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Por
Kylian Mbappé, las tribulaciones de un astro francés en la corte del Real Madrid
El francés ha encontrado el camino del gol y lo ha hecho a lo grande, convirtiéndose en la gran referencia en ataque de un Madrid en el momento clave de la temporada
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En el inicio del partido contra el Manchester City, hay una jugada donde los blancos mueven el balón sin angustia, bajo presión, con la tranquilidad de los equipos que ya se conocen a sí mismos. Vinícius y Rodrygo bajan a dar el pespunte, ese toque en apariencia inocuo pero que mueve a una montaña de sitio. No hay jugada de gol, no hay nada, solo un equipo manejando la pelota ante el acantilado. La marea del City retrocede unos metros y la luz se posa en Asencio. En un segundo arma la pierna y pone el mismo pase en órbita con el que se dio a conocer tres meses atrás.
Al otro lado está Mbappé, desmarcado, corriendo entre defensas que se van cayendo a su paso. El balón bota y Kylian eleva la pelota de un toque -ni poético ni sutil, pero efectivo- sobre el portero del City. Es el primer gol del Madrid, el tipo de gol que surge de la nada y que le da a los blancos la posibilidad de asaltar la Copa de Europa de esa forma a la vez sigilosa y abrumadora que solo ellos parecen conocer. Y el elemento del crimen esta vez ha sido Kylian Mbappé, una estrella que ya no está latente. Y que en sus 6 meses de blanco, ha pasado por todas las etapas de la vida geológica del jugador madridista y se ha hecho plenamente con los mandos del ataque madridista
Corría la temporada 2016-17. El Real tenía un equipo infinito, un universo en expansión donde el origen era Sergio Ramos y más allá del límite vivía Cristiano Ronaldo. Apenas existía el resto del mundo. Estaba el Barça, sí, pero en Europa, Messi era un niño al que la equipación azulgrana se le había hecho enorme. Los ingleses talaban los árboles y prendían su maquinaria industrial preparando lo que vendría, pero el presente se les seguía rebelando.
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Y de repente... Surge esa irrupción que los aficionados esperan como una joya y que se da una vez cada 5 años. Un niño con una zancada de cómic, jugador del Mónaco y que revienta una tras otra las eliminatorias de Champions. La eclosión fue instantánea. Dos goles contra el Manchester City dibujados con la geometría del que viene de otra dimensión. Dos estampidas contra la portería. Dos resoluciones sencillas, disparos duros a la escuadra con el chasquido de la red de fondo. El chasquido de la revelación, porque eso es lo que fue.
En la era de Cristiano y Messi, amanecía un chaval de 17 años que convertía un regate en el área en un contraataque. Un chico tranquilo y sonriente que aparecía por cualquier lado del campo rival. Todo era supersónico en él y esa velocidad le descoyuntaba algunos controles, algunos pases sin dirección ni ritmo. Era un niño y esos son defectos de la adolescencia, pero lo fundamental lo poseía en cantidades industriales: el gol como instinto, el físico como castigo, la voracidad como si fuera un sentido musical, casi una forma de ser.
El Madrid ganó Liga y Champions con una facilidad estremecedora. Al día siguiente de la consecución de la Copa de Europa, la conversación ya era Mbappé. Había nacido para jugar en el Madrid. Tenía un póster de Ronaldo vestido de blanco y su profeta se llamaba Zinedine Zidane. No tenía sitio en un paisaje atestado de figuras, como era el ataque madridista, pero daba igual, se aspiraba a la totalidad. Y este chico parecía el último eslabón. Pero Kylian no escogió en blanco, escogió su país y ser el héroe de un mecano en construcción: el PSG de los jeques. 180 millones de euros costó su fichaje y el madridista se llenó de aflicción. Comenzó a dolerle un miembro que nunca tuvo y lo sintió amputado de repente.
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Muchas estrella, poco éxito
A ese escaparate del poder árabe en medio de Europa, llegó Neymar. Un gran jugador de fútbol con los vicios de una estrella de cine mudo. El brasileño era un malabarista con el balón, un genio enamorado de sí mismo, de los que se mira mientras conducen la pelota y agotan la posibilidad de la jugada hasta el final. Y Mbappé esperaba y esperaba como si fuera un animal castrado. A ratos, se fascinaba con el talento del brasileño e intentaba imitarlo. Algunas de sus armas actuales, como esa bicicleta que ha perfeccionado hasta acompasarla a su paso como si fuera una respiración, vienen de ahí. Pero el juego de fintas y amagues del francés sólo tenía sentido en la depredación del espacio, y Neymar casi nunca la soltaba en el momento preciso. Como concepto, son dos jugadores hechos para distintos mares. Cuando el brasileño la toca de primeras, como en la eliminatoria del 2022 contra el Madrid, sucede lo que todos esperan: Kylian se desencadena y hay un terremoto con un golazo al fondo. Pero no siempre pasaba y el juego del PSG era extraño e indeciso porque sus dos grandes figuras habitaban espacios separados.
