Protagonistas

Torturas y mucha violencia: Botero más allá de los gordos afables

Por Sofía Guardiola

Fernando Botero en su estudio

El artista colombiano, que nos dejó recientemente y que, a menudo, ha sido interpretado por el público general como un artista comercial e inocente de pinturas tiernas; esconde en realidad una obra con mucha simbología y denuncias de situaciones de extrema violencia.

He visto en innumerables casas, enmarcadas en las paredes del salón, del pasillo o incluso del baño reproducciones de obras de Botero. De hecho, seguramente fuese así como conocí a este artista colombiano que nos dejó el pasado viernes 15 de septiembre. Quizá los propietarios de aquellas viviendas lo escogiesen porque su estilo es sumamente reconocible, o porque en muchas de sus obras hay referencias culturales que todos conocemos, y que incluso han pasado a formar parte del imaginario popular –desde la Gioconda hasta Cristo Crucificado, pasando por una serie de retratos–. Otro de los posibles motivos puede ser el aire naif que tienen sus figuras, ese aura inocente que utilizan también los dibujos animados.

Sin embargo, quedarse con esa impresión de Botero es no llegar siquiera a rozar la superficie de su obra, en la que ya a simple vista pueden captarse en muchas ocasiones detalles inquietantes, cuestiones que no encajan y que nos hacen pensar que algo extraño, casi mágico, está sucediendo en sus composiciones.

En su obra Una familia (1989), por ejemplo, más allá de los detalles típicamente grotescos del boterismo –como las desproporciones o los detalles como el del perro, una criatura extraña, tan voluptuosa como sus dueños, con un ceñido jersey rojo– vemos cómo hay una pequeña serpiente roja que emerge de uno de los árboles y se dirige hacia la cabeza de la madre. El animal parece amenazar con atacarla, pero esa familia ideal que posa para el retrato –y a la que sin duda Botero critica por ese mismo afán de parecer felices y perfectos– es ajena al peligro que se cierne.

‘Una familia’, Fernando Botero
‘Bailando en Colombia’, Fernando Botero

Del mismo modo, en la obra Bailando en Colombia (1980) una pareja de bailarines se mueve al ritmo de una música ilusoria, imposible, puesto que la orquesta que se encuentra junto a ellos posee unos instrumentos sin cuerdas, que aparecen en numerosas obras del artista. Estas cuestiones oníricas propias del realismo mágico, donde lo imposible se confunde con lo cotidiano, son sin duda herencia de la Colombia natal de Botero, una característica ineludible en su obra de la que él intentó zafarse asegurando que sus pinturas eran “improbables, pero no imposibles”. Sin embargo, ¿no es acaso esa posibilidad sumamente remota y al mismo tiempo casi plausible la base sobre la que se cimenta el realismo mágico, lo que le da precisamente el nombre?

Las obras más políticas

Además de las dobles lecturas y los secretos inquietantes que parecen esconderse tras las figuras regordetas, sonrientes y afables de Botero, también es interesante indagar en la carrera del artista en busca de sus obras más políticas, en las que plasmó la violencia de su tierra natal y también de otros lugares que, por desgracia, ocuparon durante algún tiempo los titulares de los periódicos del mundo entero, como la cárcel de Abu Ghraib, en la que Estados Unidos infringió toda clase de torturas a los presos iraquíes tras su invasión del país.

Sin abandonar sus figuras voluptuosas y su estilo inocente, de colores planos y marcado dibujo, Botero retrata la violencia ejercida en esta prisión oriental. Si pensamos en la cárcel de Aby Ghraib, a todos se nos viene a la mente una fotografía que pone los pelos de punta, y que es la más emblemática de una colección de instantáneas terroríficas hasta el extremo: un prisionero encapuchado y con una especie de camisón raído, de pie sobre una caja de cartón o madera, posando con los brazos abiertos mientras una multitud de cables emergen de distintos puntos de su cuerpo, listos para ejercer la tortura. Sin embargo, las imágenes de Botero son también explícitas y duras: en una de ellas puede verse a un carcelero agrediendo salvajemente a un preso con la cabeza vendada. En otra, a un hombre casi completamente desnudo y ensangrentado, colgando del techo por un solo pie, luciendo la misma capucha que el protagonista de la tétrica fotografía. Muchas de estas obras son series de dos o tres cuadros que, casi como si de una película se tratasen, muestran en movimiento estas horribles torturas: el antes, el durante y el después del carcelero y del preso.

‘Abu Ghraib #44’, Fernando Botero

Además de los cuadros, Botero también realizó dibujos sobre los presos de Abu Ghraib, piezas mucho más íntimas y delicadas, en las que el dolor se percibe con mayor crudeza si cabe.

