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¿Crees que tienes un Dalí? Probablemente sea falso

Por Sol G. Moreno

‘El gran masturbador’, (1929), Salvador Dalí.

Si pensabas que Warhol fue el rey del 'merchandising' del arte es porque no conoces a Dalí, el genio surrealista que se autoplagió, vendió firmas por 40 dólares e inventó el negocio perfecto para sacar rendimiento a su obra: las series grabadas. Amigo de los excesos, el dinero y el escándalo, el artista español sigue creando polémica incluso después de muerto con una avalancha de falsificaciones sobre su obra gráfica.

Cada mañana, después del desayuno, me gusta empezar el día ganando 20.000 dólares”. Seguramente fuese una bravuconada más de Dalí, pero viendo la gran fortuna que amasó en vida, tal vez deberíamos tomarnos en serio sus palabras. En cualquier caso, sirva esta frase para presentar a un personaje con un genio tan desmedido como su ego que encandiló al público con sus relojes blanditos, sus elefantes de patas infinitas y su bigote afilado.

El padre del Surrealismo español tuvo una visión certera para los negocios: no solo vendió sus obras, sino que también supo convertirse él mismo en un producto de marketing lleno de magnetismo. Fue la Lady Gaga de su tiempo y, por cierto, el primero en vestir –pictóricamente– un cuerpo femenino con chuletas de cordero. Logró plasmar un universo de sueños y fantasías, escenas oníricas, pintura automática y dobles imágenes a través de composiciones tan icónicas como La persistencia de la memoria, El gran masturbador o Teléfono Langosta. Su talento y creatividad arrolladora le convirtieron en un personaje sin parangón, por eso ha fascinado a tantas generaciones.

“Solo hay dos cosas malas que pueden pasarte en la vida: ser Pablo Picasso o no ser Salvador Dalí”. El maestro en estado puro…

Salvador Dalí. La persistencia de la memoria. 1931.

El artista que dibujaba cheques para hacer ‘sinpas’

Y es que, su extravagancia e histrionismo nos han dejado historias fascinantes como la de su supuesto nacimiento a partir de un huevo mitológico, su aparición estelar en el puerto de Nueva York con una barra de pan gigante, la ocasión en la que casi muere ahogado por impartir una conferencia vestido de buzo –cuando comenzó a hacer aspavientos los asistentes pensaron que formaba parte del show–, o su negativa a pintar en Inglaterra un retrato de Laurence Olivier para el cartel de Ricardo III porque “Gran Bretaña es el lugar más desagradable del mundo”. ¡Y cómo olvidar su estrategia para comer de gorra! Hacía dibujos en el reverso de los cheques que entregaba en los restaurantes y, como todos querían una obra suya, se quedaban el papel sin cobrar los fondos.

Dalí pintando un retrato a Laurence Olivier para el cartel de Ricardo III. 1955. Fotografía: Keystone-France/Getty Images.

Ya entonces apuntaba maneras Salvador, quien entendió perfectamente el funcionamiento del mercado del arte y no tuvo reparos en trabajar para él, adaptando sus creaciones –pinturas, esculturas y grabados– a la demanda de un público que le idolatraba y que, aún hoy, le sigue venerando. No es extraño, por tanto, que en la actualidad sea uno de nuestros artistas más cotizados, cuyo récord mundial es Retrato de Paul Éluard adjudicado en Sotheby’s Londres en 2011 por algo más de 13 millones de libras.

‘Retrato de Paul Éluard’, Salvador Dalí.

Ni Christie’s ni Sotheby’s se atreven a vender grabados del maestro que sean posteriores a los años treinta

Con estas credenciales parece lógico imaginar que el legado de este rey Midas no ha hecho más que generar beneficios desde su muerte, pero nada más lejos de la realidad. Su falta de pudor a la hora de repartir firmas, creaciones e incluso derechos de explotación de piezas ha desembocado en una oleada de falsificaciones, estafas y engaños que le han valido el dudoso honor de “artista más falsificado de la historia”. Todo porque vendió sus obras, su vida y aquello potencialmente comercializable sin ningún control.

Sacó partido hasta de los derechos de su rúbrica, algo que tampoco debió de importarle mucho teniendo en cuenta que poseía 678 diferentes. Eso ha originado una cascada de quejas por parte de los coleccionistas y la revisión de toda su obra gráfica (en entredicho desde hace décadas). El asunto es tan grave, que ni Christie’s ni Sotheby’s se atreven a vender grabados del maestro que sean posteriores a los años treinta.

