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Vuelve la falsa dicotomía entre el fútbol angelical del Barça y la marcha sonámbula del Madrid hacia la victoria
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Ángel del Riego

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Vuelve la falsa dicotomía entre el fútbol angelical del Barça y la marcha sonámbula del Madrid hacia la victoria

El Barça cae bien, los contrarios no siembran campos de minas y se empieza a levantar a su alrededor esa filosofía virtuosa que hace aparecer al Real Madrid como heraldo del mal

Foto: Mbappé celebra uno de sus goles ante el Betis. (EFE/Sergio Pérez)
Mbappé celebra uno de sus goles ante el Betis. (EFE/Sergio Pérez)

Cuando, en los minutos finales del Real Madrid-Betis, Brahim puso a correr a Endrick en la pradera mágica del Santiago Bernabéu, todos pensamos que el Madrid era justo eso: esa carrera del brasileño como un avión supersónico superando la barrera del sonido. Endrick parece siempre salir en estampida de ese halo circular a medio camino entre nuestras plegarias y las pesadillas de los centrales.

El Madrid es un monumento de la imaginación que se volvió real por la tenacidad e inteligencia de sus dirigentes. Los madridistas conviven en un lugar entre la realidad y el deseo, donde la victoria es la huida de un apocalipsis que siempre está por llegar. En cuanto el juego de los blancos no responde a las expectativas que hay alrededor del club, todo se convierte en símbolo y cada fallo se suma a una causa general contra los futbolistas. Esa sustancia corroe el metal y la piel de muchos deportistas, pero también separa a los dioses de los hombres. Eso sí, siendo los dioses una evolución del humano al que el Bernabéu ha hecho inmune a la presión, a la tristeza y a la rutina; y siendo los hombres esos futbolistas que acaban de comentaristas y hablan en tono pesaroso de "la salud mental de los deportistas".

En el otro lado está el Barça, que le ha quitado al Atleti el adjetivo de club amigo al llenarse de canteranos españoles, frescos y sencillos con cierta tendencia a lesionarse de por vida. El Barça tiene a dos jugadores excepcionales: Lamine y Olmo. El mediocampista es el jugador más preclaro de Europa. Encuentra el cauce a las jugadas como si las trajera escritas desde casa. No tiene el toque poético de los Xavi-Iniesta pero, a cambio, su físico le permite asomar por cualquier lugar del campo, lo que lo convierte en un llegador consumado. Yamal es el otro compás de los azulgranas. Juega como un niño viejo. Algo muy antiguo late dentro de él. Solo utiliza la velocidad para pararse y su pierna izquierda es una amenaza que modifica el partido entero.

Foto: Tchouaméni, durante el partido contra el Betis en el Bernabéu. (AFP7)

El Barça, con estos apoyos y la memoria del reciente fútbol español, juega fácil y cae bien. Los contrarios no siembran los campos de minas y los árbitros son muy cariñosos: ¿quién puede matar a un niño?, parecen preguntarse. Se empieza a levantar a su alrededor esa filosofía virtuosa que hace aparecer al Madrid como heraldo del mal, del capitalismo y de los poderes oscuros del estado. Conocemos el subsuelo tenebroso de esa fabulación, pero eso en España, el gran reino de las apariencias, da igual. Ahora mismo el madridismo vive únicamente en su zeitgeist. Lo que pasó en junio no se sabe si fue el fin de algo grandioso o el comienzo de otra saga triunfadora. No hay distancia, esa Champions todavía no se ha convertido en historia, pero sí hay una certeza: se fue Kroos y vino Mbappé.

El aficionado podía preveer un equipo que se saltara la engorrosa fase de creación y masticación de la jugada. Un equipo como aquel del segundo año de Mourinho. Ya que no es posible sacar bien el balón, recuperemos alto y marquemos 10 o 12 goles por partido. Bien. Ancelotti no es ese técnico, es simplemente el entrenador con el que se ganan las Copas de Europa. Y no existe nadie como Xabi Alonso, alguien que desde su puesto de mando haga abrirse y cerrarse los cajones del ataque y ordene los vientos con la precisión de sus pases.

