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Esas obras de arte moderno que nadie entiende y, sin embargo, valen millones

Por Alberto G. Luna

Koons, posando al lado de 'Rabbit', la que fuera la obra más cara de un artista vivo
          © Yui Mok - PA Images//Getty Images

La mayoría de nosotros sospecha, en lo más hondo y profundo de su corazón, que esculpir un conejo con forma de globo de helio o pintar unas latas de sopa Campbell y venderlas por una millonada es, cuanto menos, una farsa. Lo que pasa es que no nos atrevemos a decirlo en público, básicamente por no parecer unos cuñados.

Un hombre vestido con traje y corbata, una camisa de un color indefinido y un par de mocasines entra en un salón de altos techos con una enorme lámpara de araña ante un público de lo más variopinto, que le espera, expectante.

— Se acabaron las flores y los fruteros. He encontrado algo nuevo —anuncia al mismo tiempo que destapa un lienzo en el que aparece una ininteligible mancha de colores—.

— ¿Arte moderno? —Responde un incauto—.

— Nuestra especialidad a partir de ahora.

— No lo entiendo.

— Claro que no.

— Soy mayor.

— Claro que sí.

— ¿Por qué es bueno?

— No es bueno. No es esa la idea. ¿Veis a la chica?

— No.

— Creedme. Está ahí. Para saber que un artista moderno sabe lo que hace, pedidle que pinte un caballo, una flor o una fragata hundiéndose. Fijaos en esto —mostrando, en esta ocasión, un papel que se ha sacado del bolsillo con un pájaro pintado a lápiz que perfectamente podría haber dibujado un niño de ocho años—.

— Un gorrión perfecto. Excelente. ¿Puedo quedármelo?

— No sea estúpido. Claro que no. La cuestión es que podría haber pintado así de bien si quisiera. Pero cree que esto es mejor —girándose de nuevo hacia el cuadro—. Esto podría ser una obra maestra que vale una cantidad importante, exorbitante incluso. Pero aún no lo es. Hay que crear el deseo.

Siendo sinceros y haciendo un ejercicio de humildad, la mayoría de nosotros sospecha, en lo más hondo y profundo de su corazón, que esculpir un conejo con forma de globo de helio o pintar unas latas de sopa Campbell y venderlas por una millonada es, cuanto menos, una farsa. Lo que pasa es que, al igual que los crédulos personajes de La Crónica Francesa de Wes Anderson, no nos atrevemos a decirlo en público, básicamente por no parecer unos cuñados o hacer el ridículo.

El problema al que se enfrenta el espectador que contempla este tipo de arte moderno -en realidad, el problema al que se enfrenta todo tipo de espectador- tiene que ver con la comprensión. O dicho de otra forma, el no entender lo que nos ha querido decir el artista. Cuando la realidad es que, en muchas ocasiones, resulta que este no ha querido transmitir absolutamente nada; o peor aún, sí lo ha hecho pero no le han entendido ni los que se dedican a esto.

La obra del pintor holandés Piet Mondrian por ejemplo, New York City I, estuvo circulando por multitud de museos del mundo colgada del revés durante más de 70 años sin que ninguno de los comisarios o eruditos que por ahí pululaban se dieran cuenta. Cientos de críticos pasando durante tanto tiempo delante de aquel cuadro y escribiendo sobre su composición narrativa, técnica, profundidad o estructura, y la obra estaba patas arriba. Negro sobre granate de Rothko también fue expuesta en la Tate en horizontal y en vertical; así como El violinista de Picasso en el Reina Sofía; uno de los gouaches de Matisse en el MoMa o las icónicas flores de Georgia O'Keeffe (Amapolas orientales) en el Museo de Arte de la Universidad de Minnesota.

Así que, una vez hemos admitido que nadie sabe de arte y que aquí no pasa nada, ya estamos preparados para afrontar el debate de por qué, a pesar de que cada vez lo entendemos menos, pagamos tanto por él.

      Maurizio Cattelan, Comediante © Rhona Wise/EPA
Jens Haaning, lienzo en blanco
            Henning Bagger/Agence France-Presse — Getty Images
Salvatore Garau, escultura invisible
            Yuanyuan Yan — Getty Images
Karin Sander, vegetales
            Galería Helga de Alvear

Maurizio Cattelan vendió en la reputada feria de Art Basel de Miami Beach, una piel de plátano pegada con cinta adhesiva a una pared por 120.000 dólares. Dos lienzos en blanco del artista Jens Haaning, le costaron 72.000 euros al Museo Kunsten de Arte Moderno en Dinamarca. Por no hablar de la escultura invisible de Salvatore Garau -que él aseguraba estaba "llena de energía"- y que se colocó por la generosa cifra de 18.300 euros, la crucifixión de Chris Burden, las laceraciones de Gina Pane, las masturbaciones tortuosas de Vito Acconci o la performance de Marina Abramovic en la que se limitaba a sentarse delante del público, uno a uno, y mirarse a la cara.

