Arquitectura & Diseño

El día que Mies Van Der Rohe creó "el mejor edificio del mundo" en Barcelona y lo derruimos para volverlo a construir

Por Vidal Romero

‘Pabellón de Alemania’, Mies Van Der Rohe. Barcelona
© Ashley Pomeroy

Dentro del canon de la arquitectura del Siglo XX, hay pocos edificios que posean tanta carga simbólica como el Pabellón de Alemania. Construido por Mies Van Der Rohe para la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, fue la primera obra maestra del arquitecto alemán. Fue también un ejemplo de abstracción neoplástica y un laboratorio desde el que probar algunos conceptos del Movimiento Moderno, como la planta libre o la separación entre fachada y estructura, que hoy son de uso común. Casi 100 años después de su construcción, su influencia sigue viva en varias generaciones de arquitectos.

Durante la década de los años 20 del siglo pasado, Alemania era un país en reconstrucción. La derrota en la I Guerra Mundial había significado también el fin del imperio alemán y el nacimiento de la República de Weimar: una nueva idea de nación, de carácter pacífico y laborioso, enfocada hacia la industria y la cultura. Este ímpetu de cambio, sin embargo, se veía frenado por las restricciones de la posguerra, que hacían difícil el comercio entre las empresas alemanas y sus países vecinos. Y en ese sentido, la exposición de Barcelona suponía una oportunidad inmejorable, porque se esperaba la llegada de muchos empresarios iberoamericanos, que viajarían a España para visitar las exposiciones de Barcelona y Sevilla. La presencia de Alemania en la exposición, en fin, tenía una doble función: por un lado, establecer nuevos acuerdos comerciales, que apuntalaran el crecimiento industrial del país; y por otro, reflejar ese nuevo espíritu nacional. Mostrar, en palabras del comisario escogido para la ocasión, “qué somos capaces de hacer, qué somos, cómo sentimos y vemos hoy en día. No queremos otra cosa que claridad, sencillez y honestidad”.

El carácter comercial de aquella empresa determinó que la presencia alemana se realizara a través de máquinas e inventos, colocados de manera estratégica por todo el recinto, para demostrar el poderío tecnológico de Weimar. En un principio, ni siquiera se planteó la idea de un pabellón, pero el anuncio de que Italia y Francia levantarían sendos edificios, obligó al gobierno a buscar un arquitecto cuando quedaba menos de un año para el comienzo de la exposición. El elegido, Mies Van Der Rohe, recordó en una entrevista de 1959 cómo fue aquel encargo: “Yo les dije: ‘¿Qué es un pabellón? No tengo la menor idea’. Y ellos me dijeron: ‘Necesitamos un pabellón. Proyéctelo, y sin demasiado vidrio’. Debo decir que fue el trabajo más difícil al que me enfrenté, porque yo era mi propio cliente; podía hacer lo que quisiera. Pero no sabía lo que debía ser un pabellón”. Efectivamente, aquel pabellón carecía de contenido, su función era puramente representativa, así que Mies decidió convertirlo en una casa alemana. O al menos, en esa casa alemana que él imaginaba para el futuro que estaba a punto de llegar.

© Fundació Miles Van Der Rohe Barcelona
© Fundació Miles Van Der Rohe Barcelona

Cuando recibió el encargo del Pabellón, a finales de 1928, Mies Van Der Rohe era un arquitecto con muy poca obra construida, pero muy apreciado por las autoridades y los empresarios de Berlín. Entre los primeros, todavía resonaba el éxito de la Colonia Weissenhoff en 1927, una exhibición que pretendía abordar los problemas de la construcción de viviendas desde una óptica moderna y que, bajo la dirección de Mies, había convocado a un impresionante plantel de arquitectos europeos, que incluía a Walter Gropius, Le Corbusier, Bruno Taut y Hans Scharoun. Para los segundos, Mies era el mago de las instalaciones comerciales, un tipo capaz de forzar las posibilidades de los materiales de construcción para ayudar a venderlos. En la Sala de vidrio construyó varias zonas delimitadas por paños de vidrio y suelos de linóleo que fluían de manera orgánica, en un ejercicio de abstracción de un espacio doméstico. Para una exposición de moda de señoras, diseñó un Café de terciopelo y seda, en el que los espacios quedaban definidos por armazones curvos y rectilíneos de tubos de acero, de los que colgaban lujosos tejidos (sedas, terciopelos y linos) de colores vivos. En ambos casos, contó con la ayuda de Lilly Reich, una diseñadora que se convirtió en su colaboradora más estrecha y que fue determinante en muchos de sus trabajos de interiorismo y de mobiliario. En el Pabellón de Barcelona, por ejemplo, se ocupó de todo lo relativo a los espacios de exposición, lo que dejó a Mies libre para concentrarse en el edificio.