Aún así, incluso tras la llegada de Messi, la amenaza latente siempre fue Mbappé. El francés modifica el juego contrario, lo curva y lo pervierte. Pero en el alto nivel de la Champions, el PSG iba desacompasado, nunca encontró la forma de que el terror que albergaba dentro inundara los partidos de punta a cabo. Los números del galo en el día a día eran brutales. El único que se acercaba a los Messi-Cristiano. De media, producía unos 55 goles anuales, entre dianas y asistencias. Pero le quedaba coronar la Champions y, sin eso, siempre surge la duda.
Perdió el Mundial de 2022 y, como castigo, el jeque le obligó a quedarse otro año más en el PSG, que se negó a vendérselo al Real Madrid
Su increíble aura no venía de qué hacía con el PSG, venía de su desempeño con la selección francesa. De esa carrera contra Argentina, en el Mundial de 2018, donde fue coronando picos con todos los jugadores albicelestes colgados de sus faldas. Llegó al área arrastrando a un país entero y allí pitaron penalti. Ese Mundial lo dominan los bleu desde una simplicidad absurda. Una roca en el centro: Kanté; Pogba disparando señales de peligro, Griezzman hilvanando el juego y toda la ancha pradera que resta, terreno del gran depredador adolescente. En esa famosa jugada contra Argentina, pareció Maradona contra los ingleses. Hasta allá se fue la imaginación del hincha. Donde uno pone el genio, el otro, la mirada impasible del velocista. Hubo otro gol que define aquel Mbappé: en un embrollo en el área albiceleste, se apodera del balón y se hace un espacio con un movimiento más allá de la percepción del ojo humano. Al instante, la cruza con violencia. Cuatro años después, en la final contra Argentina, repitió ese gol fulgurante.
En ese Mundial fue la naturaleza desatada entrando por todos los rincones. Fue lo que deseamos ser en nuestra vida. Esos segundos de temblor. Y el estallido. Pero perdió y, como castigo, el jeque le obligó a quedarse otro año más en el PSG, que se negó a vendérselo al Madrid. Allí, varado en un equipo sumergido en las profundidades del fútbol, perdió ilusión, perdió físico, se alejó del balón y de la mentalidad de la élite. Cuando volvimos a verle en el verano del 2024 con Francia en la Eurocopa, nos pareció un jugador de vuelta de todo incapaz de repetir el truco que lo había hecho famoso.
Y aterrizó en la casa blanca
Pero llegó al Madrid, alzó los brazos en la presentación y sonrió tras dos años difíciles. No comenzó ni del todo bien, ni del todo mal. Mbappé está casado con el gol, es para él una forma de vida, como lo es para otros el asesinato o el arte. Fino para el desmarque, sin embargo, chocó desde el principio con las pretensiones de Vinícius de vivir su vida loca en el extremo izquierdo. No parecía eso un problema, cuestión de tiempo, pensamos todos. Lo que sí dejó al hincha perplejo era su rudimentaria técnica. Kylian no ha tenido nunca el brillo de los grandes estetas, lo suyo era la geometría de las partículas elementales. El balón nunca le ha obedecido sumiso, como a otros genios tan fáciles de recordar. Él utilizaba la técnica como un fin para lograr el dominio a través del gol. Nada más. No se recreaba. Pero era preciso a esa enorme velocidad que es su marca de agua. Así parecía fuera del Madrid, rodeado de buenos jugadores, no de genios. En el Madrid tienes por detrás a Modric y te acompañan en el ataque Rodrygo, Vinícius y Bellingham. Todos ellos mantienen una relación carnal con la pelota, para ellos no es simplemente un objeto redondo que tiene que alojarse en una portería para poder ganar el partido: no. La pelota para esa gente es un fin en sí mismo. Una prolongación de sus cuerpos que guarda un secreto al que dedicar la vida. Y Kylian no era eso. Parecía un intruso, un soldado que se hubiera colado en el salón de la aristocracia.
Por otra parte, el equipo blanco estaba ofuscado. Durante largos meses, nadie encontró su lugar en el campo: el juego era tan inexistente que los partidos parecían las tomas falsas de una película. En ese contexto, solo Vinícius y Valverde, dos jugadores con hechuras mitológicas, fueron capaces de sobrevivir. El público del Bernabéu era condescendiente con el francés. Todos sabían que, tras casi dos años de asueto, se tarda en volver. Primero llega la forma física y luego la mental. O quizás sea al revés. O quizás lo más importante sea estar en paz con uno mismo, perder el miedo, reconectar con el propio cuerpo -que parecía que ya no era el de dos años atrás- para, desde ahí, ir escalando hasta la condición de estrella que se le supone a Mbappé. Son muchos quizás y durante cuatro largos meses, ocuparon la conversación de los aficionados, que no se acababan de creer que el jugador que tenían delante, fuera el mismo que los hizo pegarse al televisor años atrás.
