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Muerte y resurrección de Mbappé: la semana donde el Madrid pudo desaparecer y no lo hizo
El delantero francés venía de firmar un mal partido ante el Liverpool y, ante el Getafe, aunque marró un par de claras ocasiones, volvió a mostrar una gran versión
El nuevo Bernabéu es hermético. Está fuera del mundo. Es lo que el Madrid ha deseado siempre. Un anfiteatro gigante donde la realidad está idealizada. El Madrid vende el espectáculo completo de la realidad, por eso cuando se hunde, el agujero parece no tener fin. Una de las fábulas mayores y más queridas por madridistas (y antimadridistas) es la de la gran figura que hizo su gesta en el extranjero y es incapaz de soportar los cielos encapotados del club blanco. Su tensión creciente. El monstruo del millón de ojos. La habladuría.
En el fútbol de los últimos años, había un consenso que ahora parece absurdo. El mejor jugador del mundo era Kylian Mbappé. Ese delantero francés que en esta temporada parece el Ronaldo Nazario de Oceanía. Recuerden aquellos partidos del PSG contra el Madrid de Karim Benzema, el año de las remontadas, donde Kylian parecía más nube de probabilidades que jugador de fútbol. Era un artefacto venido del futuro enfrentado al lento tañido de la tradición: Modric, Kroos y Karim.
Pero Kylian perdió, y Benzema y sus amigos salieron victoriosos. Ganaron de aquella forma mística de la que tanto se ha hablado. Mbappé se quedó paralizado, como Messi y Neymar. Como todos los demás ese año, excepto el Liverpool en la final. Esa derrota era la derrota del año anterior y la del año anterior al anterior. Y fue la derrota del año siguiente y la del año posterior al año siguiente. El mejor jugador del mundo no estaba desposado con la Champions. A veces era un resbalón, otras una lesión inoportuna. Contra el Madrid fue el destino y el último año estaba ya pesado, falto de estímulo, en un equipo del que se sentía excluido. La Champions es la sangre que corre por las venas del Real y en verano del 2024 fichaba a un jugador que tenía un grupo sanguíneo incompatible con la Copa de Europa.
El mejor jugador del mundo lo era por unos números siderales en una liga con la capacidad de fascinación de un garage subterráneo. Y lo era sobre todo por lo construido con su selección: el Mundial 2018 y el del 2022, donde tampoco ganó, pero cada vez que cogía la pelota se sentía el retumbar de la historia sobre el césped.
Llegó al Madrid y por megafonía se advirtió de que el reloj no estaba en hora. Un año fuera de forma en una estrella es un tiempo que corre hacia atrás. El Bernabéu no hizo drama, fue condescendiente desde el principio. Al fin y al cabo, era Vinícius el predestinado al Balón de Oro y se viene de una época donde se ganan las Champions casi como un acto reflejo de finales de mayo.
Los partidos del principio de Kylian fueron los de un cauce pequeño y abrupto, menos fino de lo que se esperaba el madridista (que venía de los ángeles que sostenían a Benzema) pero, aun así, el francés tenía cuatro oportunidades de gol por partido. Y como el fútbol se vive en la imaginación, todos pensaron que en un par de meses un nuevo Cristiano Ronaldo correría por la pradera merengue.
Pero en Europa los goles no le entraban, sus controles eran ortopédicos y el fuera de juego una forma de vida. El equipo se iba agujereando con las lesiones y los pequeños pasos entre jugadores fueron cancelados por la autoridad. El Madrid encajó una goleada aséptica contra el Barça, donde Kylian solo fue capaz de meter los goles en los que el linier ya había levantado la bandera.
La involución fue rápida, una decadencia acelerada. Y al compás del juego atrofiado del francés, Ancelotti reconstruyó con mimo ese pequeño desastre que estaba siendo el Madrid. Europa volvió de la mano del Liverpool. Mal campo Anfield para una cura de mindfulness. Los cánticos misteriosos de los red fueron el coro de un encuentro esperpéntico de Mbappé. Justo en el momento en el que el Real encontró un sitio para estar a gusto, un 4-2-2-2 lleno de pasillos interiores y plegado hacia sí mismo en defensa, Kylian se convirtió en un edificio en desplome continuado. No hubo contención en su derrumbe. A ratos, parecía haber salido de una amnesia habiéndose olvidado de jugar al fútbol.
El Madrid perdió 2-0 y todas las imágenes del francés contagiaban apatía, desgana, miedo, perplejidad. Era un hombre en lucha contra sí mismo. Como todos los hombres, claro, pero a los grandes deportistas no se les consienten neurosis, ansiedades, ni demasiada profundidad interior. Son elevados a la categoría de héroes y los mismos que les subieron al pedestal, les exigen con un contrato en la mano, que en el tiempo ideal del césped, nada les afecte, nada les duela. Se mueven siempre a través de ese lenguaje estereotipado e infantil que está en la contraportada de los libros de autoayuda, que son libros de héroes a la inversa.
Y tras la tormenta, la calma
No parece esta una temporada hecha para lo grandioso, pero no conviene fiarse. El Madrid es como Rusia, fabrica su propio tiempo. El reluciente Barça de los muchachos volvía a perder. Está hecho con mimbres de porcelana y tiene un espíritu de mírame y no me toques. Anda repleto de jugadores anónimos pero sin el poso que tenía el romancero antiguo. Expertos alemanes calculan que el 75% de los jugadores del actual equipo azulgrana no serían reconocidos por la calle y jugarían en ligas exóticas en un plazo de 5 años.