En el Madrid actual, en ese puesto está Tchouaméni, que empieza a ser señalado y eso no es del todo justo. Es como un ídolo de piedra al que arrastra la corriente y que siempre parece tener una jugada diferente a la que sus pies comienzan. Por otro lado, es el mejor recuperador del equipo y uno de los pocos que no pierde nunca la posición. Es mediocentro y juega de mediocentro. Se toma a sí mismo muy en serio. Pero no sabe sufrir la jugada: cuando la pelota le sobrepasa, se queda mirando como si fuera una montaña que ve pasar a los senderistas. Es de repente, parte del paisaje. No tiene esa intuición aprendida en la calle y para darse la vuelta necesita pedir cita previa al organismo correspondiente. En las contras, es simplemente un obstáculo grande que hay que evitar y al Madrid, históricamente, le hacen muchas contras.

placeholder Vinícius, en un momento del partido contra el Betis. (AFP7)
Vinícius, en un momento del partido contra el Betis. (AFP7)

Contra el Betis, hizo una gran segunda parte. Quizás porque el equipo se lanzó a por la victoria con auténtica ansia y Tchuoaméni comenzó a participar arriba, anticipándose rápido y jugando sencillo que, de momento, es lo que se le puede pedir. Sus defectos van a ser difíciles de limar, pero sus virtudes (un pase interior de nivel, buen pie para el juego en largo) tienen que acabar asomando una vez que el equipo se desembarace de la ansiedad gigante de un comienzo de temporada mediocre pero que, debido a las expectativas, da la impresión de ser ruinoso. El Madrid ganador ha tenido un mediocentro dominante. Redondo, Xabi, Casemiro. El año pasado no fue así, pero Kroos se elevó sobre su propio cuerpo mortal y su espíritu embargo al equipo de punta a cabo en los grandes momentos. Al gran pintor renancentista le cubrían las espaldas jóvenes animosos: Camavinga y también Mendy, quien sin Kroos ha perdido la brújula y se muestra como un hombre de latón, sin alma ni compás, enemigo de la pelota, del orden y de la belleza.

Si ese jugador que sea la X de la ecuación no puede ser Tchouaméni, quizás lo su nombre sea Federico Valverde. Los comentarios en rueda de prensa de Ancelotti van por ese lado. Valverde se hace niño y por lo tanto, feliz, cuando tiene que correr. Atraviesa el campo de dos zancadas y conduce la pelota como quien asalta una comisaría. Pero Ancelotti le pide otras cosas. Le pide más ambición, que sea el principio de la jugada, el que marque el ritmo y mueva al equipo. Y Valverde se desentiende de esa responsabilidad. No parece falta de personalidad, quizás simplemente, se encuentra tan cómodo en su rol interior de ida y vuelta que anclarse le suena a convertirse en un animal doméstico.

Valverde, el jugador diferencial

Con todo, Valverde es el gran jugador del Real ahora mismo. Es el único que teje una malla, eso que otros llaman fútbol, una constelación de pases que busca mover al rival para encontrar huecos en su defensa. Lo hace desde el movimiento continuo, a través de conducciones y cambios de orientación y, también, con destellos de gran clase. Así fue en el primer gol de Mbappé que, con un taconazo práctico, nada manierista, puso al francés delante del portero y, a partir de ahí, todos, club, afición y jugadores, se tranquilizaron y empezaron a respirar al mismo tiempo.

De la ausencia de Kroos es inútil hablar. Se sabía lo que iba a ocurrir y ha ocurrido muy pronto. Tan pronto que es una gran noticia, puesto que el mejor artesano del mundo (Ancelotti) es el que tiene que ir componiendo las piezas para que, de forma natural, se vayan compensando unas con otras. Pasó tras la marcha de Benzema, con un Bellingham en modo estelar en la primera parte de la temporada. Cuando el inglés decayó, se hizo carne esa divisa inmemorial: "El Madrid no juega a nada" y ese fue el momento donde Kroos se encontró con Vinícius y, de ahí, surgió una aurora boreal que iluminó los días y las noches. Una aurora boreal que ahora también se ha extinguido.

