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El grupo de buenos chicos que chocan con la realidad: Morata y la cortesía de sus centrales
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SE ACERCA EL DEBUT DE ESPAÑA

El grupo de buenos chicos que chocan con la realidad: Morata y la cortesía de sus centrales

Luis Enrique ha reunido a un equipo muy joven y con hambre que sueña con conseguir la segunda estrella. El delantero parece que será Morata, al igual que en la Eurocopa

Foto: Hay muy buen ambiente en la Selección española. (EFE/Pablo García)
Hay muy buen ambiente en la Selección española. (EFE/Pablo García)
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En el fútbol, el engaño es la ley. Eso se aprende en los patios llenos de grietas de la infancia, con una pared al fondo donde rebotan las ilusiones y los balones que no están domesticados. Y se aprende en el descampado, con un edificio de ocho pisos rodeado de una nada mugrienta, donde los niños sabían esquivar las jeringuillas y los perros muertos para clavar el balón en la escuadra y gritar gol tan alto y tan fuerte que tapara la miseria que es siempre la vida adulta. Eso era antes. En otro siglo. Pero todo terminó.

En Europa se prohibieron los descampados y en los patios entró la democracia, así que el fútbol saltó por la ventana. Ahora todos son escuelas. Todo es moral. Todo es una construcción rectilínea que intenta salvaguardar la vida del caos y lo consigue. De hecho, ya no hay caos, pero apenas hay vida. Así que el fútbol ha creído de sí mismo que ya no es engaño, que persigue fomentar valores, que conseguirá un mundo mejor, educándonos en el respeto al contrario y a la ley.

placeholder Xavi vivió en Qatar y le gustó la experiencia. (EFE/Jesús Diges)
Xavi vivió en Qatar y le gustó la experiencia. (EFE/Jesús Diges)

El acto siguiente en este festival de la paz y la amistad, es el Mundial en Qatar. Un país que según Xavi Hernández (uno de los primeros jugadores que dictaba una ley moral en el campo y en las ruedas de prensa) es un país feliz y donde el sistema funciona mejor que aquí, no tienes que dejar la puerta de casa cerrada y si dejas el coche en marcha, nadie te lo robará. Lo han adivinado, ese país es una democracia perfecta, o sea, una dictadura religiosa. El lugar ideal para un deporte que se ha especializado en educar a las masas.

La España de Del Bosque

En España, donde también hubo una dictadura religiosa que duró cientos de años, se acogió con júbilo hace un tiempo, aquella Selección de pequeños genios educados en los valores de La Masía, y dirigida por un maestro de escuela republicano: don Vicente del Bosque. Solo Sergio Ramos se apartaba de esa especialización en la humildad que tan bien representaba Iniesta. Ramos era considerado un mal menor, un hachazo de violencia necesario y que se salía del molde que se quería crear. ¿Y cuál era ese molde? Jugadores como animales domésticos, niños hacendosos y sociables que representaban casi una utopía de lo que debía ser nuestro país. Ya no habría nunca más centrales violentos, no señor, serían defensas aseados cuya asignatura primordial debería ser sacar la pelota con la máxima ternura. Los medios y los extremos se confundían en un mismo concepto. Eran jugones de 1,70 y cuya aspiración en la vida consistía en meterse con la pelota dentro de la portería. El disparo desde fuera del área estaba castigado con una descarga eléctrica y a los narcisos que no querían soltar el balón se les enviaba al psicólogo.

Hola, me llamo Cristiano Ronaldo y soy un chupón egoísta e insolidario. Nunca volveré a tirar desde fuera del área y cuando un compañero esté en mejor posición, le pasaré la pelota lo más rápido posible. Así hubiera acabado la carrera del mejor goleador de la historia de tener la suerte de haber nacido español. En un grupo de apoyo para acabar con los hábitos tóxicos y echar abajo su personalidad narcisista. El primer paso —que es el más difícil— es aceptar que uno necesita ayuda. Y Cristiano lo hubiera hecho, no como Guti, que nunca quiso dar ese paso y fue castigado por Del Bosque a no jugar jamás una final de Champions. Cruel destino.

