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El pintor aburguesado que elevó a las prostitutas a la categoría de estrellas

Por Alberto G. Luna

‘Olympia’, Édouard Manet. 1863

Édouard Manet (1832–1883) y Edgar Degas (1834–1917), se exponen actualmente, frente a frente, en el Metropolitan Museum of Art (Met) de Nueva York. Con motivo de esta muestra, analizamos una de las principales obras precursoras del Impresionismo, que esconde una dura crítica a la burguesía francesa de la época.

En el París del siglo XIX, si nacías en el seno de una familia que tuviera el dinero por castigo, lo más probable es que no fuera fácil dedicarte al arte. El padre de Cézanne por ejemplo, le decía a su hijo cuando este era joven que dejara la pintura y se fuera a trabajar con él al banco, que con la genialidad mueres y con el dinero vives. De hecho, en su novela autobiográfica La Obra, Zola, amigo del artista, describe cómo ambos son “arrastrados por afinidades secretas, el despertar de una inteligencia superior, en medio del brutal aplastamiento de los abominables imbéciles que los golpean”.

Lo mismo le ocurrió a Manet. Nacido muy lejos del barrio bohemio, en el lado izquierdo del río Sena, en St. Germain, entre la aristocracia de la época; parecía destinado a dedicarse a las leyes. O por lo menos esa era la intención de su madre, ahijada del rey de Suecia, y su padre, un juez de mentalidad conservadora. Pero, sorpresas de la vida, en su lugar se puso a pintar. Y no lo hizo como mandaban los académicos del Salón de París —con colores sobrios y bien mezclados, líneas exquisitas y temáticas clásicas—, sino a su peculiar manera. Con colores vibrantes, pincelada corta y temas inspirados en la vida cotidiana.

El precursor del Impresionismo presentó de esta manera El bebedor de absenta y, más tarde, Almuerzo sobre la hierba en el que una mujer —desnuda— se encontraba de picnic con dos hombres —vestidos— en un parque público. Como no podía ser de otra forma, la élite lo destrozó. Pero el francés hizo caso omiso de las críticas —un ejemplo que deberíamos seguir todos—, no se desanimó y siguió pintando.

Entonces apareció Olympia.

‘El bebedor de absenta’, Édouard Manet. 1856
‘El almuerzo sobre la hierba’, Édouard Manet. 1862-1863

La venganza del niño pijo contra los viejos verdes

En 1865 Manet mostró al mundo el retrato de una mujer desnuda recostada en una cama con una desconcertante confianza, mirando directamente al espectador. No llevaba nada más que una cinta negra alrededor del cuello, una pulsera de oro en la muñeca, una zapatilla en uno de sus pies y una orquídea en la cabeza —símbolos de la inocencia perdida—. A su lado, una sirvienta le traía flores, probablemente de algún cliente satisfecho. Y a los pies, un gato negro representaba la promiscuidad y la noche. Una prostituta, en definitiva.

Hasta ese momento los desnudos se habían ceñido a las musas. Venus idealizadas. Cuerpos femeninos clásicos asociados con la pureza, la belleza y la sumisión de la mujer. Olympia sin embargo, no era una diosa ni una ninfa sacada de un poema de Ovidio; tampoco una aristócrata de Goya, sino una cabaretera que observaba con desafío al público. El mismo que de día acudía con sus mejores trajes al Salón de París a denostar los cuadros de los impresionistas y a las exclusivas galas de la clase alta, y de noche a los submundos convulsos de los burdeles y cabarets. Muchos de ellos incluso con amantes mantenidas.

‘Venus de Urbino’, Tiziano. 1534
‘Venus dormida’, Giorgione. 1510
‘La maja desnuda’, Francisco de Goya. 1797-1800
‘La gran odalisca’, Jean-Auguste-Dominique Ingres. 1814

En la Francia de Manet proliferaban las bailarinas que, generalmente, provenían de clases desfavorecidas. La Ópera de París representaba la única esperanza de muchas de ellas, en ocasiones, menores. Un trampolín hacia el mundo de los más poderosos. Ver a Olympia allí, a plena luz del día, traída de ese abismo profundo de nuestra psique donde se encuentra lo más primitivo, los egoísmos más afilados, los instintos más reprimidos y ese yo desautorizado que la mente consciente rechaza, causó tanto odio entre el público asistente que tuvieron que retirarla.

Aunque lo cierto es que Manet no fue el único artista que denunció las terribles desigualdades sociales de la época. En La clase de danza, Edgar Degas mostró a unas bailarinas de la Ópera de París a través de una pronunciada diagonal y cortando a todas las que se encontraban en los bordes del lienzo; como si de una fotografía se tratase. Pero si uno se fija detenidamente, puede observar en el extremo superior derecho a algunos caballeros bien vestidos pulular entre ellas. La explicación la podemos encontrar en que esta disciplina era una de las preferidas de la burguesía. Sin embargo, de las jovencísimas bailarinas no solo se admiraba su delicadeza artística. Como aseguran muchos estudios realizados de la obra, el salón de la danza –y esto era un secreto a voces– también se empleaba como un burdel de lujo. Y es que para llegar a fin de mes, muchas de ellas practicaban la prostitución con los hombres adinerados que asistían a los ensayos.

En Un bar del Folies-Bergère, Manet vuelve a evidenciar esta doble moral de la clase alta francesa al representar a una camarera de mirada triste con un collar similar al de Olympia, conversando con un burgués. Algo que nos permite ver mediante el reflejo de un espejo al mismo tiempo que la feliz vida continúa para el resto de los allí presentes.

‘La clase de baile’, Edgar Degas. 1871-1874
‘El bar del Folies Bergère’, Édouard Manet. 1882

Una teoría de Foucault sobre lo que realmente nos inquieta de Olympia

En 1971 Foucault realizó un análisis de las pinturas de Manet a lo largo de una serie de seminarios que más tarde fueron recopilados en el libro La pintura de Manet, en los que se preguntó –literal–, “qué hacía esa pintura tan insoportable”. Para el filósofo y psicólogo francés la clave está en la iluminación. La Venus de Urbino por ejemplo, también desnuda, aparece iluminada desde el extremo superior izquierdo del lienzo, de algún lugar que el espectador presume está fuera de la obra y no le hace partícipe. "Ese cuerpo es visible gracias a esa fuente luminosa que la sorprende, a su pesar y a pesar del espectador. Hay una mujer desnuda que está ahí, ajena a todo, que no mira nada. Hay también una luz que la ilumina, y por último estamos nosotros. El espectador que descubre el juego de la luz y la desnudez".

En el cuadro de Manet, por el contrario, es una luz violenta la que la ilumina de frente. "Una luz que viene de delante, una luz que procede del espacio que existe frente al lienzo. No hay tres elementos. En realidad, tan solo hay una desnudez y un público que se halla en el mismo lugar que la luz". Es decir, que es nuestra propia mirada la que ilumina a Olympia. “¿De qué lugar procede, sino precisamente de allí, donde se encuentra el espectador?”, sentencia.

Elucubraciones aparte, de lo que no cabe duda es que Olympia supuso el primer desnudo de una mujer moderna. Algo que logró Manet desafiando las reglas de la creación y la estética, demostrando que la pintura no tiene por qué estar sujeta a la tradición. William Blake escribió en cierta ocasión que "si el tonto persistiera en su locura, se volvería sabio". Con lo que no contaban los señorones académicos franceses es que, además de ser un cabezota, el más recio de los impresionistas no necesitaba vender sus cuadros para vivir holgadamente. Gracias a eso hoy existe el Impresionismo.

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