Mención aparte merecen las piezas de fruta y verdura de Karin Sander clavadas en las paredes de Arco 2022. No se pierdan el extracto de la entrevista (esto es absolutamente real) que le hicieron a la galería Helga de Alvear, responsable de la instalación donde se ubicaban las hortalizas.

"¿Qué quiere expresar la artista? Porque, por ejemplo, aquí vemos una acelga, una fresa y una berenjena pegadas a la pared. ¿Qué es lo que pretende mostrar específicamente?"

"Lo que plantea, en realidad, son preguntas. Porque cuando te enfrentas a esto, sobre todo los primeros días, piensas primero si es una pieza de verdad o si es de plástico. (...) Luego también está la naturaleza como artista, porque esto se deja así y se va pudriendo a lo largo de la feria, y se va a ir viendo en la pared cómo se van derritiendo todos los jugos de las frutas y las verduras, porque son de verdad, son naturales".

Aquellos lectores que, por algún casual, a estas alturas no hayan decidido tirarse por la ventana tras perder cualquier tipo de fe en la humanidad, y sigan ahí esperanzados leyendo, probablemente se estén preguntando si nos hemos vuelto todos locos.

Me encantaría decirles que no. Pero no lo tengo del todo claro.

Duchamp, ¿el culpable de todo esto?

Probablemente la culpa de todo esto la tuviera Marcel Duchamp, uno de los principales defensores de que, en esto del arte, la idea es lo que importa y no su puesta en práctica. En 1917 compró un urinario, lo colocó sobre una superficie plana, le dio la vuelta y firmó con el pseudónimo de R. Mutt. Convirtiendo en dogma lo que probablemente fuera una broma que todavía hoy perdura en la comunidad artística. Porque lo cierto es que, gracias a él, una nueva generación de autores ha alcanzado cifras de récord en subasta espoleados por un público que ahora demanda un arte más dinámico y excitante, que trate del aquí y del ahora. Y que no tiene nada que ver con las viejas y marrones pinturas de los old masters. Ahí tienen a Jeff Koons, quien se hizo de oro con un perro y un conejo con forma de globos. Al igual que Damien Hirst, con su caja de cristal con gusanos y moscas alimentándose de una cabeza de vaca podrida. O Kusama y sus lunares.

 Marcel Duchamp. Fontaine, 1917
Jeff Koons. Balloon Dog (Blue), 2021
El artista estadounidense Jeff Koons posa junto a su obra
Damien Hirst, The Acquired Inability to Escape
            © Damien Hirst and Science Ltd
Joseph Beuys, durante su perfomance de ‘Me gusta América y a América le gusto yo’ en la que convivió en una jaula con un coyote

Hoy, cualquier objeto producido en masa es susceptible de convertirse en una obra de arte. Y como del arte conceptual a las performances hay solo un paso, también lo son las personas. El artista, su propio cuerpo, es la obra misma que crea un momento único y efímero, para luego terminar desapareciendo. Joseph Beuys convivió durante una semana en una jaula con un coyote. Las actuaciones de la mencionada Abramovic la muestran desnuda hasta la cintura, besada, posando como un maniquí, rociada con agua o encapuchada como una cautiva, entre otras muchas ideas bizarras.

Hay expertos que aseguran que arte es lo que considera un grupo de personas influyentes; o lo que museos y galerías deciden que lo sea. Lo que viene a ser una perogrullada como la de los hermanos Marx de la parte contratante de la primera parte. A lo que se refieren no es al arte, sino al mercado.

Arte es aquello que la gente entiende como tal. Ya sea una pintura hiperrealista, un calcetín o una escultura. Otra cosa es que valga o no la pena. Y eso solo el tiempo es capaz de juzgarlo. Un ejemplo lo tenemos en Vermeer, quien murió a los 43 años en la ruina absoluta, olvidado durante casi 200 años, y ahora lo tenemos hasta en la sopa. Su retrospectiva en el Rijksmuseum ha sido el acontecimiento artístico del año. De hecho, antes de abrir sus puertas se vendieron 200.000 entradas, una cifra récord para la pinacoteca. En su tiempo no se le consideró un artista, como tampoco a los impresionistas. Y mírenlos ahora.

El arte moderno, que se extiende desde 1860 hasta 1970; y el arte contemporáneo, que suele considerarse el que producen los artistas vivos, no son -o al menos no en su totalidad- una broma duchampiana gastada por unos pocos a un público crédulo. Gauguin, Seurat, Monet, Matthew Wong, Christina Quarles, Cecily Brown o Amoako Boafo, entre otros, son buena prueba de ello. Habrá que ver, sin embargo, si otros artistas que actualmente valen millones, valdrán algo dentro de 100 años. Del mismo modo que existirán otros que hoy pasan desapercibidos y algún día serán los nuevos Vermeer incomprendidos. Pero claro, nosotros no estaremos aquí para comprobarlo.