© Fundació Miles Van Der Rohe Barcelona

La falta de definición del programa permitió a Mies desarrollar un espacio dinámico, definido por dos planos horizontales (la cubierta y el suelo) y muros verticales. Muros que se desplazaban siguiendo la lógica de una composición neoplástica, y que en su desplazamiento producían una relación abierta entre el interior y el exterior y una serie de recorridos cinemáticos, que invitaban al espectador a moverse libremente. Sobre este conjunto de referencias se añadieron otros dos sistemas reticulares: un suelo de losas de travertino, en el que se recortaban dos láminas de agua, y dos hileras de pilares metálicos, cuya sección era cruciforme, para evitar que una de las direcciones prevaleciera sobre la otra. El carácter abstracto y misterioso del edificio se veía amplificado por la elección de los materiales que lo componían: la pieza principal era un muro macizo de ónice dorado, de tres metros de altura por cinco de longitud, construido con ocho placas de diseño simétrico.

En una entrevista realizada en 1955, Mies explicó que, al ser invierno no podían extraer mármol de las canteras, y que encontró ese bloque en unos almacenes. “El tamaño del bloque sólo permitía la posibilidad de adoptar el doble de su altura, así que el pabellón se hizo con dos veces la altura del muro: ese fue el módulo”. Alrededor de este centro de gravedad se movían el resto de los muros del pabellón, algunos recubiertos de mármol verde y de travertino, otros compuestos mediante paños de vidrio, un par de bancos corridos y una pared de luz construida con vidrios coloreados, que introducía en el corazón del edificio una luz cenital. En conjunto, el pabellón era un festival de brillos, reflejos y transparencias, de gestos que deformaban y desfiguraban el espacio, a la vez que incitaban a recorrerlo. Lilly Reich resolvió una exigencia del gobierno alemán, que quería que en el interior del edificio estuvieran representados los colores de la bandera, con el añadido de unas gruesas cortinas de terciopelo rojo y una suntuosa alfombra negra en el centro del espacio (el amarillo ya estaba presente gracias al ónice). También se colocó en uno de los estanques una estatua de Georg Kolbe, un artista coetáneo de Mies, y se diseñó una butaca, la famosa silla Barcelona, para acoger las reales posaderas de Alfonso XIII y su esposa, encargados de inaugurar el pabellón.

© Fundació Miles Van Der Rohe Barcelona
© Fundació Miles Van Der Rohe Barcelona

“La reconstrucción de una fotografía”

Como decíamos al principio, el Pabellón de Barcelona es uno de los edificios más icónicos del siglo XX, y por eso todos los historiadores y teóricos de la arquitectura han querido realizar sus propias lecturas sobre él. Si Peter Beherens afirmó que se trataba de “el mejor edificio del mundo” y Sigfried Gideion se fijó en las “superficies pulidas de materiales preciosos, que funcionan como los elementos de una nueva concepción espacial”, el italiano Manfredo Tafuri lo definió como un edificio “con carácter mitológico”, un “teatro de la ausencia, un templo de vacío y silencio”. Kenneth Frampton, por su parte, lo veía como “una composición suprematista-elementarista (…) en la que ciertos desplazamientos en su volumen se consiguen a través de las lecturas ilusorias de sus superficies”, mientras que William J. R. Curtis lo describió como “la encarnación más pura del zeitgeist: un artefacto espiritual significativo, que traducía en espacio la voluntad de una época”.