Y tenían razón. No era el mismo jugador. Kylian sigue siendo muy rápido, pero ya no amenaza desde cualquier lugar del campo. En realidad tampoco lo necesita. Ya no es la gacela de Thompson. Animal salvaje que saltaba por encima de la trampas, por encima de los depredadores y se daba la vuelta a una velocidad inasumible para el ojo humano. Es más potente, más poderoso. Su mejora en el juego ha ido de la mano con la reconquista de su agilidad. Vuelve a dominar los controles, no los seca, como los grandes magos, pero los orienta de forma sutil sea de donde sea que le caigan. Su cambio es parecido al del Cristiano de Zidane. El cambio de los 26 años.
Durante su larga travesía por el desierto (4 meses en el Madrid pueden ser la eternidad y un día), Mbappé lo intentó todo. A ratos parecía el último Raúl, matándose por recuperar balones absurdos para provocar el aplauso condescendiente de la grada. Algunos partidos los vivió en un permanente fuera de juego, recuerden la primera goleada que encajaron los blancos contra el Barça. Ahí también se vio que llevaba dentro un animalito negro repleto de alquitrán: el miedo. En ese partido solo metió los goles donde ya le habían pitado fuera de juego; en los otros, definió como los falsos profesionales, como el Higuaín de la Champions: duro y al centro, ideal para ser repelido por cualquier portero de élite.
El juego del Madrid fue soldando sus fracturas internas pero seguía sobrevolando por encima la incógnita de Kylian. El francés metía goles, a veces con aparente sencillez, como algunos disparos suyos desde la frontal donde el balón va recto, sin efectos raros, como si todo fuera siempre tan fácil. Pero estaba ausente del juego del equipo, solo vivía para el instante del gol y no es suficientemente bueno para eso. En realidad nadie lo es, quizás excepto Ronaldo Nazario, e incluso con él, que durante dos temporadas convirtió en oro cualquier bisutería que le llegase en ataque, los blancos no ganaron la Champions.
Mbappé estaba sufriendo el mal de altura tan típico del Bernbéu. Esos acantilados y el millón de ojos que te vigilan. Pensaba sus desplazamientos, pensaba delante del portero, no se movía por instinto y nada funcionaba como él mismo había imaginado. Seguía gozando de cinco ocasiones por partido por su facilidad para el desmarque, pero su cuerpo repelía los balones. Le faltaba alcanzar esa relajación majestuosa de la caza.
Una dura derrota que fue el despegue
Y en algún momento del mes de diciembre, la alcanzó. Resistió todos los avatares, lo que seguramente le ha aupado a otro nivel competitivo. Espantó el miedo, comenzó a respirar al compás del equipo y, en eso, llegó la segunda goleada encajada contra el Barça. Esta vez fue en la final de la Supercopa. Un partido difícil de definir donde el Madrid bajó los brazos quien sabe por qué. Y, sin embargo, por el fondo de esa masacre corrió la mejor de las noticias para los blancos. Mbappé estuvo por encima del partido. Fue el único que salió indemne. Fue aquel jugador infernal de la Francia campeona en un encuentro con todo remando en contra. Después de ese partido, los dos destinos se juntaron. El Madrid y Kylian empezaron a respirar al unísono. Ese cambio se dibujaba en todo su cuerpo, corría relajado, hablaba con Vinícius, asomaba la alegría en su cara.
No tiene que ser fácil llegar a un Madrid campeón con vitola de estrella. Todos los deseos del mundo puestos sobre un conjunto de articulaciones, músculos, tendones. Mbappé necesitaba devolverle al público lo que el público esperaba de él. Y estaba en la posición más difícil, en un sitio donde una décima de segundo es la diferencia entre la alegría y el rencor. Y a esa décima de segundo no se accede por la voluntad, se llega estando en paz con uno mismo y con su propio físico. Que todo cuadre en la misma línea iluminada.
Mbappé necesitaba darle al público lo que quería de él. Y era una posición muy difícil, donde una décima marca la distancia entre alegría y rencor
En estos últimos partidos, Mbappé emite una luz tan fuerte que es difícil recordar su opacidad anterior. Lo que parecía faltarle con el PSG era el dominio del carril central. Por donde se marcan las épocas. El sitio por donde Ronaldo mató tres champions seguidas. Pero tras el último partido contra el City, da la impresión de que Kylian se ha aupado a ese lugar.
Él y Vinícius cada vez se entienden mejor. Giran el uno sobre el otro con Rodrygo y Belllingham abriendo puertas y excavando túneles secretos. Les falta todavía encontrarse definitivamente en los contrataques. Si lo consiguen, la fuerza de este Madrid puede ser sobrecogedora puesto que cualquier córner en contra, cualquier ataque del rival, será una ocasión de gol para los blancos.
En el inicio del partido contra el Manchester City, hay una jugada donde los blancos mueven el balón sin angustia, bajo presión, con la tranquilidad de los equipos que ya se conocen a sí mismos. Vinícius y Rodrygo bajan a dar el pespunte, ese toque en apariencia inocuo pero que mueve a una montaña de sitio. No hay jugada de gol, no hay nada, solo un equipo manejando la pelota ante el acantilado. La marea del City retrocede unos metros y la luz se posa en Asencio. En un segundo arma la pierna y pone el mismo pase en órbita con el que se dio a conocer tres meses atrás.