Y decían que el dinero donde mejor está es en el bolsillo de los ciudadanos
La política de inversiones en infraestructuras ha naufragado en los últimos años. ¿El resultado? Las riadas de Valencia y en otras zonas de Mediterráneo le han pillado al Estado que hoy tanto se reivindica con el pie cambiado
Sorprende, si no fuera por la tragedia que asola a buena parte de la Comunidad Valenciana, escuchar y leer estos días aciagos la reivindicación del papel del Estado en este tipo de catástrofes. ¿Dónde está el Estado?, se ha escuchado con fuerza. Sorprende porque en los últimos años se ha ido imponiendo en muchos sectores la idea de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo de los ciudadanos. Lo han dicho en innumerables ocasiones dirigentes políticos que hoy muestran su malestar por las insuficiencias del sector público para paliar las consecuencias del desastre.
Desde luego, no en el plano normativo, que es otro asunto y que solo desde la política y desde el derecho constitucional se puede analizar, sino en el material, que es el más importante inmediatamente después de cualquier catástrofe, ya sea natural o causada por el hombre. La declaración del estado de alarma, de hecho, tal vez hubiera mejorado la eficacia de la respuesta del Estado a la tragedia, pero nunca hubiera podido aumentar los recursos disponibles de forma urgente. Ni, desde luego, hubiera podido paliar los históricos problemas de planificación en el ciclo del agua que han contribuido a amplificar los efectos de la DANA.
El Estado, de hecho, se ha visto en los últimos años como ese leviatán que todo lo aniquila y que mata al individuo por su capacidad de intervenir en la cosa pública. Hasta el punto de que su peso se ha ido reduciendo en términos relativos respecto de la iniciativa privada en funciones básicas como la sanidad o la educación, lo que ha obligado a muchos ciudadanos a destinar cada vez más recursos a asistencia sanitaria privada o a financiar planes de estudios. Incluso la seguridad privada ha crecido a costa del tamaño relativo de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. España, de hecho, ha tardado una docena de años en recuperar los niveles de plantilla existentes en 2011 (154.500 efectivos en 2022).
Otros servicios públicos, en particular los que están más cerca del ciudadano, se han visto desbordados por una estrategia sostenida de debilitamiento de ese Estado que hoy se reivindica y que cuenta con recursos insuficientes para limpiar bosques y acequias en aras de evitar incendios o desbordamiento de cauces. ¿Y qué decir de la política de vivienda? Hoy se reclama una intervención pública decidida para dar salida a una situación angustiosa, pero los sucesivos recortes y el haber dejado el mercado inmobiliario al albur de la promoción privada (el 90% de los pisos construidos) solo ha añadido dificultades al acceso.
Esfuerzo inversor
Como señalaba recientemente el economista Raymond Torres, el parque de vivienda social es uno de los más exiguos de Europa y, pese a ello, la deuda pública es una de las más elevadas. Un dato lo pone negro sobre blanco: solo Portugal registró un esfuerzo más bajo en la UE en inversión pública y transferencias de capital, imprescindibles para proteger a los pueblos de la costa de las inclemencias climáticas. Inclemencias, por cierto, que han obligado hasta al BCE a aprobar una guía de riesgos en la medida que también afectan a la estabilidad del sistema financiero.
No es que el BCE sea un adelantado a su tiempo. El Plan Hidrológico de la demarcación del Júcar, aprobado en 2022, y no era el primero, ya advertía de la capacidad de devastación del agua cuando recupera sus cauces naturales tras un periodo de intensas lluvias. Las inundaciones son, año tras año, dice el documento, y es textual, el fenómeno natural que causa más daños en España, tanto a las vidas humanas como a los bienes y a las actividades económicas. Es importante, insiste, destacar que en los últimos 20 años han fallecido más de 300 personas debido a este fenómeno y, como estimación global, cabe indicar que los daños por inundaciones a todos los sectores económicos suponen una media anual de 800 millones de euros. El riesgo de inundación es, de hecho, concluye, “una amenaza a la seguridad nacional definida como tal en la Estrategia Española de Seguridad Nacional”.
¿Qué se ha hecho? Como señala el último informe de la OCDE sobre el funcionamiento de los gobiernos en el conjunto de la organización, España se sitúa por debajo de la media, y eso que se compara con países de menor renta, en lo que la OCDE llama presupuesto verde, que consiste en integrar consideraciones climáticas y ambientales en las decisiones sobre impuestos y gasto público [ver gráfico].
