Exposiciones

Oskar Kokoschka, el gran ofendedor, llega al Guggenheim

Por Pilar Gómez Rodríguez

El poder de la música (Die Macht der Musik), 1918–1920

Una gran retrospectiva en el Guggenheim de Bilbao repasa la trayectoria vital y artística —tantas veces entrecruzada— de Oskar Kokoschka y, de su mano, la de un periodo histórico vibrante en lo artístico y pavoroso en lo político: el siglo XX.

Viena, 1907. Un joven tan talentoso como pobre, que atiende las clases de la Escuela de Artes y Oficios gracias a una beca, recibe el encargo de Fritz Waerndorfer, mecenas de los Wiener Werkstätte —aquella inusual asociación de artistas y artesanos que creían en la obra de arte total—, de realizar un cuento de hadas para sus hijos. Aquel joven de poco más de veinte años le devuelve ‘Los chicos soñadores’, un inquietante poema sobre el despertar de la sexualidad adolescente ilustrado con inquietantes dibujos donde aparecen inquietantes figuras desnudas en algunos de los casos. Mal. El impresor se echó atrás al ver las pruebas de Kokoschka. La Wiener Werkstätte publicó el libro en 1908 con su propio sello y, como era de esperar, se vendió mal.

Ese año Kokoschka creó una obra dramática, ‘El asesino, esperanza de las mujeres’. Anticipador de la poesía y del teatro expresionistas, su insólita propuesta provocó entre el público un rechazo violento. Como él mismo escribió: “Me opuse a la frivolidad de esta sociedad machista con la idea de fondo de que el hombre es mortal y la mujer inmortal, y de que solo el asesino puede invertir, en teoría, este hecho fundamental. Por eso me convertí en algo horripilante para los burgueses. ¿Cómo? ¡Dar el papel de héroe al asesino!”. Mal también.

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Los chicos soñadores (Die Träumenden knaben), 1907
Cartel de ‘asesino, esperanza de las mujeres’ (Mörder, Hoffnung der Frauen), 1908

El rostro interior y la ofensa exterior

Pero en ese mismo y decisivo año también pasó algo bueno: Kokoschka expuso sus primeras obras en la Kunstschau de Viena junto a Klimt y conoció al arquitecto Adolf Loos, que sería amigo y mentor. Gracias a su mediación y a los rugidos que le precedían, el joven artista recibió numerosos encargos de retratos.

Superando, es más, renegando de ideales clásicos, Kokoschka intentó extraer la sustancia de sus personajes: le interesa qué son, no cómo se presentan ante el mundo, ni mucho menos cómo se quieren presentar. Uno de ellos fue el zoólogo y psiquiatra Auguste Forelz, a quien Kokoschka pintó en 1910 y cuyo retrato está presente en la exposición del Guggenheim. Fondo monocromo para dirigir toda la atención al rostro del anciano, especialmente a los ojos, y a las manos huesudas, que al retratado no le gustó nada. Le molestaba especialmente —como indican los doctores Veronika Huf y Desmond O’Neill en una publicación académica— el tratamiento del ojo derecho con su “mirada fija, ptósica, muy diferente a la del otro. Un geriatra o un neurólogo podrían inferir razonablemente (al igual que el retratado y su familia) que el aspecto sugería secuelas de una apoplejía (…). Ni él ni ellos eran conscientes en aquel momento. Sin embargo, tras sufrir una serie de apoplejías que le provocaron una hemiplejia derecha más de 18 meses después, coincidieron en que el cuadro representaba efectivamente un retrato del compositor tras el accidente”. En ocasiones, con Kokoschka, la psicología del retrato se volvía profecía.

Retrato de Auguste Forel, 1910

Poco importaba así la inmediata satisfacción del representado: había nacido un artista y estaba creciendo una corriente, el expresionismo, a la que la realidad le daba igual y los humos de quienes se hacían retratar también: si aparecían deformados, raros, distorsionados, era porque así se representaba mejor y más fielmente la naturaleza y psicología humanas, el “rostro interior”, como lo definiría Kokoschka en sus memorias. Otro de aquellos retratados, presente también en la muestra de Bilbao, fue Herwarth Walden, editor de la revista Der Sturm; debió de tener menos problemas con el resultado final de su retrato, pues sabía a lo que se exponía: las páginas de su publicación asistieron al nacimiento de la nueva corriente expresionista, la acogieron y la difundieron.

A comienzos del XX, aquel Kokoschka que había rechazado el estilo ornamental del Jugendstil, o modernismo vienés, y había adoptado una representación descarnada de la figura humana, además de abordar sin tapujos temas controvertidos en sus obras como el sexo, había escandalizado (¡ofendido!) a la conservadora sociedad vienesa. ¿Qué hizo entonces? Ofenderla aún más: ante las duras críticas que recibía de la prensa, Kokoschka se afeitó la cabeza para parecer un recluso, como gesto de protesta.

Los colores del espacio

Falta un elemento más para completar los primeros y decisivos años de la carrera artística de Kokoschka: lma Mahler. El resultado de su cruce es una historia mítica de amor-terror y una de las más bellas obras de arte: ‘La novia del viento’. En ella los amantes se abrazan en medio de un torbellino —o tempestad, como también se conoce al cuadro— compuesto por grandes trazos azules que los envuelven, los arrastran… Ella reposa en el pecho de su amado y no parece darse cuenta; él tiene los ojos sonámbulos, fijados en el vacío. El doble retrato cuelga de las paredes del Kunstmuseum Basel.

