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Desde el Acid House hasta El Bosco: esta es la herencia que nos ha dejado el LSD en el arte

Por Sandrine Ortega

Brian Blomerth

Hace mucho que el arte psicodélico dejó de ser mandalas y fractales. Sus sofisticadas manifestaciones han generado una estética propia que, a día de hoy, es más que reconocible a los ojos de todos. Pero antes de la síntesis del LSD, el cornezuelo ya causaba estragos en pintores como El Bosco: su jardín estaba más lleno de delirios que de delicias.

Cuando en 1938 el químico Albert Hofmann inventó el LSD a partir de una síntesis del cornezuelo, cambió el mundo del arte. Hasta entonces, los artistas habían buscado alterar la realidad de múltiples maneras, ya fuera con alcohol, absenta, digoxina (una droga sintetizada de la planta digitalis que consumían artistas como Van Gogh y cuyo uso excesivo fue el culpable de su predilección por el color amarillo), peyote, hongos alucinógenos o ayahuasca. Pero con el LSD llegó algo mucho más que una simple droga. No en vano, la palabra psicodelia derivada del griego y que significa “manifestación del alma”, definió una época y una generación.

Dijo Federico García Lorca en una de sus conferencias que «para poder ser dueño de las más bellas imágenes, es necesario abrir las puertas de la comunicación». Aldous Huxley, uno de los padres fundadores de la psicodelia, por su parte, expresó algo parecido en su libro ‘The Doors of Perception’, que inspiró a numerosos artistas y que dio origen al nombre de la legendaria banda The Doors. El LSD precisamente deforma, ensalza los colores, vuelve curvilíneas las rectas, pone en movimiento lo inánime y genera múltiples escenas dentro de una misma.

Con imágenes dominadas por mandalas y fractales, flores y patrones curvilíneos de colores chillones, el arte psicodélico, en un primer momento, estuvo muy ligado exclusivamente a la música al transmitir una experiencia sumamente sensorial. De esta forma empezó a abrirse un hueco en las portadas de discos y carteles de conciertos, como por ejemplo Jimmy Hendrix, Janis Joplin o The Doors. Posteriormente sin embargo, logró llegar a los grandes canales del arte contemporáneo gracias a dos artistas japoneses: Yayoi Kusama y Takashi Murakami.

Yayoi Kusama
Open Your Hands Wide, Embrace Happiness

Kusama con sus obras, nos muestra una psicodelia clásica: patrones repetidos que producen horror vacui, colores estridentes y ojos y setas como motivo. Una sensación que agobia y atrapa en una ensoñación. Es más, ella misma ha multiplicado exponencialmente estos patrones en las obras más recientes en las que, gracias a los espejos, la experiencia se vuelve completamente inmersiva. La psicodelia de Murakami, sin embargo, sigue unida en cierto modo a la música y, además de retomar la estética psicodélica y las setas, añade una imagen más propia de la cultura musical: los smileys. El smiley está considerado el logo oficial del movimiento musical Acid House, también llamado “the sound of acid” por el sonido ácido que produce el sintetizador Roland TB-303. Esta denominación sinestésica no se refería en un primer momento al ácido lisérgico pero su uso durante fiestas y conciertos junto a la consumición de éxtasis (o MDMA), acabó provocando una asociación entre ambos mundos. El smiley, elegido de entre todos los logos posibles por esa sensación de bienestar y empatía generada por el éxtasis, aparece en la obra de Murakami en las caras de coloridas flores repetidas hasta la saciedad. Un horror vacui que, a pesar de sonreir, te sumerge en una pesadilla. De hecho, la obra de Murakami tiene un lado más oscuro que la de Kusama y sus personajes a pesar de sonreír se muestran cada vez más deformados y tuertos. Como si de un mal viaje se tratara.

El Bosco, ¿el primer pintor del LSD?

A pesar de que Kusama y Murakami hagan su viaje artístico un poco más alejados de la música, en la actualidad, artistas e ilustradores psicodélicos siguen recurriendo a ella. Tal es el caso de Brian Blomerth quien ha hecho carteles para conciertos de Tame Impala y Fleet Foxes, y quien sigue características propias del arte lisérgico como lo son el horror vacui, los colores saturados, las líneas curvas y la proliferación de muchas escenas dentro de una misma al estilo de Brueghel el Viejo y de El Bosco.

Brian Blomerth

Pero esta asociación no debería sorprendernos. Hay quien asegura que el mismo Bosco fue el primer pintor del LSD natural de la época pre-Hofmann. Y es que en la Edad Media eran muy normales las intoxicaciones de cornezuelo. Estas no eran esporádicas, sino que la consumición repetida de pan hecho con centeno contaminado llevaba a sufrir ergotismo o fiebre de San Antonio, una enfermedad llamada así por ser la causante de la muerte de San Antonio de Padua, la cual provocaba intensas alucinaciones. El pintor holandés, de hecho, dedicó parte de su obra al santo además de pintar el icónico tríptico ‘El jardín de las delicias’. Basta un paseo por el Museo del Prado y un vistazo a los personajes que aparecen en el tríptico para conjeturar que el jardín de El Bosco estaba más lleno de delirios que de delicias.

Tríptico del Jardín de las delicias
Fantasía moral
Las tentaciones de San Antonio Abad

Los artistas que han tomado drogas, antes y después de El Bosco, son muchos: dicen que Picasso tomaba opio, morfina y hachís; es un hecho que Basquiat era adicto a la heroína y Damien Hirst reconoce abiertamente haber consumido cocaína para crear sus obras. Pero de ninguno de sus cuadros podríamos afirmar nada más verlos, a no ser que hagan referencias directas a las drogas, que han sido creados en un estado de alteración de la percepción. Pueden tener más o menos elementos oníricos o fantásticos, o una estética que tienda más a la fragmentación o a la exageración, pero no sabríamos detectarlo. Y ese es uno de los grandes logros de LSD, o de la psilocibina natural: haber generado un arte reconocible como lisérgico al instante, y en el camino, haber unido a una generación gracias a una estética única y duradera basada en los viajes propios y ajenos.

Porque si bien cada uno tiene una experiencia lisérgica en la que interviene lo personal, hay partes del viaje que son, en gran medida, iguales para todos. Como la vida misma.