El viaje secreto de Churchill que cambió el comercio y que Trump quiere destruir
El mejor antídoto contra la guerra es el comercio. Así lo entendieron las potencias vencedoras tras el desastre de la II Guerra Mundial. Un viaje de Churchill cruzando el Atlántico para entrevistarse con Roosevelt lo cambio todo
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En febrero de 2018, apenas un año después de la irrupción de Donald Trump como presidente de EEUU, Alan Wolff, por entonces subdirector general de la Organización Mundial de Comercio (OMC), escribió un lúcido artículo en el que calificó de "revolucionario" el hecho de que el Gobierno de su país hubiera liquidado un siglo de un determinado modelo de relaciones internacionales. No lo decía en vano. Se refería a que hasta la llegada de Trump todos los presidentes de EEUU sin excepción —con más o menos ímpetu— habían considerado que la libertad comercial era un pilar fundamental de las democracias y, por lo tanto, de sus relaciones con el exterior.
Básicamente, por una razón: el comercio —que también se rige por relaciones de poder— funciona a partir del principio de reciprocidad. Es decir, si un país abre sus fronteras, también el otro lo hará, lo que a larga evita confrontaciones, tanto interiores como exteriores. Es más difícil pelear cuando hay intereses cruzados entre naciones que cuando no los hay, y ahí está la Unión Europea para demostrarlo. De hecho, nunca ha habido un periodo de paz tan largo entre viejos enemigos.
Esto explica, precisamente, que la política exterior se haya diseñado a menudo para promover los intereses comerciales. El abogado Alan Wolff, pionero en unir el derecho, la economía y el comercio, recuerda que en el siglo III a. C., durante la dinastía Han, China utilizó su poder militar para mantener la Ruta de la Seda. En el año 30 a. C., Roma conquistó Egipto, en parte para mejorar el suministro de grano. En el siglo XVIII, la Compañía Británica de las Indias Orientales impulsó la política exterior inglesa hacia el sur de Asia a partir de sus intereses comerciales.
También a mediados del siglo XIX, el comercio dominó la mentalidad de los gobiernos de EEUU en sus relaciones con Asia Oriental. El célebre comodoro Matthew C. Perry navegó hasta Japón para romper el aislamiento del país y de esa manera abrir ese mercado al comercio estadounidense, lo que a la postre llevó a que once años después Washington firmara el Tratado de Wangxia, con China, también para impulsar el comercio (estuvo vigente durante casi un siglo). En ambos casos, la política exterior se puso al servicio de los intereses comerciales nacionales, lo que permitió a los comerciantes de la joven nación emergente hacer negocios a costa de los intereses ingleses, que, previamente, habían firmado un Tratado similar con el imperio chino.
Democracia y libre mercado
Es decir, mucho antes de que a principios de los años 90 Francis Fukuyama popularizara la idea de que el libre mercado llevaría la democracia a los confines del mundo (obviamente se equivocó), había consenso en que el comercio mundial era la mejor medicina para favorecer el crecimiento y crear buenas condiciones políticas para la semilla de la democracia prendiera en los estados. Como siempre ocurre, ha habido excepciones y, de hecho, Donald Trump no es más que un imitador —desde luego más zafio— de la que probablemente sea la norma arancelaria más conocida, la Ley Smoot-Hawley, que nació al calor del crash de 1929 (se aprobó en junio de 1930) y que lejos de resolver problemas aceleró y hasta agravó el tránsito de EEUU (y del mundo) hacia la Gran Depresión. No fue la única causa, pero sí una de las más relevantes.
Sus autores fueron el senador Reed Smoot, de Utah, presidente del Comité de Finanzas del Senado, y el congresista Willis Hawley, de Oregón, presidente del Comité de Medios y Arbitrios de la Cámara de Representantes, protagonistas principales de la historia universal de la infamia arancelaria. Su error fue pensar que si EEUU imponía aranceles para salvar a la industria nacional, el resto de socios comerciales no lo haría debido a la hegemonía estadounidense, pero se equivocaron de cabo a rabo. El resto del planeta hizo lo mismo al calor de la política de lo que se llamó entonces “empobrecimiento del vecino”, una estrategia que triunfó durante los años 30. Obviamente, porque en las guerras, aunque sean comerciales, todos disparan con las armas que tienen a mano, como ahora, aunque sea por razones defensivas.
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Smoot y Hawley ni siquiera fueron originales. Unos años antes, en 1922, y en un contexto muy diferente, la Ley Fordney-McCumber significó la aprobación de los aranceles más punitivos de la historia de EEUU, hasta llegar a alcanzar el 40%, lo que también provocó las represalias europeas. Había, sin embargo, una diferencia, y no era pequeña. Tras la I Guerra Mundial, EEUU salió como la gran vencedora, lo que permitió que la guerra arancelaria apenas pudiera frenar la prosperidad del país.
Los avances científicos
¿Qué pasó entonces en Europa? Es probable que Donald Trump no haya leído ni la solapa de un libro de historia, pero sus asesores seguro que sí. Y lo que ocurrió es que a medida que Europa se fue recuperando de la Gran Guerra durante los años 20 su agricultura se hizo más y más eficiente, en parte impulsada por los avances científicos promovidos por la industria química, lo que explica que en 1928 el candidato republicano Herbert Hoover, presionado por los intereses de los grandes agricultores de su país, prometiera aumentar los aranceles contra Europa si le votaban. No parece casualidad, pues, que ahora Trump diga que Europa vino al mundo para “joder” a su país.