Retrato de Herwarth Walden, 1910
La novia del viento (Die Windsbraut), 1914

La pareja se conoció poco después de que ella enviudara del músico cuyo apellido tomó. Era una señora muy señoreada, muy hermosa y muy sola, que tocaba el piano en casa de conocidos comunes. Él, un joven pintor al que precedía su fama de no dejar títere con cabeza o de “jefe salvaje”, como le llamó la crítica, y que le ofrecía una vida bohemia y sin blanca. ¿Qué podría salir mal? Todo, pero antes del fin, tres años de “tormento de amor. Jamás había vivido tanta convulsión, tanto infierno, tanto paraíso”, escribió ella. Él se obsesionó (como demuestra que años después mandara hacerse una muñeca a imagen y semejanza de la que había sido su musa). Ella se atemorizó, no quiso tener el hijo que esperaban y abortó.

Traumatizado por esto, por la ruptura y por el curso de los acontecimientos, Kokoschka se fue al frente nada más estallar la Primera Guerra Mundial. Herido de gravedad, consiguió apaciguar su ánimo finalmente en Dresden. Siguieron años fructíferos en lo pictórico y más apacibles en lo vital, rayando en lo aburrido, hasta que el catedrático de la Academia de Bellas Artes de Dresde en que se había convertido decidió en 1923 dejarlo todo y ver mundo. Sus viajes por Europa, el norte de África y Oriente Próximo se reflejan en las paredes del Guggenheim con obras de temática natural o exótica. En esta nueva etapa, reinventándose a sí mismo, Kokoschka halló también un nuevo estilo para renovar o acabar con la pintura tradicional de paisaje. Sus obras no aspiran a reproducir la topografía de un lugar, sino más bien a captar la atmósfera, alcanzando una expresividad sin igual. ¿Su objetivo? “Quiero crear un espacio a base de colores”.

La época de los grandes viajes acaba con el crack de 1929 entre otros acontecimientos que afectaron a Kokoschka tanto como para regresar a la ciudad de la que había huido. Pero había un problema: Viena a principios de los 30 no es un remanso de paz, es el huevo de una serpiente que estaba a punto de asomar.

El morabito de Temacina [Sidi Ahmet Ben Tidjani] (Der Marabout von Temacin), 1928

El artista activista

En esa época, frente al auge del nazismo, el artista se comprometió políticamente de forma activa: cuando varios de sus cuadros fueron incluidos en las exposiciones del arte degenerado, junto a muchas otras obras de la vanguardia europea, con un gesto provocador que recuerda el de raparse el cráneo, pintó su ‘Autorretrato de un artista degenerado’. La obra, de 1937, no podía faltar —y no falta—en una exposición titulada ‘Kokoschka. Un rebelde de Viena’.

La anexión de Austria por parte del Tercer Reich en 1938 le pilla en Praga, donde el pintor había ido a encontrar a su hermana y al final encontró a la que sería su nueva compañera, Olda Palkovská. Con ella marchó a Londres: en un nuevo país, en una nueva época, siguió ahondando en el activismo. Se opuso radicalmente al nacionalsocialismo y comenzó a destacar por su compromiso pacifista, que lo situó a la cabeza de la resistencia internacional. Además de numerosos artículos y discursos, creó una serie de alegorías políticas en las que denunciaba la situación de aquel momento en Europa. Lo que hacía era encarnar la relación que creía debía haber entre la política y el arte: “El artista debe ejercer de alarma”. Y él ejercía mediante imágenes, que eran airadas declaraciones llenas de sentimiento para llamar la atención del público y movilizarlo.

Una vez finalizada la guerra, en 1947 obtuvo la ciudadanía británica, lo cual le permitió volver a viajar por Europa. Lo haría por el Viejo Continente y también por América del Norte, al ritmo de las grandes exposiciones de su obra que acogían ya las más prestigiosas pinacotecas. A finales de los 40 la Kunsthalle de Basilea organizó una importante muestra, consagrándolo como un artista muy destacado y una figura fundamental en la restauración de la cultura europea. Posteriormente, una extensa exposición itinerante pasó por Boston, Washington, St. Louis, San Francisco y Wilmington (Delaware), para terminar en el MoMA de Nueva York. Kokoschka era ya un artista internacional de primera fila.

Autorretrato de un artista degenerado, 1937
El manantial (Die Quelle), 1922 - 1938

En 1953 el artista y su esposa se establecieron en la ciudad suiza de Villeneuve. Aunque desde los comienzos de su carrera se había interesado por la historia del arte, su interés se avivó en su etapa final. Los clásicos se convirtieron en fuente de inspiración, al igual que el arte y la arquitectura de Grecia y Roma. Pero tampoco descuidó su relevancia como figura pública y la aprovechó para erigirse como un ardiente defensor de la (re)construcción de un continente y una cultura europea comunes.

Kokoschka observador, rebelde, pintor, profesor, humanista, activista… Todas estas facetas están muy presentes en la exposición que hasta el 3 de septiembre se podrá ver en el Guggenheim, especialmente en su espacio didáctico. Asimismo, en la zona de lectura y consulta, se recuperan una serie de escritos que le influyeron, como el ‘Orbis Sensualium Pictus’ de Jan Amos Komenský, ‘La Ilíada’ de Homero, junto con su propia autobiografía y el catálogo de la exposición. Y es que el pintor desde sus inicios se expresó en muy diversos formatos. El arte fue su principal soporte, pero en numerosas ocasiones plasmó sus inquietudes y recuerdos por escrito. Hasta su muerte, en 1980, siguió defendiendo firmemente el potencial subversivo de la pintura como herramienta para la emancipación y la adquisición de conocimiento. “Contaré gustosamente lo que he visto, pues soy un hombre que percibe el mundo a través de los ojos, y no a través de los oídos”. Lo cumplió hasta el final.