Kroos era el que mezclaba y el que daba ritmo. Mover al equipo es una cosa, algo que se ve; el ritmo es más profundo, algo que se siente. El Madrid todavía no ha encontrado su ritmo, aunque el ir y venir de Bellingham en la final de la Supercopa hizo pensar lo contrario. La pretemporada no ha existido -y eso es normal-, pero la laxitud del equipo contra Las Palmas superó ampliamente el radar de lo normal a estas alturas de temporada. Un ejemplo de eso era el circuito de salida del balón. Entre Courtois, Rüdiger y Tchouaméni componían una obra näif esbozada por un niño de 5 años. Al final, era Militao el que le daba el patadón o Valverde el que comenzaba una carrera a ninguna parte, puesto que los delanteros estaban inmóviles, allá arriba en el cielo, pegados con esparadrapo como si fueran angelotes en una función cutre de colegio.

placeholder Valverde es el jugador al que todos buscan. (Reuters/Susana Vera)
Valverde es el jugador al que todos buscan. (Reuters/Susana Vera)

En la primera parte contra el Betis, el panorama era similar. Equipo bien armado, aunque con el filo justo. Todos conocen las trampas del fútbol y el Madrid, ahora mismo, parece una constelación inocente de estrellas a medio desembalar. La gran diferencia con el horror de entre semana eran los movimientos de Vinícius y Mbappé. Caían a la mediapunta, intercambiaban posiciones, tejían un discurso que quedaba inconcluso por la ansiedad de la pareja, un cierto desacoplamiento con el resto del equipo y los pies de madera que ahora exhibe todo el Madrid. En lo técnico, están en el purgatorio. Mbappé, especialmente, parece que remata después de haberse comido una fabada. Todo le sale mordido, no encuentra la distancia con la pelota, sus acciones son enmarañadas y sucias. Y, aún así, marcó dos goles.

El primero, digno de él. Rápido y limpio, como un depredador que abate una pieza. Y el segundo, un penalti bien tirado. Mbappé luchó duro y pudo marcar otros tantos. Con sus limitaciones (no puede jugar de espaldas y su imaginación no es la de un poeta), es el mejor delantero del mundo y uno de los grandes de la historia. Sus desmarques son un lenguaje aparte, como los de Cristiano, y el instinto para el gol le nace en el mismo sitio donde le pusieron el nombre y el apellido. El partido se ganó y en las aguas abiertas del final hubo multitud de ocasiones. Es cierto que el nivel técnico de la plantilla se ha desplomado, quizás por las cargas físicas de la pretemporada o el nerviosismo general. O quizás porque tres jugadores como Modric, Benzema y Kroos ya no están entre nosotros.

Modric es una galaxia que se apaga en la lejanía. Karim está en Arabia y Kroos jugando con sus hijos en una urbanización de lujo. Cuando vestían de blanco, eran tres iconos de la pureza y, con ellos, todos mejoraban, nadie se atrevía a ser vulgar y a tratar a la pelota de otra forma que no fuera de usted. Dicho esto, al final salió Endrick y, en un segundo, volvió a traspasar el espejo hasta llegar al centro justo de nuestros sueños. Así que ha sido una buena semana, después de todo.

Cuando, en los minutos finales del Real Madrid-Betis, Brahim puso a correr a Endrick en la pradera mágica del Santiago Bernabéu, todos pensamos que el Madrid era justo eso: esa carrera del brasileño como un avión supersónico superando la barrera del sonido. Endrick parece siempre salir en estampida de ese halo circular a medio camino entre nuestras plegarias y las pesadillas de los centrales.

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