Spassky, un caballero dominador del tablero para Occidente... y un traidor para la URSS
En un remoto y glacial lugar del planeta, Reikiavik, isla perdida en medio del Atlántico, poblada de volcanes vivos y glaciares eternos, se iban a batir dos estilos de ajedrez
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El mundo estaba en un precario equilibrio. Los grandes contendientes, dos potencias despiadadas con modelos económicos que chocaban brutalmente, dos imperios, cada uno con criterios radicalmente opuestos sobre cómo gestionar a sus siervos, eran el caballo de batalla. Pero también la coartada perfecta para que los de arriba, los que manejan a los humanos sin más valores ni patrón que la ambición desmedida, pudieran llevar sus negocios a buen puerto.
En un remoto y glacial lugar del planeta, Reikiavik, isla perdida en medio del Atlántico, poblada de volcanes vivos y glaciares eternos, se iban a batir dos estilos de ajedrez y dos jugadores opuestos en modales y modelos de vida.
Uno de ellos, el norteamericano Bobby Fischer, hijo de una madre pluriempleada y siempre ausente del domicilio doméstico, se había criado en la soledad más flagelante teniendo como único compañero un tablero de ajedrez y algunos libros de teoría prestados por el Manhattan Chess Club del que era jugador asiduo. Las largas horas de aislamiento, crearon en el chico una personalidad introvertida e inmadura, cuyos efectos demostraría a lo largo de su vida profesional como carencias ante el excelente jugador de ajedrez que fue.
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Con tan solo 15 años ya se erigió en el Maestro más joven de EEUU. Para entonces, el centro neurálgico de las maquinaciones ya había detectado la posibilidad de manipular al chico con intereses geopolíticos. Bobby Fischer no era precisamente un alma de cántaro. Genio excéntrico donde los haya, el Departamento de Estado comenzó a diseñar la oportunidad de darle a Moscú en la línea de flotación.
Por otra parte, el desarrollo de Spassky fue en todo momento el de un gentilhombre fuera de siglo y en un país en el que el férreo control de las libertades individuales se había disuelto en mor de una causa mayor. En este punto habría que decir aquello de Heidegger de que, respecto a la libertad, es posible que la vivamos como un yugo pactado y adecuadamente perfumado, con altas dosis de engaño. Spassky lo sabía. Había viajado muchas veces a Occidente y entendía perfectamente que la única diferencia con su país de origen era que la libertad de pensamiento se podía expresar. Otra cosa bien distinta era si eso conllevaba resultados vinculantes que preocuparan al todopoderoso establishment. Educado en la etiqueta por su madre, hombre cultivado donde los haya, con carrera y seis idiomas, era un auténtico gentleman.
En aquel contencioso, el jugador norteamericano llegó a convertirse en un problema formal o, quizás sería más apropiado decir, en un dolor de muelas irreverente para la gobernanza del país. El secretario de estado, a la sazón Henry Kissinger, tuvo que intervenir con mano dura apelando a su condición de americano contra los malvados rusos. Y eso que el espigado chaval ya tenía el match literalmente perdido por incomparecencia. Con un hándicap de 0-2, un Hércules 130 de la aviación militar se llevó volando al díscolo chaval. Spassky no quiso reivindicar la victoria y espero sentado la comparecencia del levantisco. Aquel ruso ejemplar, ídolo de toda una generación de ajedrecistas, pagó caros sus buenos modales, quedando asociado a una derrota sonada (12,5 - 8,5) que la prensa occidental propalaría hasta la saciedad.
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En la Unión Soviética, el ajedrez era una religión. Millones de federados y otros más de sesenta y tantos de devotos aficionados, jugaban al toque las aperturas y defensas. Añadas de practicantes de este arte ciencia estaban bajo el dominio de un frenesí apoteósico de superioridad cultural e intelectual sobre Occidente. Aquella obsesión nacional devino en una monumental humillación cuando Spasski le dio la mano a la conclusión del match a su poco empático oponente.
Nacido en 1937 en San Petersburgo (Leningrado, en aquel entonces), ocupo desde temprana edad un sitial de honor en esta disciplina, ascendiendo meteóricamente de categorías. Spassky siempre fue un hombre amable, elegante y con un estilo de juego polimorfo. Igual se convertía en un aguerrido Mijaíl Tal que en un preciso y posicional Botvinik; era imprevisible. Durante el tiempo de su vida profesional, venció a Keres, Geller y a Tal, probablemente el jugador más kamikaze de la historia del ajedrez. Finalmente, se enfrentó al campeón mundial, Tigrán Petrosián, en 1969. Pianista, poeta y sereno personaje búdico. Le arrebató el título de campeón del mundo y lo dejó sentado.
Spassky volvió tras su derrota en Helsinki al matadero de los derrotados. Sabía que, si no lo hacía, podía sacrificar a su familia en Siberia. Perdió todos sus haberes: su dacha en Sochi, su preferencia en los anaqueles de las tiendas, su reconocimiento patrio, el alzado cortes de las boinas y sombreros de sus congénere. En definitiva, el abrazo del pueblo ruso. Con 88 años, se fue de la vida.
Un jugador, dos versiones
La derrota del caballero ruso fue seguida por cincuenta millones de personas en todo el mundo. Para Occidente, quedaría como un caballero a la antigua usanza; para la Unión Soviética, casi, casi, como un traidor. Al final de su vida, se casó con una aristócrata rusa residente en Francia. El gobierno francés, siempre tan acogedor con los famosos que buscaban refugio en el lar patrio, le dio cobijo.
Para confrontar el modelo capitalista con el comunista, se enfrentaron dos estilos, un caballero contra un anarquista. La historia decidirá quién fue el ganador. El décimo campeón del mundo -reinado que caducó en 1972 en Reikiavik contra el prodigioso enfermo de soledad Bobby Fisher-, murió en la extinta Unión Soviética a la edad de 88 años de manera un tanto extraña. Varias décadas de absoluto dominio soviético en la disciplina del ajedrez, yacen en medio de docenas de ramos de flores aún hoy en día en el cementerio.
Boris Vasilievich Spassky, era un bon vivant. En la Francia de acogida de los famosos, en una ocasión, le preguntaron los periodistas de France Soir si prefería el sexo o el ajedrez. "Depende de la posición", contestó. Entonces, las cosas eran así...
El mundo estaba en un precario equilibrio. Los grandes contendientes, dos potencias despiadadas con modelos económicos que chocaban brutalmente, dos imperios, cada uno con criterios radicalmente opuestos sobre cómo gestionar a sus siervos, eran el caballo de batalla. Pero también la coartada perfecta para que los de arriba, los que manejan a los humanos sin más valores ni patrón que la ambición desmedida, pudieran llevar sus negocios a buen puerto.