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La metamorfosis de la grasa o por qué pasamos de querer ser gordos a flacos (según el arte)

Por Pedro García Martín

Retrato de Alessandro dal Borro por Charles Mellin

La representación de la obesidad en las bellas artes y la literatura ha sido un producto del contexto histórico. ¿Cuándo pasamos de querer ser gordos a flacos? Hacemos un repaso por el arte paleolítico y antiguo, pasando por el Barroco y Renacimiento, hasta los primeros intelectuales del XIX que comenzaron a criticar los “rostros congestionados y barrigas gordas” y la alta costura de Paul Poiret.

El fármaco Ozempic, que hasta ahora se recetaba en el tratamiento de la diabetes, parece que está resultando efectivo para adelgazar. Las recomendaciones de famosos como Kim Kardashian o Elon Musk han catapultado sus ventas. Su demanda ha enriquecido tanto a la farmacéutica danesa Novo Nordisk que, enrolada en esta cruzada contra la obesidad, ha obtenido beneficios equivalentes al PIB de su país.

La representación de la obesidad en las bellas artes y la literatura ha sido un producto del contexto histórico. En épocas pretéritas, donde una buena parte de la población conocía el hambre como regla, la grasa era un símbolo de superioridad excepcional. Mientras que, en la sociedad consumista de nuestros días, a pesar de ser incapaz de erradicar las carestías en algunos lugares del mundo, la morbidez se ha convertido en un problema médico de primer orden.

El especialista más reputado sobre el tema, el historiador francés Georges Vigarello, ha estudiado en Las metamorfosis de la grasa. Historia de la obesidad el paulatino tránsito de la gordura a la delgadez, vinculándolo a la estética, la alimentación y la medicina: “La historia de la gordura -escribe- es también la historia de la valoración de las formas corporales y las prácticas asociadas a ella”.

¿Desde cuándo se da la obesidad? Desde siempre. Otra cosa es que se haya tenido conciencia de ella y, además, que se empezara a representar a las personas con sobrepeso en la Historia del Arte. Los escultores de las Venus paleolíticas, por ejemplo, las labraban de forma natural con sus caderas anchísimas a causa de los numerosos partos. En cambio, en los pueblos de la Antigüedad, los reyes y los sumos sacerdotes de Mesopotamia y Egipto se daban atracones durante sus bacanales, en contraste con la delgadez famélica de súbditos y esclavos. Las pinturas y las esculturas de aquellos poderosos no reflejaban su gordura, pues, al considerarse semidioses, los artistas idealizaban su silueta. El busto de Nefertiti y más tarde el de Cleopatra por ejemplo, destacan por sus facciones delicadas y su cuello de garza.

Apolo de Belvedere © Wikimedia Commons
Fuente de Baco, Jardín de la Isla (Aranjuez) © Wikimedia Commons / Miguel Hermoso Cuesta

Tan solo en la cultura grecolatina hubo dos modelos corporales contrapuestos: el apolíneo y el dionisiaco. Los emperadores, considerados héroes, aparecían como Apolos, mientras los dioses borrachines como Baco y sus amigos los sátiros tenían una barriga desmesurada. La antítesis a esa tendencia occidental hacia la delgadez en dioses y reyes sobrehumanos la encarna en el Lejano Oriente la figura de Buda. Algunas de sus imágenes más populares le esculpen sonriente y gordo, por lo que muchos fieles le veneran frotando su panza con las manos, porque según la tradición trae buena suerte y prosperidad.

El Medievo, donde estaba bien visto ser obeso

La obesidad se hizo más explícita en el Medievo, donde la grasa fue sinónimo de poder político y económico, por lo que su exhibición pública en una audiencia real, una misa o un desfile confería prestigio social ante el público. Por eso, eran gordos aquellos privilegiados que disponían de recursos. Por ejemplo, los monarcas que ofrecían banquetes a los señores feudales como una demostración simbólica de su autoridad. Otro: los guerreros cuya fuerza física se pensaba que estaba relacionada con su corpulencia. Y los clérigos que practicaban la glotonería a hurtadillas, porque la voz crítica de los moralistas condenaba el pecado capital de la gula, como se encargaban de recordar el cura en los sermones dominicales y las pinturas que recreaban el Infierno donde aparecían condenados por su apetito pecaminoso.

Los campesinos y los desfavorecidos soñaban con la isla de Jauja, que era el universo al revés, donde se daba la abundancia de comida y de sexo, la ausencia de trabajo, la desnudez y la permisividad. En suma, era el contrapunto al hambre cotidiana que acechaba a la puerta de los hogares humildes y a la represión moral de los eclesiásticos.

La gordofilia estuvo de moda durante muchos siglos. Los gordos seducían a los pobres famélicos porque representaban la riqueza. El canon deseado era el de la grasa y la carne que llenaban la barriga en banquetes donde se comía y se bebía a destajo. Los gobernantes lo hacían a diario y con motivo de algún acto oficial del protocolo. Los gobernados les imitaban con sus escasos medios en bautizos, bodas y fiestas de guardar. La máxima expresión de esa glotonería escatológica es la obra de François Rabelais Gargantúa y Pantagruel: “Bebed siempre y jamás moriréis. Si yo no bebo, me quedo seco”, aconsejaba el gigante Gargantúa; “Comilona sin siesta, campana sin badajo”, sentenciaba Pantagruel.

