McKinley, el nuevo héroe americano que seduce a Trump
Trump es disruptivo. Pero en realidad todo está inventado. Su héroe es William McKinley, presidente famoso por los aranceles y por su política expansionista. Como él, se apoyó en los millonarios de la época para alcanzar la Casa Banca
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Hay quien dice que en el arte, desde las pinturas rupestres, está todo inventado. También en política. El propio Trump, con su discurso disruptivo, no es más que una imitación, desde luego más vulgar, del 25º presidente de EEUU, William McKinley (1897-1901), a quien citó expresamente en su discurso inaugural hasta convertirlo en el nuevo héroe americano.
Trump ha propuesto, incluso, que la montaña más alta de EEUU, el monte Denali, vuelva a llamarse McKinley en honor de su admirado presidente, llevado en volandas, como él mismo, a la Casa Blanca con el apoyo de los multimillonarios de la época. El monte McKinley (6.190 metros) se llama todavía Denali porque era el nombre que le pusieron las tribus amerindias, y ni que decir tiene que en el esquema de Trump no caben ese tipo de consideraciones por lo que tienen de ‘woke’.
¿Quién era William McKinley? Ha pasado a la historia por dos cosas. Por ser el rey del proteccionismo mediante la introducción de elevados aranceles para proteger a las industrias nacionales, el llamado arancel McKinley, y, por otro, por su estrecha relación con multimillonarios (los plutócratas de aquel tiempo) como John D. Rockefeller, dueño de la legendaria Standard Oil, John Pierpont Morgan, más conocido como JP Morgan, o Mark Hanna, su principal aliado en la política y en los negocios, una especie de Elon Musk de la época utilizando su posición como senador por Ohio.
Todos y cada uno de ellos, con sus millonarias aportaciones, contribuyeron de forma copiosa a que McKinley ganara las elecciones presidenciales de 1896 en contra del candidato demócrata, William Jennings Bryan, a quien no se le ocurrió otra cosa que subir los impuestos a los banqueros en unos momentos difíciles para el país. Sin embargo, no todo habían sido victorias para McKinley, quien en 1890 perdió las elecciones para gobernador y a raíz de eso montó una campaña contra los demócratas, a quienes acusó de manipular los votos en algunos distritos. ¿Les suena?
McKinley, España y Cuba
Pero McKinley ha pasado también a la historia por algo que conocen bien los españoles. Era el presidente de la nación cuando la explosión en La Habana del acorazado Maine alimentó un sentimiento nacionalista en EEUU espoleado por el magnate de la prensa William Randolph Hearst, lo más parecido a lo que hoy pudiera ser la cadena Fox, entregada a Trump.
Es verdad que Hearst quería vender periódicos a toda costa (luego se hizo demócrata), pero investigaciones posteriores han acreditado que con la explosión del Maine y la posterior guerra hispano estadounidense, que como todo el mundo sabe acabó con la independencia de Cuba hasta convertirse de facto en una colonia de EEUU, lo que buscaba el presidente McKinley era el dominio futuro del control de Panamá por su valor estratégico, aunque todavía no estaba acabado.
Tan estratégico que el canal se construyó sobre suelo arrebatado a la Gran Colombia después de que el primer Roosevelt decidiera enviar buques de guerra estadounidenses a la ciudad de Panamá (en el Pacífico) y a Colón (en el Atlántico) en apoyo de la independencia panameña. Así es como el Tratado Hay-Bunau-Varilla de 1903 proporcionó a los EEUU una franja de tierra de unas 10 millas de ancho a cambio de un pago único de 10 millones de dólares y una renta anual de 250.000 dólares. Como se ve, la expansión que propone ahora Trump tiene más de un siglo de vida. Nada nuevo bajo el sol.
