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El Museo Británico y el 'robobo' de la 'jojoya'

Por Pedro García Martín

Francisco de Goya. Retrato del Duque de Wellington, 1812-1814

La pinacoteca lleva años siendo víctima de numerosos hurtos de piezas que se encontraban en sus almacenes. Algo difícil de digerir para un museo que se jactaba de su reputación y defendía que el arte expoliado durante siglos, estaba más seguro en Londres que en los países y colonias de donde procedía. Lo curioso es que este, como tantos otros, no es precisamente un robo realizado por un ladrón de guante blanco.

El Museo Británico de Londres se encuentra inmerso en un proceso de recuperación de miles de objetos sustraídos durante años. Aunque aún se desconoce la magnitud real del robo, la pinacoteca ha reconocido que se trata de pequeñas piezas de arte sin catalogar guardadas en un almacén. Lo más grave es que en 2021 un comerciante les advirtió de que estaban siendo víctimas de pequeños hurtos y que las obras se vendían en internet. El ladrón o los ladrones actuaban como hormigas que sustraían poco a poco las piezas. Pero no hicieron nada. Ahora, su director, Hartwig Fischer, ha anunciado que dejará su cargo.

Este traspiés británico no solo ha acarreado dimisiones en la presidencia y el patronato, sino investigaciones policiales al personal de mantenimiento e investigadores académicos. Al tiempo que ha planteado la necesidad de revisar el contenido de las colecciones y reforzar la seguridad del centro. Algo difícil de digerir para un museo que se jactaba de su reputación y defendía que las piezas expoliadas durante siglos, estaban más seguras en Londres que en los países y las colonias de donde procedían.

Por su parte, países como Grecia, Nigeria y China además de distintas instituciones, han cuestionado la capacidad del museo de salvaguardar el patrimonio histórico y han solicitado la restitución de diversas piezas a sus países de origen.

Memorial Cabeza de un rey del siglo XVIII, Benin, Nigeria
			Museo Británico
Tarro de esmalte cloisonné y tapa con dragones, 1426-1435, Pekín
			Museo Británico

Lo cierto es que el robo de obras de arte se ha convertido en un negocio que mueve más dinero que la trata de blancas y se encuentra a muy corta distancia del tráfico de drogas y de armas. La historia, de hecho, le ha dado voz a los más sonados: desde el saqueo de las Pirámides nada más embalsamar a los faraones hasta las trece pinturas del Museo Isabella Stewart Gardner en Boston, que siguen en paradero desconocido. Sin embargo, resulta curioso que, en la mayoría de casos, los ladrones hayan sido gente sencilla en lugar de glamourosos ladrones de guante blanco. ¿Dónde queda la elegancia del caballero ladrón Arsenio Lupin? ¿Es verosímil la pasión por un Monet de un millonario como Thomas Crown que le lleva a robarlo personalmente? ¿Acaso no fantasea en sus memorias tituladas Por amor al arte Erick el Belga, este sí, un ladrón de carne y hueso, cuando empieza por esquivar un balazo de la policía al impactar en una talla gótica que acababa de mangar?

Es por esto, que mientras la ficción idealiza a los cacos famosos que seducen a las masas, desde El Grito nos gustaría reflexionar sobre el papel de las personas corrientes en el arte de robar arte.

La lista la encabeza el autor del mediático robo de La Gioconda, Vincenzo Peruggia, un emigrante que se ganaba la vida en París haciendo chapuzas y trabajando como vidriero y carpintero del Louvre. Un lunes de agosto de 1911, el día que cerraba el museo para realizar las típicas tareas de limpieza y mantenimiento, este joven italiano entró junto al resto de los empleados vistiendo el guardapolvo de trabajo. Descolgó el cuadro, le quitó el marco y el cofre de vidrio, se guardó el óleo bajo la ropa y salió sin levantar sospechas. Tuvo la obra en un armario de su piso de alquiler durante dos años sin pedir un rescate. Solo cuando lo hizo y le apresaron en Florencia puso la excusa de haberla sustraído por patriotismo. Durante ese tiempo se desarrolló el folletín de la Mona Lisa, pues fue noticia permanente en los periódicos, tema de canciones y películas, icono de souvenirs y marcas comerciales, así como un gancho inesperado para que miles de visitantes acudieran al Louvre a ver ¡el espacio vació que había dejado el cuadro!

Leonardo Da Vinci. La Gioconda, 1503
Ficha policial de Vincenzo Peruggia tras su detención

Del mismo modo, en el historial británico de robos de arte llueve sobre mojado, porque en 1961 fue sustraído el Retrato del Duque de Wellington de Goya de la National Gallery. Enseguida fue procesado un taxista de 61 años, Kempton Bunton, que confesó habérselo llevado para llamar la atención sobre una campaña propia. La que pedía que los pensionistas no pagasen licencias para ver la televisión. El caso es que 20 años después fue su hijo el que confesó el delito, escalando la pared con una cuerda de albañiles y colándose por la ventana de los baños, regalándoselo a su padre para demostrar la vulnerabilidad del museo y devolverlo después. Como suele suceder en la patria de Robin Hood, esta historieta sin esclarecer aparece en el primer filme de James Bond y tiene su propia película The Duke (2020), donde el pueblo llano está entregado a las excentricidades del taxista y, de paso, los guionistas lanzan una puya al criticar el talento pictórico de Goya.