Un reciente informe de Seopan, la patronal de la construcción de obra pública, indicaba que licitar el 100% de las inversiones del III Plan Hidrológico (2002-27) requeriría 8.105 millones de euros cada ejercicio entre este año y el fin del Plan, lo que supone tres veces más que la licitación anual ejecutada en el bienio 2022-2023. Además, licitar las inversiones de naturaleza básica, estimadas en 18.919 millones de euros, supondría una inversión adicional de más de 400 millones al año. En realidad, y nunca mejor dicho, llueve sobre mojado. Según Seopan, las distintas administraciones licitaron apenas el 48% y 40% de las inversiones programadas durante el primer y segundo Plan Hidrológico.
El sesgo presupuestario
Lo paradójico, sin embargo, es que el peso del Estado respecto del PIB no se ha reducido; al contrario. Lo que ha ocurrido es que algunas de sus funciones tradicionales (principalmente la inversión pública) se han achicado en términos relativos debido a que existe un sesgo presupuestario en favor de las prestaciones sociales, pensiones, desempleo o intereses de la deuda. En este último caso, debido a que los ingresos tributarios son insuficientes para financiar el gasto público. Se ha producido, por decirlo de forma directa, un viaje de ida y vuelta. Según la Fundación BBVA, el esfuerzo inversor, definido como el cociente entre la inversión bruta y el PIB, pasó del 21,9% en 1995 al 29,9% en 2007, lo que representa un crecimiento de ocho puntos porcentuales. Pero la caída que le siguió tras la debacle provocada por la crisis financiera fue todavía más pronunciada: en concreto, de 12,5 puntos porcentuales en apenas seis años.
Las partidas más sacrificadas, en relación con la media de la UE-15, han sido la educación y la inversión pública, cuya importancia es esencial para prevenir tragedias como la de la Comunidad Valenciana. En el segundo caso, por su efecto multiplicador sobre el PIB. La educación se suele clasificar funcionalmente como un gasto, pero en realidad se trata de una inversión.
Antes de la pandemia, España gastaba en inversión pública per cápita en términos de poder adquisitivo apenas el 53% de la media de la UE. El porcentaje lo dice todo. Además, la inversión de las AAPP representó aquel año un 15,4% de la inversión empresarial, lo que representa el nivel más bajo de los países de toda la UE, solo por detrás de Irlanda. Alguien debió pensar que con la sobreinversión anterior a 2008 —principalmente en vivienda— estaba cerrado el mapa de la inversión pública.
Esto puede explicar que, según datos del Banco de España, mientras el porcentaje de gasto destinado a partidas relacionadas con la protección social alcanza el 41,3% en España (seis décimas más que en la UE-15), en el caso de la inversión pública y las transferencias de capital se sitúan en el 6,7% del PIB en España, lo que supone casi dos puntos de PIB menos. España, en todo caso, destaca entre las grandes economías del euro por su menor nivel de gasto público (un 45,4% frente al 49,5%), lo que se explica precisamente porque los ingresos son también cuatro puntos de PIB inferiores a la media.
¿Qué quiere decir esto? Simplemente, que España cuenta hoy con un Estado de bienestar perfectamente comparable a los mejores países de la UE —ha aumentado en nada menos que quince puntos desde los años 80 y casi se ha triplicado en términos reales per cápita—, pero se ha debilitado en algunas de las funciones clásicas del sector público, como las inversiones en infraestructuras básicas, imprescindibles para prevenir catástrofes en un país castigado por climas extremos.
Un reciente estudio del Banco de España pone cifras a estas carencias. El gasto en educación representa el 9,5% del total del gasto en España, frente al 10,8% en el caso de la UE-15, lo que en términos per cápita se traduce en un gasto por habitante de 1.163 euros en España, frente a los 1.915 euros de la UE, una vez tenidas en cuenta las diferencias en renta per cápita entre países. Tanto el gasto en inversión pública como el gasto en educación, recuerdan sus autores, “inciden de manera decisiva en la acumulación de capital físico y de capital humano en la economía”. Esto es así, recuerdan los autores del estudio, porque la acumulación de capital público productivo actúa como un importante catalizador de la inversión privada, lo que favorece las ganancias de productividad del conjunto de la economía.
¿El resultado? Las riadas en Valencia y en otras zonas del Mediterráneo han pillado al Estado que hoy tanto se reivindica con el pie cambiado.
Sorprende, si no fuera por la tragedia que asola a buena parte de la Comunidad Valenciana, escuchar y leer estos días aciagos la reivindicación del papel del Estado en este tipo de catástrofes. ¿Dónde está el Estado?, se ha escuchado con fuerza. Sorprende porque en los últimos años se ha ido imponiendo en muchos sectores la idea de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo de los ciudadanos. Lo han dicho en innumerables ocasiones dirigentes políticos que hoy muestran su malestar por las insuficiencias del sector público para paliar las consecuencias del desastre.
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