El recibo de la luz y los chalecos amarillos que alienta Bruselas
Los gobiernos se han quedado sin competencias en política energética. Puede ser una buena noticia. Sin duda. El problema sucede cuando quien las ha asumido no responde a las actuales tensiones
Justo antes de las vacaciones de agosto, cuando los mercados de electricidad y gas estaban ya a punto de ebullición, la Comisión Europea anunció un paso más en el llamado Pacto Verde europeo. Con el nuevo objetivo, la UE se comprometió a reducir un 55% las emisiones netas de gases de efecto invernadero de aquí a 2030 respecto de los niveles de 1990. La propuesta, articulada a través de catorce políticas encaminadas a lograr ese objetivo, fue recibida con entusiasmo por los gobiernos (también el español). Y en verdad había razones poderosas para estar de acuerdo con la propuesta. Solo hay que echar un vistazo a vuelapluma al último informe de Naciones Unidas sobre el cambio climático para llegar a las conclusión de que el planeta llega tarde a su regeneración medioambiental.
Bruselas, sin embargo, no dijo nada sobre qué hacer —que diría el clásico— para combatir una de las víctimas (necesarias) para luchar contra el cambio climático, y que por entonces solo asomaba la cabeza, pero que hoy está en el centro del debate político y económico: la subida descarada de los precios de la electricidad. Probablemente, porque Bruselas hizo suyo un tuit de Vítor Constâncio, antiguo vicepresidente del BCE, en el que se mostraba encantado de que los precios del CO2 se hubieran disparado. “Buenas noticias para la política ecológica”, exclamó ufano Constancio, “el precio del carbono en la UE alcanzó los 50 euros por tonelada, más del doble desde el comienzo de la pandemia”. Su conclusión no dejaba lugar a dudas: “el sistema está funcionando. Aun así, para lograr los ambiciosos objetivos de la UE, el precio tendrá que subir gradualmente a más de 100 euros”. O 200, habría que añadir.
Good news for greening policy: the EU price of carbon attained €50 per tonne and more than doubled since the beginning of the pandemic. The EU trading system is working. Still, to achieve EU ambitious targets the price will have to go gradually to more than €100. pic.twitter.com/1PbfzqdLM3
— Vitor Constâncio (@VMRConstancio) May 6, 2021
Constancio, socialista, ocultó, obviamente, que ese incremento entra como un cuchillo en la tarifa eléctrica. El Banco de España, sin ir más lejos, ha estimado que uno de cada cinco euros que le suban a usted la luz tiene que ver con un mercado altamente especulativo en el que los fondos de inversión han encontrado una alternativa a la baja rentabilidad que ofrecen los mercados, hasta convertirse, de hecho, en una especie de casino.
Todo el poder para la CNMC
Se dirá que el 20% no es mucho, y que lo relevante es el gas, y aquí, hay que reconocerlo, la Comisión Europea no tiene mucho que hacer. Lógicamente, porque la UE no lo produce y debe comprarlo en Rusia, Noruega o el norte de África. Solo hay un matiz, y no es pequeño. La Comisión Europea, junto a los reguladores de la competencia, en el caso de España la CNMC, ha asumido casi todo el control de las políticas energéticas. Y, de hecho, el margen de maniobra de los gobiernos es hoy algo más que reducido para enfrentarse a tensiones de oferta y demanda, como no se cansa de repetir la vicepresidenta Ribera, quien, por cierto, aprobó en 2019 un Real Decreto Ley que aumentaba los poderes de la CNMC después de que la Comisión abriera un expediente a España. Aquella batalla la 'perdió' Álvaro Nadal, su antecesor, porque la vicepresidenta Ribera renunció a dar la batalla en el Tribunal de Luxemburgo, a dónde había acudido España junto a Alemania para que el Gobierno tuviera más competencias y menos el regulador. Paradójicamente, ahora nos encontramos con una situación al menos llamativa: el Gobierno no cuenta con instrumentos legales para achatar el precio de la luz, y de eso se ha quejado Ribera.