La Selección actual, comandada por Luis Enrique, es la apoteosis de esta forma moral de entender el deporte. Son los representantes de la escuela nacional, jugadores infantilizados, esterilizados y sin voz, reyes en el juego de asociación, pero incapaces de la heroicidad individual, de la patada transgresora que cambia el partido, pobres en las áreas aunque llenos de música en las zonas donde se manosea el balón. El único chico autosuficiente es Álvaro Morata, hijo de la cantera madridista, realista y cruel como los extrarradios de los que se nutre. Ahora hablaremos de él.

placeholder Sergio Ramos es una de las grandes ausencias del Mundial. (Reuters/Christian Hartmann)
Sergio Ramos es una de las grandes ausencias del Mundial. (Reuters/Christian Hartmann)

La ausencia de Ramos

Las canteras españolas son reflejos del entramado general; un nivel medio donde se vive bien y conviene no destacar y donde se deben aparentar unos valores que poco a poco se van haciendo con la carne y con el espíritu de los individuos, reducidos a ciudadanos del país más sociable imaginable. No hay genios porque el genio es hijo del niño salvaje, del asilvestrado que persigue imponer su yo en cada momento y en cada gesto. No hay goleadores, porque el goleador solo tiene una razón de ser, y no puede ser más que egoísta, y ese egoísmo lo va transformando hasta la obsesión. No hay centrales competentes porque el central es el animal que niega por las bravas y en este país, incluso la guardia civil está para servir a los demás.

Y no está Sergio Ramos, quizás el mejor central de la historia del fútbol y con un historial tan delictivo como todos los grandes, porque el Sevillano rompería esa ilusión de paz y armonía que Luis Enrique ha conseguido en su rebaño bien apacentado. Luis Enrique quiere niños y Ramos es un hombre. Uno de los últimos. El asturiano prefiere conceder cientos de rebotes en el área, segundas y terceras jugadas con sus defensas Disney, antes que corromper su narrativa con un ente ajeno y que le podría mirar a los ojos. Y quizás le funcione. Ramos está fuera del relato contemporáneo español. Es un trazo de otro tiempo, un conquistador a caballo, un ciclista de los ochenta que escupe a la cámara, el que nunca agacha la cabeza. Y por eso, no se le respeta. Y por eso, la prensa apenas lo ha pedido cuando solucionaría de un plumazo el peor agujero de la selección.

Pero la Selección sigue jugando. No domina el área propia, nadie lleva dentro la promesa del gol, pero es quizás el único equipo del Mundial con un estilo propio: ágil, vertiginoso y asociativo, y con un generador de ocasiones automático accionado desde la banda por el entrenador. Un equipo bonito y vulnerable con todas las puertas abiertas: las de arriba y las de abajo. Solo dos jugadores se salen del tono artesano y bullanguero: Ansu Fati y Álvaro Morata.

placeholder Ansu Fati celebra con Gavi y Laporte el gol del sevillano. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Ansu Fati celebra con Gavi y Laporte el gol del sevillano. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Un jugador diferente como Ansu

Ansu es otra cosa. Nunca se ha dejado doblegar. Tiene un dominio sutil del área y un disparo venenoso. Todo lo que hace solo tiene un destino: el gol. El problema es que es un jugador a la mitad. A la mitad de su físico y a la mitad de su espíritu porque pisa con demasiado cuidado. Sabe que un mal gesto puede ser fatal. Este Mundial será el que mida su condición de verdadero crack.