Francia había sido quien inició la construcción del canal en 1881, pero unos años más tarde tuvo que detener los trabajos por la enorme complejidad de la obra y el gran número de fallecidos a causa de la malaria, la fiebre amarilla y demás enfermedades tropicales. Fue en 1904, tras el asesinato de McKinley tres años antes —también Trump pudo ser asesinado antes de las últimas elecciones— cuando EEUU, ya con Teddy Roosevelt en el poder, se hizo cargo del proyecto de la mano, como no, del senador Hanna, el amigo del presidente, que fue su principal impulsor.
Panamá, como se sabe, vuelve a estar de moda porque Trump quiere recuperar el canal casi medio siglo después de que Carter se lo devolviera al general Torrijos. La historia vuelve a rimar, lo que cambia es que a la lista del expansionismo se añade ahora Groenlandia por las mismas razones: tener el dominio sobre nuevas vías de navegación y, de paso, explotar los recursos naturales.
La historia vuelve a rimar, lo que cambia es que a la lista del expansionismo se añade Groenlandia
También McKinley, como hace Trump, utilizaba los aranceles como arma de agresión a quien no se avenía a los intereses de EEUU, y si este lunes amenazó a España con una subida arancelaria si no gastaba más en defensa (fue cuando dijo que nuestro país formaba parte de los BRICS) su héroe también lo hizo en tiempos de Cánovas. Nada nuevo. Cuando Cuba era todavía una provincia española, el presidente del consejo de ministros español subió los aranceles (el arancel Cánovas), lo que animó a McKinley a hacer lo mismo con España y con aquellos países que pusieran en dificultades las exportaciones estadounidenses. La misma medicina en tiempos diferentes.
El sentimiento americano
En esta cascada de coincidencias no es de extrañar que el propio Trump, en su discurso de toma de posesión, apelara también, como en la época del magnate Hearst, al sentimiento americano. “Dimos 38.000 vidas para construir el Canal de Panamá. Nos trataron muy mal por este regalo tan tonto que nunca tuvimos que hacer”, dijo a sus enfervorecidos fieles. Y es que los nacionalismos se parecen, y el de McKinley es mimético al de Trump. Todos ellos tienen un instrumento preferido para hacer política y ganar votos: el proteccionismo. Es decir, la imposición de aranceles para evitar la competencia extranjera en el interior que abaratan los precios. O lo que es lo mismo, poner impuestos que normalmente pagan los importadores a cambio, como también propone Trump, de poder bajar la presión fiscal.
Se trata de un modelo que ya se puso en marcha en la Inglaterra del viejo mercantilismo de finales del siglo XVIII, lo que favoreció su expansión territorial y creó las primeras multinacionales modernas en sus colonias. Era un sistema pensado expresamente para favorecer los intereses privados de empresas bien conectadas con el poder político (las imágenes en el Capitolio de los magnates tecnológicos lo dicen todo) a las que el mercado interior se les había quedado pequeño. Es decir, lo mismo que le sucede a las actuales grandes corporaciones tecnológicas estadounidenses, que lo más que temen es una regulación fuera de EEUU, ya que su mercado es global. También el primer secretario del Tesoro de EEUU, Alexander Hamilton, tiró de aranceles para financiar la deuda de los estados recién independizados, el famoso ‘momento Hamilton’. Como se ve todo está inventado.
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Trump es disruptivo respecto del statu quo actual, pero desde luego nada original. De hecho, pese a que este lunes se comprometió a poner a un estadounidense en Marte, su modelo de gestión está más inspirado en el siglo XIX que en el XXI. La explotación de yacimientos de hidrocarburos en estados como Ohio, de donde era el senador Hanna, el mentor político del presidente McKinley, y desde donde Rockefeller dirigía la Standard Oil, es un buen ejemplo. Antes petróleo, ahora datos. La historia no es que rime, sino que a veces es casi una copia literal.
Hay quien dice que en el arte, desde las pinturas rupestres, está todo inventado. También en política. El propio Trump, con su discurso disruptivo, no es más que una imitación, desde luego más vulgar, del 25º presidente de EEUU, William McKinley (1897-1901), a quien citó expresamente en su discurso inaugural hasta convertirlo en el nuevo héroe americano.