Cuando las matemáticas instauraron el nuevo canon

Pero entonces llegó el canon de belleza del Renacimiento. El hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci fue un ejercicio de proporciones matemáticas más que anatómicas. El nacimiento de Venus y La primavera de Sandro Botticelli expresan la armonía neoplatónica y no el cuerpo de una modelo. En la vida real, se seguía dando los tipos orondos entre los poderosos, como ejemplifica el rey inglés Enrique VIII, como podemos ver en su retrato por Hans Holbein el Joven. A pesar de su fama de Barba Azul por haber tenido seis esposas y numerosas amantes, el monarca que creó la iglesia anglicana pasó de ser un joven atlético a tener que ayudarle para montar en caballo y levantarle de la cama. Un estudio del especialista en diabetes Mark McCarthy, publicado en The Times, ha examinado las armaduras que usó a lo largo de cincuenta años y ha concluido que en su vejez medía 1,83 de altura y tenía una obesidad desmesurada a causa de la gula y el metabolismo.

Retrato de Enrique VIII de Inglaterra por Hans Holbein el Joven © Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

Entonces ¿qué pasó entre las lorzas que exhibían em>Las Gracias de Rubens en el Barroco y la elegancia estilizada de Las Tres Gracias neoclásicas de Antonio Canova? Por medio tuvo lugar la revolución científica de la Ilustración que cambió el discurso médico. Los doctores se convencieron de que el ser humano bombeaba vida, y, dado que por su cuerpo circulaba sangre y aire, aconsejaron lavarse para que la suciedad no bloquease los poros. Los vestidos entonces aligeraron su peso y tejido y surgieron los pantalones de los sans-culottes de la Revolución Francesa frente a las calzas aristocráticas.

Las tres Gracias, Rubens © Museo Nacional del Prado
Las tres Gracias, Antonio Canova

El siglo XIX trajo consigo un nuevo ciclo demográfico gracias a la revolución médica, pues, si las vacunas paliaron los contagios, el cambio de consideración de los padres hacia el número de hijos deseable condujo a tomar medidas anticonceptivas. Los intelectuales más progresistas, como Samuel Pepys y Saint-Simon, no se anduvieron por las ramas al censurar a hombres “de rostros congestionados y barrigas gordas” y a mujeres “gordas y chaparras”. Los atracones ya no eran un modelo de prestigio a seguir. Habían dejado de asociarse a la fuerza para pasar a ser síntomas de indolencia, flojera y ordinariez. Las curvas que derivaban de las mesas copiosas iban en contra del refinamiento corporal de las personas modernas.

De aquí surgió el control de peso en la báscula, la lucha por apretar las carnes con la faja y el corsé, y, ante el fracaso de la autodisciplina, las curas de adelgazamiento que han llegado hasta hoy día. Pero, sobre todo, se produjo el cambio de paradigma médico al asociar la grasa a determinadas enfermedades (cardiovasculares, circulatorias, diabetes) y a síntomas reprobables en la etiqueta social. Enseguida se liberó a la mujer de la cárcel del corsé y al hombre de los chalecos abotonados a sus barrigas. De la mano de la alta costura de Paul Poiret las damas exhibieron su figura delgada por los salones y los grandes almacenes, mientras los caballeros, dandis y flâneurs que paseaban por bulevares y jardines, alardeaban de siluetas de figurines.

En adelante, la alegría de vivir que embargó la Belle Époque rindió culto a las estampas del cuerpo liberado. El canon grecolatino de belleza desplazó el vientre abultado del buen burgués. Los atletas de los primeros Juegos Olímpicos de la historia moderna, mirándose en los héroes clásicos, ridiculizaron las caricaturas de políticos dibujadas en la prensa. Los ballets rusos despertaban deseos eróticos en los espectadores de distinto género a través de sus siluetas estilizadas: la promesa sexual que ascendía por unas piernas femeninas haciendo puntas y los músculos y genitales masculinos ceñidos a las mallas. De sobra sabía Niyinski cómo escandalizar al público mediante sus gestos provocativos.

Había nacido el culto al cuerpo que, en adelante, había que lucir en la playa, los paseos urbanos, las excursiones campestres, las competiciones deportivas y los bailes festivos. Pero también su tiranía, pues las personas a partir de entonces envidiarán los tipos esculturales y denostarán los gruesos. Sin embargo, hoy más que nunca se antoja necesario recordar al humanista italiano Pietro Bembo quien pensaba que: “La belleza no es más que una gracia que nace de la proporción, conveniencia y armonía de las cosas”. La apreciación de esa gracia, de esa belleza personal, más allá de ensalzar o condenar la gordura, es subjetiva en cada uno de los seres humanos y aún más libre entre los artistas.

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