Pintando escenas tan duras, Botero obligaba al mundo a mirar hacia ellas, a no olvidar que habían ocurrido

Tal y como explicó su hijo Juan Carlos Botero, que es además estudioso de su obra, pintando escenas tan duras, Botero obligaba al mundo a mirar hacia ellas, a no olvidar que habían ocurrido para que no volvieran a repetirse. Pero, además, tal y como el propio artista afirmó en una entrevista –poco después de haber pintado las obras de la cárcel iraquí– estos cuadros funcionaban también para canalizar la rabia que estas injusticias le producían, para hacer algo con la ira que sentía hacia ellas.

Del mismo modo, fue también un gran retratista del horror que sufrió Colombia durante las peores etapas de la guerra contra el narcotráfico. En unas obras en las que destacan los tonos amarillos, pueden verse escenas de funerales multitudinarios en los que un río de ataúdes es cargado por una ingente cantidad de dolientes, matanzas en las calles en las que algunas figuras aún están recibiendo los balazos y todavía no han caído al suelo, hombres que amenazan con machetes a mujeres suplicantes que se arrodillan en la tierra...

‘Masacre’, Fernando Botero
‘Cazador’, Fernando Botero
‘Masacre en Colombia’, 2000. Fernando Botero
‘La muerte de Pablo Escobar’, 2000. Fernando Botero

Botero, natural de Medellín, llegó incluso a pintar en dos ocasiones a Pablo Escobar. Una de las anécdotas del líder del cártel de Medellín afirma que él hizo dos predicciones durante su vida: que Botero lo pintaría y que Álvaro Uribe llegaría a ser presidente. Ambas se cumplieron pero, si nos fijamos en las obras en las que el artista le retrató, podemos observar que no se tratan de pinturas de alabanza ni de retratos agradecidos, sino que contienen una profunda denuncia. En ambas pinturas, Botero representa a Escobar muerto sobre un tejado –lugar en el que realmente fue asesinado–, en uno de los casos yaciendo, y en el otro en plena caída, atravesado por una ráfaga de balas. En ellas lo que más destaca es el tamaño desmesurado del narco, que además de tener las dimensiones de alguien con sobrepeso típicas de la obra de Botero, parece un gigante en comparación con los tejados y las casas que aparecen al fondo, mucho menores.

‘Pablo Escobar muerto’, Fernando Botero

Esta técnica se utilizaba también durante el Gótico y el Renacimiento: la importancia de las figuras se indicaba mediante su tamaño y posición en el lienzo –por eso podemos ver, por ejemplo, en muchas obras, cómo los comitentes que encargaban cuadros religiosos se incluían en las propias pinturas, a menudo arrodillados rezando y de un tamaño menor, en la parte inferior del cuadro a menudo, para indicar que estaban muy por debajo de las figuras religiosas que protagonizaban las obras–, lo cual habla, a su vez, de la gran atracción que Botero sentía por la tradición pictórica, y especialmente por la italiana.

Reinterpretación de los clásicos

Además de tener su propia Gioconda, Botero versionó también el retrato de Rafael de León X y las efigies de Federico da Montefeltro y Battista Sforza, entre otros, mezclando su jocosa crítica a las clases más elevadas con la admiración por los artistas de los que había aprendido cuando, de joven, pudo viajar por Europa.

‘Federico da Montefeltro (Piero della Francesca)’, Fernando Botero
‘Battista Sforza (Piero della Francesca)’, Fernando Botero

Fuera del influjo de Italia, realizó su propia interpretación del Matrimonio Arnolfini de Van Eyck e incluso se inspiró en obras de nuestro país, como El niño de Vallecas de Velázquez. En esta pieza, se recrea especialmente en la expresión del rostro del bufón Francisco Lescano, mostrando a un personaje tierno, casi sensible, aunque con esa mirada extraña que muestra el original del maestro sevillano, y que se debe sin duda a una enfermedad. Del mismo modo que Velázquez otorgó dignidad a estos personajes marginales, enfermos, con evidentes defectos físicos al convertirlos en protagonistas de sus lienzos; Botero sigue su estela y, como siempre, hace protagonista de su obra a una belleza que no sigue los cánones tradicionales, a la que él dota de sencillez, sensibilidad y ternura. En el caso de El Niño de Vallecas, aniña más aún el rostro del bufón, haciendo así un homenaje a la dignidad con la que, tres siglos antes, Velázquez retrató a este personaje.

Botero fue mucho más allá de lo que ha trascendido de él en el imaginario popular: un artista que creó un lenguaje visual único que desobedeció deliberadamente a los cánones estéticos establecidos, que utilizó su pintura para inmortalizar las injusticias que le atormentaban, que se fijó en la tradición y que supo no solo reinterpretarla, sino captar sus matices y jugar con ellos, utilizarlos a su favor.

Ahora, aunque él se haya marchado, queda atrás un legado que se extiende no solo por pinacotecas de los cinco continentes, sino también por multitud de ciudades en las que sus voluminosos personajes de bronce o de mármol forman parte de nuestro paisaje urbano, recordándonos que hay belleza mucho más allá de lo evidente.