A la caza de litografías auténticas

Recientemente surgió el enésimo caso de falsificación de Dalí, cuando un coleccionista de Alabama pidió al especialista Bernard Ewell que tasara una obra sobre papel. Se trataba de una de sus trabajos más célebres, Lincoln en Dalivision, donde el rostro del presidente americano se funde con el cuerpo desnudo de la adorada musa del artista Gala. Tras las investigaciones pertinentes el “detective de Dalí” –como es conocido en el mundillo– tuvo que dar la mala noticia a su cliente: la pieza no era original, sino una impresión publicada por dos hermanos de Alabama como parte de una conocida serie de reproducciones falsas.

Litografía de ‘Lincoln en Dalivison’.

Esta historia se ha repetido centenares de veces, también en España. En 2012, por ejemplo, la Policía Nacional intervino casi medio centenar de litografías de la serie Relojes blandos entre las que se incluían varias composiciones idénticas. Se parecían tanto, que poseían la misma numeración dentro de la serie.

¿Cuál es el origen de esas estampas de dudosa procedencia? Pues aunque parezca increíble fue el propio Dalí quien se prestó al merchandising de sus obras. Todo surgió a partir de 1934 en Estados Unidos, país al que había llegado convertido en una celebridad protagonizando incluso la portada de la revista Time. Aquel año se celebró una exposición individual suya en la galería de Julien Levy que se saldó con un éxito brutal de público y ventas. Fue entonces cuando la demanda de sus obras se disparó en América. Era tal la cantidad de peticiones que recibía, que el artista era incapaz de dar abasto. Eso, sumado a unos gastos desorbitados por las mansiones que habitaba, le obligó a agudizar su ingenio. Finalmente su círculo más íntimo ideó el plan perfecto para sacar mayor rendimiento al trabajo: la estampación tanto de grabados originales como de cuadros ya pintados. De este modo, el autor dibujaba varios trazos sobre planchas de piedra o metal y luego se estampaban decenas, cientos de ejemplares para su venta.

Portada de la revista ‘Time’ de diciembre de 1936.

350.000 hojas firmadas en blanco

En aquel primer momento se trataba de ediciones limitadas y completamente originales. Lo que ocurrió es que para agilizar el trabajo, el artista comenzó a firmar hojas en blanco con la intención de mecanizar el proceso de grabado. Muchas de ellas se utilizaron para los fines acordados, pero otras tantas acabaron en el mercado por 40 dólares la unidad.

El número exacto de páginas que firmó en aquellos años es un dato imposible de calcular, aunque un miembro de su equipo confesó a The Wall Street Journal que Dalí firmaba hojas “cada dos segundos durante una hora sin parar”. Echemos la cuenta: si realmente firmaba 1.800 veces cada 60 minutos y esas hojas se comercializaban por 40 dólares cada una… ¡Le hubiesen bastado los minutos del desayuno para demostrar su bravuconada inicial!

Imaginemos ahora el uso de aquellas hojas vacías firmadas tan alegremente por Dalí. En esencia iban destinadas a sus grabados originales, pero llegó un momento en que resultó imposible llevar el control y el negocio se le fue de las manos. Hasta el punto de que el artista se vio obligado a firmar en 1986 una declaración jurada en la que prometía no haber prestado su firma a nada desde principios de la década. Pero ya era tarde. Lo que había comenzado como una propuesta de trabajo mecanizado sin muchos escrúpulos desencadenó un aluvión de falsificaciones. La “factoría Dalí” siguió expandiéndose de manera inevitable; surgieron las reproducciones sin licencia, las impresiones de pinturas que no habían sido autorizadas o directamente composiciones ajenas al maestro.

Ya en la década de los noventa se calculaba que la estafa de estas estampas podía ascender a las 50.000 copias, cifra que con los años se dispararía hasta las 350.000, como recogió Lee Catterall en su libro ‘El gran fraude de Dalí y otros engaños’ donde recoge todos esos escándalos surrealistas, incluida la confesión del secretario personal del artista, John Peter Moore, sobre aquellas prácticas poco ortodoxas. ¿Sabía Dalí el negocio que se había creado en torno a su trabajo, lo ignoró o permaneció ajeno? Genio o villano, juzguen ustedes mismos, al artista le daría absolutamente igual.