Y Álvaro Morata. Alto, delgado y bien peinado. Parece un héroe de Spielberg. Un hombre común ante un destino que le sobrepasa. Ser delantero titular en un equipo de élite. En un equipo que luche por la Champions o en una Selección que quiere ganar el Mundial. Hasta ahora no lo ha conseguido y él cree que la culpa no es suya. Morata tiene manía persecutoria. Hay un deje amargado en la celebración de sus goles o en su rictus ante las cámaras. Su juego está lleno de ansiedad y eso le lleva a imprecisiones absurdas delante del portero. Si tira el penalti definitivo, sabemos que lo va a fallar. Él lo sabe y el público también. Tiene fatum. Consciencia de estar abocado a un destino trágico. Como Higuaín, con quien comparte rencor hacia el Madrid, si piensa en el área, falla, se aturulla, se confunde de palo y de respuesta. Como Higuaín, cuando corre pierde el miedo y parece algo grande venido de un presente mejor que este. Pero Higuaín tenía un disparo de media distancia letal, lo que le daba un número de goles por temporada más allá de los 25. Morata no. Nada es fácil para él. Cada gol que mete se lo arranca a la montaña con esfuerzo. Siempre va con su voluntad encima como un saco de piedras. Sería la antítesis de Benzemá, al que no se le transparenta el esfuerzo y baila con la pelota justo en el centro del tsunami. Y en su mejor temporada, la 2016/17, donde metió 20 goles en 20 partidos en el Real Madrid, la prensa consideró injusto que no jugara ni un minuto en la final ni en las semifinales de Champions. Consideró injusto que estuviera por encima de Benzemá en las preferencias de Zidane. Injusto. El Madrid lo ha tratado mal, decían. Otro más de los damnificados por el monstruo que anida bajo el Bernabéu. Y Álvaro se lo creyó.

placeholder Morata firma una camiseta a una niña. (Reuters/Christian Hartmann)
Morata firma una camiseta a una niña. (Reuters/Christian Hartmann)

La fama de Morata

Morata es de la cantera del Madrid. Se hablaba mucho de él. Un chaval muy superior físicamente al resto que metía goles como churros. Eso puede ser una trampa porque esa superioridad física no hay manera de hacerla valer en lo más alto, en la Champions. O sí, cuando añades a un físico importante —el de Morata: alto, fuerte, rápido y elástico— una técnica exquisita. Y Morata eso no lo tiene. Tiene la técnica de un señor normal, excepto en el centro lateral —comenzó como extremo y eso le queda— y en algunos remates instantáneos, que hacen pensar en él como un jugador mejor de lo que es.

Esa angustia de creerse grande y a la vez saber que uno no es un elegido, le ha acompañado toda su carrera. Nunca ha sido capaz de ser titular indiscutible de un equipo Champions (Chelsea, Real, Juve o Atlético) y, sin embargo, ha rendido al más alto nivel cuando la situación era desesperada y su angustia la convertía en electricidad y furor. Morata libra siempre tres guerras: contra los rivales, contra la memoria de sus antepasados y contra lo oblicuo de su interior. Necesita una causa para sostenerse en el campo. Desde que el Madrid lo cedió a la Juve, cree que hay una conspiración mundial en su contra.

Morata es trascendental para España. Abrasa el centro y la frontal del área con su lucha, y deja campo libre que los extremos se hagan la manicura en los costados. Pero ha restituido el status de maula oficial. El que falla goles inconcebibles. Lector voraz de la biografía de Julio Salinas, sus pies de madera desmienten sus intenciones de grandeza. Es Tom Hanks con la neurosis de Woody Allen y las extremidades pegadas con cinta aislante. Nuestro héroe. Un chico algo desgarbado que el Madrid vendió por 80 millones al Chelsea. Ese pensamiento nos da consuelo a los merengues en las noches de zozobra.

En el fútbol, el engaño es la ley. Eso se aprende en los patios llenos de grietas de la infancia, con una pared al fondo donde rebotan las ilusiones y los balones que no están domesticados. Y se aprende en el descampado, con un edificio de ocho pisos rodeado de una nada mugrienta, donde los niños sabían esquivar las jeringuillas y los perros muertos para clavar el balón en la escuadra y gritar gol tan alto y tan fuerte que tapara la miseria que es siempre la vida adulta. Eso era antes. En otro siglo. Pero todo terminó.

Mundial de Qatar 2022 Álvaro Morata Luis Enrique
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