Y llegó el Madrid-Getafe. Un partido cualquiera se convertía en una prueba para Mbappé, que tendría que lidiar con sus profundidades interiores y con el peso del millón de ojos en un sistema con la gravedad de saturno. El equipo comenzó con ánimo y cierta alegría. Rodrygo tejía un capote primoroso de esa forma suya tan musical. Su reino es el país prohibido de las mariposas. Aleteos sin fin y sin saña que van dándole ritmo al equipo y equilibrio a la posesión hasta que consigue abrir una puerta y entrar en el área para invocar el gol.
El gol sí o el gol no, eso ya depende, pero en un Madrid en los huesos, todo lo que hace Rodrygo es un viaje hacia alguna parte. Tras él, estaban Bellingham y Brahim, yendo y viniendo sin acabar las jugadas. Había bullicio en el campo y una cierta cháchara en las gradas, pero nada de mala leche ni de inquina hacia los jugadores. El madridismo tiene flema y todo parece resbalarle, como si se supiera dueño de una marca que con su propio influjo, sin nada más, incluso sin juego o sin futbolistas, fuera capaz de doblegar las competiciones, de llegar a primavera y volver a ganarlo todo.
El año pasado, el Real suplió a Benzema por Joselu y volvió triunfar en la Champions. Eso hace imposible cualquier debate. Pero sigamos con el partido. Como en anteriores entregas, el equipo jugaba razonablemente bien hasta que el balón llegaba a Mbappé y allí todo se atrofiaba. Deficiente control de balón. Pésima lectura de contras. Un jugador sin pausa que, cuando se para, no sabe qué hacer.
Hubo un penalti y Kylian no quiso saber nada. Había fallado en el partido contra el Liverpool y en su interior todo se erizó de nuevo. Mal presagio. Bellingham marcó de forma barroca, dándole más importancia a la pena máxima de la que debería tener. Y así, con todo en contra, el Madrid llegó a una jugada que quizás descorra el telón de la temporada.
Una jugada muy del Madrid contemporáneo. Rápida, intuitiva, surgida de ninguna parte. Balón de Valverde tenso y lleno de promesas que le llega a Bellingham. El inglés intuye la carrera de Mbappé y le pone una comba de esas que se van parando hasta encontrar al pie del protagonista. Kylian por fin puede correr en paz. Lanza la diagonal y desde muy lejos, saca un pelotazo que entra diáfano en la portería. Fue un gol sencillo en apariencia e imposible en ejecución para cualquier persona que no sea una estrella de este deporte. De repente, las ventanas se abrieron y el sol y el aire, inundaron el campo. Y eso fue otra cosa, otro tiempo, otro escenario.
Entrando como un rayo por la izquierda ⚡️
— DAZN España (@DAZN_ES) December 1, 2024
Definiendo a la perfección 🪄
Kylian Mbappé volvió a celebrar un gol en el Santiago Bernabéu #LALIGAenDAZN ⚽️ pic.twitter.com/wKL5F5DD9x
En ese escenario, el francés corría ya sin hielo en las articulaciones, pero todavía con el mecanismo a medio afinar. Ese primer gol lo fue porque Kylian lo hizo todo de corrido. Fue un animal en la selva. Cuando Mbappé tiene tiempo para pensar, es como Oppenheimer visualizando el fin del mundo: planetas que chocan, civilizaciones que colapsan, estrellas que se apagan e Higuaín jugando al julepe en un tugurio de Rosario. Así fue en la segunda parte, en un par de jugadas definitorias.
En las dos se va con esa zancada que parece salida de un documental de National Geographic, pero el gol no acaba de subir al marcador. En una de ellas, la tira al muñeco y, en la otra, regatea al portero y es en esa centésima cuando se le nubla el entendimiento y el balón se convierte en su enemigo. Pelota mordida que pasea moribunda por delante de la raya. No es gol. El fatum sigue ahí. Pero Mbappé exteriorizó su fastidio. Luego se rio. Mostró alegría, sufrimiento, algo de rabia. Es humano. Acabó ligero y veloz, sin peso sobre los hombros. Lo intentó hasta el final. Incluso Güler le dejó un balón a las puertas para que sanase sus heridas. Tampoco entró.
Técnica y físico están relacionadas y Kylian perdió una décima en todo su ser. Parece que está recomponiéndose una vez que vio lo que ocurre cuando te acercas demasiado a un agujero negro. Ahora espera Europa y es Europa la que le va a juzgar. Será contra el Atalanta, en poco más de una semana. Mientras tanto, el hombre ha vuelto y ya está entre nosotros.
El nuevo Bernabéu es hermético. Está fuera del mundo. Es lo que el Madrid ha deseado siempre. Un anfiteatro gigante donde la realidad está idealizada. El Madrid vende el espectáculo completo de la realidad, por eso cuando se hunde, el agujero parece no tener fin. Una de las fábulas mayores y más queridas por madridistas (y antimadridistas) es la de la gran figura que hizo su gesta en el extranjero y es incapaz de soportar los cielos encapotados del club blanco. Su tensión creciente. El monstruo del millón de ojos. La habladuría.
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