Lo más interesante de estas descripciones es que casi todos estos autores escribieron sobre el Pabellón sin haberlo visitado: a pesar del éxito cosechado por el edificio y de las numerosas voces que pidieron su conservación, fue desmantelado en 1930, sus piezas reutilizadas en otros edificios o vendidas al mejor postor. Lo que significa que, durante 50 años, el edificio se conoció a través de 13 fotografías que estaban cuidadosamente compuestas, seleccionadas e incluso manipuladas por el propio Mies. Trece fotografías en las que los brillos, reflejos y sombras del pabellón estaban tan difuminados que resultaba difícil determinar dónde terminaban y empezaban los distintos planos: es en esa indefinición donde residía el carácter mitológico al que hacía referencia Tafuri.

El Pabellón de Alemania en la expo’29 de Barcelona, 1929

No sorprende, entonces, que la reconstrucción del pabellón en 1986 provocara un intenso debate acerca de la autenticidad del nuevo edificio (los más amables lo calificaron como réplica o facsímil, pero también hubo quien lo definió como simulacro, pastiche o parodia) y de la legitimidad que tenían los arquitectos encargados del proyecto para interpretar la escasa documentación que existía de la obra original. Algunos cambios, como la sustitución de los pilares cromados por otros de acero inoxidable, o la utilización de vidrios tintados con métodos industriales, suponían “entrar en la cabeza de Mies y conocer sus deseos”. Dudas que se extendían también a la disposición exacta del pabellón dentro de la falda del Montjuic, o incluso a las dimensiones reales del edificio, y que llevaron a varios críticos a pensar que el nuevo edificio era, en realidad, “la reconstrucción de una fotografía”.

El Pabellón de Barcelona es también uno de los edificios sobre los que más se ha escrito en la historia de la arquitectura, y bucear en la bibliografía que existe sobre él, o sobre Mies Van der Rohe, es como lanzarse a pulmón en la Fosa de las Marianas: una empresa condenada al vértigo. Solo en español, existen más de 50 libros publicados y centenares de tesis doctorales, que analizan el edificio desde puntos de vista que a veces rozan la extravagancia. Dentro de esta vorágine, sin embargo, hay un par de títulos que merecen ser destacados por el modo en el que hablan del Pabellón. En El horror cristalizado, escrito por Josep Quetglas en 1986 y reeditado varias veces desde entonces, el autor utiliza el formato de obra teatral para desplegar un extenso andamiaje teórico, en el que las interpretaciones sobre el edificio se multiplican (a ratos es un templo dórico, a ratos un espacio teatral, a ratos es un collage) acompasadas por todo tipo de juegos literarios y una desbordante cantidad de información.

© Fundació Miles Van Der Rohe Barcelona
© Fundació Miles Van Der Rohe Barcelona

Más actual resulta Mies y la gata Niebla, un ensayo de Andrés Jaque, escrito después de que el patronato del Pabellón le invitara a realizar una instalación en el edificio. Durante dos años, Jaque realizó entrevistas a personas relacionadas con el Pabellón, y descubrió que en la reconstrucción se había añadido al edificio un sótano que ocupa toda la planta del podio. En ese espacio, vedado al público y de acceso incómodo, es donde se encuentra toda la maquinaria necesaria para mantener la ficción del edificio oculta a los ojos del público: los filtros de las piscinas, el material de limpieza, el mobiliario necesario para los actos y presentaciones que se realizan allí de manera periódica, pero también las cortinas, placas de travertino y piezas de vidrio que se han cambiado porque estaban rotas o avejentadas, y que son “el equivalente arquitectónico de El retrato de Dorian Grey”; objetos que, “por haber formado parte del Pabellón, retienen mágicamente el valor del edificio”.”

El sótano es también el espacio donde los trabajadores se cambian de ropa y donde se sientan a comer; un espacio incómodo y poco preparado para la presencia de personas (por ejemplo, no hay aire acondicionado ni calefacción porque no se podrían ocultar los equipos), una circunstancia que a Jaque, siempre interesado por cómo afecta la arquitectura a la vida cotidiana de las personas, le preocupaba de manera especial. Uno de los trabajadores, sin embargo, le confesó que la mística del Pabellón funciona a pesar de todo: “muchas veces, el hecho de estar allí (en el espacio central del pabellón) me relajaba. Sentía que las cosas permanecían como estaban, y aunque hubiera tenido un día horrible, aún había lugares donde uno podía estar en contacto con la esencia de la vida.