El problema de fondo, entonces y ahora, es el mismo. El gigante al otro lado del Atlántico es extraordinario por muchas razones, pero tiene un importante problema de competitividad, lo que explica sus extraordinarios déficits comerciales, que no son flor de un día ni de una mala racha. El desequilibrio entre importaciones y exportaciones se sitúa ya en cerca de un billón de dólares (y al alza).
Trump lo achaca a la invasión de productos chinos y europeos, pero, paradójicamente, la democracia americana vivió su mayor esplendor entre 1945 y 1971, cuando Nixon liquidó el patrón oro y comenzaron las turbulencias monetarias y financieras debido a que los gobiernos quisieron manejar el tipo de cambio para ganar competitividad.
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En los tiempos de esplendor aún estaba vigente en EEUU la llamada Ley de Acuerdos Comerciales Recíprocos, aprobada en 1934, ya en la era de Roosevelt, quien estaba convencido, como dice el texto, que “una recuperación interna completa y permanente depende en parte de un comercio internacional revivido y fortalecido”. Aquella ley, que es una de las claves de bóveda del New Deal, representó un cambio trascendental en la política comercial estadounidense que tuvo su continuidad política. Se ha estimado que el comercio mundial había caído un 66% hacia 1933, lo que agravó la Gran Depresión y contribuyó a la II Guerra Mundial. Precisamente, porque comercio y paz han ido históricamente de la mano, y cuando no ha sido así han surgido los conflictos.
A veces se olvida, como han recordado algunos historiadores, que el libre comercio está detrás de la creación de la OTAN, a la que ahora se ve como una organización estrictamente militar, pero que cuando nació era mucho más que eso.
A bordo del HMS Prince of Wales
Cuando Winston Churchill, en agosto de 1941, cruzó el Atlántico en un viaje ultrasecreto en aras de evitar los submarinos alemanes a bordo del HMS Prince of Wales —cuatro meses después sería hundido por la armada japonesa— para reunirse en Terranova con Roosevelt y firmar la Carta del Atlántico a bordo del crucero pesado USS Augusta, no sólo pretendía “la destrucción total de la tiranía nazi”, como dice el acuerdo, sino también restablecer el libre comercio.
La Carta Atlántica, que es el origen de la OTAN, dice textualmente (artículo 4): [Los presidentes de EEUU y Reino Unido] “Se esforzarán en extender a todos los Estados, pequeños o grandes, victoriosos o vencidos, la posibilidad de acceso a condiciones de igualdad al comercio y a las materias primas mundiales que son necesarias para su prosperidad económica”; mientras que el artículo 5 aclara que ambas partes “desean realizar entre todas las naciones la colaboración más completa en el dominio de la economía con el fin de asegurar a todos las mejoras de las condiciones de trabajo, el progreso económico y la protección social”.
Esto quiere decir que el divorcio entre EEUU y Europa a cuento de los aranceles va mucho más allá que una mera disputa comercial. Lo que está en juego es el propio vínculo trasatlántico, que nació, precisamente, a la luz de una realidad inapelable. Durante los años 30, la politización del comercio y de los controles cambiarios habían sido utilizados por la Alemania nazi como herramienta de agresión económica para subyugar a los estados balcánicos vecinos en el preludio de la Segunda Guerra Mundial. No hace falta contar el resto de la historia.
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Lo dijo Harry Dexter White, el negociador por parte de EEUU de la nueva arquitectura internacional que alumbró las instituciones de Bretton Woods, "Así como la incapacidad de desarrollar una Sociedad de Naciones eficaz ha hecho posible dos guerras devastadoras en una sola generación, la ausencia de un alto grado de colaboración económica entre las naciones líderes puede hacer inevitable una guerra militar a una escala aún mayor".
Se conoce muy poco que cuando nació el GATT (Acuerdo General de Aranceles y Comercio, por sus siglas en inglés), que es el antecedente de la OMC, quienes llevaron la voz cantante de las reuniones no fueron los funcionarios expertos en asuntos comerciales, sino los responsables de la política de seguridad. Precisamente, porque las guerras comerciales suelen traer consigo algo más que daños colaterales. La Carta del Atlántico, hay que decir, extrañamente, nunca la firmaron los dos mandatarios, pero sigue siendo un documento imprescindible para entender el mundo “duro y frío” de entonces.
En febrero de 2018, apenas un año después de la irrupción de Donald Trump como presidente de EEUU, Alan Wolff, por entonces subdirector general de la Organización Mundial de Comercio (OMC), escribió un lúcido artículo en el que calificó de "revolucionario" el hecho de que el Gobierno de su país hubiera liquidado un siglo de un determinado modelo de relaciones internacionales. No lo decía en vano. Se refería a que hasta la llegada de Trump todos los presidentes de EEUU sin excepción —con más o menos ímpetu— habían considerado que la libertad comercial era un pilar fundamental de las democracias y, por lo tanto, de sus relaciones con el exterior.