera a estudiar el aspecto más íntimo del hormigón: esa “huella genética” que persiste en su interior.