También en España contamos con un hurto de campanillas protagonizado por una persona modesta. Nos referimos al robo del Codex Calistinus de la catedral de Santiago de Compostela en 2011, cuando el archivero encontró vacía la caja fuerte que lo custodiaba y el deán dio parte a la policía. Lo que empezó siendo un thriller acabó en un desenlace de sainete. El hurto lo cometió un electricista que, después de trabajar durante veinticinco años en la catedral, había sido despedido por los canónigos. La opinión pública dedujo que era una venganza laboral, pero surgió la duda de si este era el enésimo robo que se daba en la institución, cuya seguridad dejaba mucho que desear. Una duda más que razonable porque el electricista tenía copias de todas las llaves, y lo mismo limpiaba la biblioteca de libros valiosos que los cepillos del templo. Lo sabemos porque después de asistir todos los días a misa, se lo contaba a sus amigos en el bar, moviéndose por la catedral como Pedro por su casa. Al cabo, el botín apareció en su garaje entre bolsas de basura, cachivaches y ruedas de recambio.

Página del Codex Calixtinus de la catedral de Santiago de Compostela

Los mangantes de mapas

Entre los ladrones de bienes culturales, uno de los arquetipos clásicos es el de los manguis mapae, como los llamó Antonio Crespo Sanz en un artículo. Los mangantes de mapas más afamados se mueven en círculos eruditos, como el respetable Edward Forbes Smiley, directivo de la Biblioteca Pública de Nueva York, al que llegaron a comparar con George Clooney y sus Ocean´s Eleven; y el anticuario Gilbert Bland, llamado el Al Capone de la cartografía. Pero también hay otros personajes más vulgares que se valen de la labia y el don de gentes para sustraer mapas de instituciones culturales.

Tal es el caso del autor del robo de los Ptolomeos en la Biblioteca Nacional de Madrid en 2007, el uruguayo César Ovilio Gómez Rivero, alias El Negro. Un personaje de aspecto común, de baja estatura y calvo, que se ganó la confianza regalando un libro de su autoría, flores y bombones a las bibliotecarias. Después, su modus operandi incluía llevar un pasaporte en regla, acceder a la Sala Cervantes mediante un carné falsificado, cortar los mapas de los libros con una hoja de bisturí que escondía en su estuche de gafas, esconderlos bajo la ropa para pasar el control de seguridad, abandonar España y entregárselos a sus peristas a cambio de una buena suma de dinero. Las andanzas de El Negro han sido reconstruidas por el periodista Andrés López Reilly en el libro El ladrón de mapas (2018). Y conducen hasta su socio argentino Daniel Guido Pastore, en cuya librería Imago Mundi ocultaba algunas de las piezas robadas; además de al anticuario italiano Marino Massimo de Caro, condenado por desvalijar una biblioteca de Nápoles, incluida una primera edición de la Divina Comedia.

Mapa del mundo de Ptolomeo, siglo XV

El Grupo de Delitos contra el Patrimonio Nacional de la Guardia Civil actuó con celeridad, formó un equipo conjunto con la Interpol y en unos meses rescataron uno de los Ptolomeos en Nueva York y otro en Sidney. Sin embargo, el ladrón se fue de rositas, porque la justicia argentina no atendió la solicitud de extradición de la española y el delito prescribió. La gravedad del caso enfrentó a la directora, Rosa Regás, con el ministro de cultura, César Antonio Molina, que la cesó. Para cerrar la crisis, la Biblioteca Nacional organizó la exposición Mapas recuperados antes de restaurar los ejemplares y devolverlos a sus libros. En el deseo de sacar pecho por los tesoros rescatados se diseñó una felicitación navideña que mostraba un mapamundi de Ptolomeo junto a la cita de Petrarca: “Los muchos libros a unos hicieron sabios y a otros locos”.

¿Aquí paz y después gloria? La crisis se había cerrado en falso. En 2021 estalló la noticia de que el Siderius nuncius magna, una obra de astronomía del mismísimo Galileo Galilei había sido robado de la Biblioteca Nacional en el año 2014, siendo sustituido por un facsímil falso, tal como se había detectado en un control rutinario. La directora, Ana Santos, señaló en un comunicado que ya en 2018 se había denunciado la sustracción ante la Brigada de Patrimonio Histórico de la Policía Nacional que seguía las pesquisas y apuntó a “una red internacional de falsificadores muy profesionalizada”. El asunto se embrolló más al sospecharse que el número de Galileos desaparecidos podía elevarse a nueve de acuerdo con el inventario de las obras desaparecidas desde 1987. El Ministro de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, abrió una investigación y reunió al patronato para proceder "al análisis de los protocolos de seguridad de la BNE con el propósito de tomar las medidas necesarias para su mejora". Y aquí es donde viene el giro novelesco del caso, pues al revisar las fichas de los últimos investigadores que habían consultado el Siderius apareció el nombre de un viejo conocido: ¡César Ovilio Gómez Rivero! El señor afable, bajito y “normal”, que engatusaba con regalos al personal de la biblioteca.

Galileo Galilei. Sidereus nuncius magna

“Cosa mal guardada, de ladrones es bien robada”

En definitiva, el arte de robar arte no solo es cosa de la élite de los ladrones y de bandas especializadas, sino que hay un despojo silencioso del patrimonio a cargo de personas corrientes. Desde el tipo que escarba en los yacimientos con el detector de metales hasta el conservador que saca piezas de los depósitos despacio para no levantar la liebre. Lo que alguien ha llamado el “robo hormiga”. Este ha sido el caso del Museo Británico, más hiriente aún cuando cualquier internauta ha podido verlas a la venta en eBay.

No debemos olvidar que los directores de instituciones culturales son responsables de la custodia de unos fondos que forman parte del patrimonio de la humanidad. Por eso, ante los casos de negligencia de algunos de sus colegas, deben aplicarse el refrán popular: “Cosa mal guardada, de ladrones es bien robada”. La reputación es hija de la seguridad.