Conviene recordar que es la CNMC (de acuerdo con las leyes europeas), quien decide las condiciones de acceso y conexión a las redes de transporte y distribución de electricidad y gas natural, también las reglas de funcionamiento de los mercados organizados y el control de los planes de inversión de los gestores de la red de transporte, pudiendo hacer recomendaciones para su modificación. Es decir, todo el poder para reguladores —las líneas generales las marca el Estado— que no se presentan a las elecciones.
Lo paradójico, sin embargo, es que quien tiene que lidiar con el problema de la subida de la luz no son los reguladores, ni mucho menos los funcionarios de Bruselas (tampoco Constancio), sino que son los gobiernos quienes dan la cara ante los ciudadanos cuando se incendian las calles. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, mientras tanto, hace mutis por el foro, como si los problemas de diseño de un mercado —en este caso, el de CO2— no fuera con ellos. Parece obvio que si Bruselas ha arrebatado a los gobiernos buena parte de las competencias legislativas en política energética, sea ella, también, quien dé una respuesta a las tensiones actuales.
No lo ha hecho, lo que deja en muchos ciudadanos la idea —ahí está el origen de los chalecos amarillos— de que nadie se preocupa de ellos, ya sean transportistas, jubilados o, simplemente, hogares en los que el precio de la electricidad representa una mayor proporción del gasto que en las rentas altas.
Esta desidia de Bruselas a la hora de buscar soluciones, en realidad, no es nueva. La UE, como se sabe, tiene una exigente política de interconexiones transfronterizas con la idea de crear un mercado europeo de la energía. Y, de hecho, se ha puesto como objetivo lograr que la suma de las capacidades de importación frente a la potencia de generación instalada alcance un 15% en 2030. Ese objetivo, desde luego, no se logrará, salvo un milagro, y mucho menos en España (3%), que es prácticamente una isla energética por la presión de las compañías nacionales, que ven una amenaza a su negocio. Lo curioso es que Bruselas, cuando se recuperen las reglas fiscales, será muy exigente con los países que incumplan los objetivos de déficit, pero no dice ni una palabra cuando hay que sacar a los colores a los gobiernos por no ser más resolutivos a la hora de crear redes transfronterizas que hoy podrían abaratar el recibo. Y que, por cierto, muchas veces chocan con los vecinos por razones medioambientales.
Es decir, estamos ante un mercado muy sensible a los ciudadanos y a la industria, y quien tiene la llave se esconde entre las bambalinas. Precisamente, en una de las cuestiones clave en la economía política, como es el precio de la energía. Es evidente que sería un error renacionalizar las políticas energéticas, pero no estaría de más que Bruselas repensara el funcionamiento de un mercado con claras insuficiencias. Si Bruselas no es capaz de poner orden, es mejor que renuncie o aumente las competencias de los gobiernos. El último barómetro de la UE ya dejó claro que los ciudadanos querían que Bruselas actúe “para garantizar el acceso a una energía asequible”. A lo mejor habría que parafrasear a Clemenceau cuando dijo que la guerra, en este caso, la energía, es un asunto demasiado importante como para dejarlo en manos de los burócratas de Bruselas.
Justo antes de las vacaciones de agosto, cuando los mercados de electricidad y gas estaban ya a punto de ebullición, la Comisión Europea anunció un paso más en el llamado Pacto Verde europeo. Con el nuevo objetivo, la UE se comprometió a reducir un 55% las emisiones netas de gases de efecto invernadero de aquí a 2030 respecto de los niveles de 1990. La propuesta, articulada a través de catorce políticas encaminadas a lograr ese objetivo, fue recibida con entusiasmo por los gobiernos (también el español). Y en verdad había razones poderosas para estar de acuerdo con la propuesta. Solo hay que echar un vistazo a vuelapluma al último informe de Naciones Unidas sobre el cambio climático para llegar a las conclusión de que el planeta llega tarde a su regeneración medioambiental.