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El Banderín o cómo el fútbol convirtió en mito un pequeño café de barrio porteño
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550 banderines adornan el bar-museo

El Banderín o cómo el fútbol convirtió en mito un pequeño café de barrio porteño

Tres generaciones de los Riesco llevan casi un siglo sirviendo café, birra y sandwiches en este entrañable bar-museo rodeados de cientos de pequeñas historias futboleras colgando de sus paredes

Foto: Silvio Riesco posa con un banderín del AIK Solna sueco delante del mostrador del local familiar. (Fotos: DAVID RUIZ)
Silvio Riesco posa con un banderín del AIK Solna sueco delante del mostrador del local familiar. (Fotos: DAVID RUIZ)

Poner un pie en 'El Banderín' es seguramente la mejor experiencia de teletransportación futbolera que uno pueda disfrutar mientras degusta una Quilmes o un vermú con un par de sandwiches de miga o, si el hambre aprieta, una sabrosa picadita de fiambres ibéricos. La arena de aquel reloj mágico que un día Borges imaginó en sus relatos quedó varada para los restos en este diminuto y legendario local de aires casi decimonónicos en la confluencia de las calles Guardia Vieja y Billinghurst, en el bonaerense barrio de Almagro. Y digo bien casi, porque el primer capítulo de este célebre y entrañable bar-cafetería-museo porteño de cuyas paredes cuelgan 550 microhistorias del balompié mundial con forma de banderín lo escribió don Justo Riesco en 1904.

Foto: Eduardo Sacheri, durante su charla en Buenos Aires con El Confidencial (Foto David Ruiz)

Un siglo antes de recibir el título honorífico de ‘café notable’ por la ciudad de Buenos Aires, el padre de don Mario y abuelo de Silvio, los tres protagonistas de este cuento borgiano, se despidió con un hasta siempre de su querida Cangas del Narcea para cruzar el Atlántico junto a un tío suyo y establecerse en la capital argentina. Casi una década más tarde, en 1923, se lanzó a la aventura de abrir un local de abastos al que llamaría ‘El Asturiano. Bar y almacén’, en homenaje a la tierra que le vio nacer y que ya nunca más volvería a pisar. “Todo esto empezó con mi abuelo. Los banderines llegaron con mi padre, igual que el nombre actual, pero el fútbol ya ocupaba un lugar preferencial en las tertulias de las mesas. Los clientes hablaban y discutían sobre sus equipos. Su fama atrajo incluso a jugadores famosos, como fue el caso de Adolfo Pedernera o el Charro Moreno, dos de los integrantes de la mítica ‘Máquina’ de River”, cuenta a El Confidencial Silvio, tercera generación de los Riesco y al mando de las operaciones en ‘El Banderín’ desde hace más de dos décadas.

Pasión por River

A don Justo le sucedió don Mario allá por los cincuenta de la pasada centuria. Socio de River Plate desde el año 44 y, por encima de todo, seguidor fanático de la Banda Sangre y del fútbol de etiqueta, el papá de Silvio tomó dos decisiones que cambiarían para siempre el devenir del negocio familiar. “Aparecieron los supermercados y dejamos de funcionar como almacén de venta de productos, quedando sólo la parte del bar. Como a mi padre le gustaba tanto el fútbol y River, colocó en las paredes unos banderines del equipo. Luego recibió algunos de clientes futbolistas que andaban por España y Austria, así que la cosa fue a más y se desmadró del todo cuando un íntimo amigo ‘millonario’, Carlos Neudorfer, que se la pasaba viajando, empezó a traerle de cada una de sus salidas. Así que a principios de los 70, mi ‘viejo’ se animó a cambiarle el nombre al bar y ponerle El Banderín”, relata con la parsimonia de un literato porteño el último eslabón del clan Riesco.

La generosa contribución de ‘El alemán’ y de un hincha anónimo de Ferro (que decidió llevar al café un montón de banderines cuando se disponía a tirarlos a la basura) a la incipiente colección-pasión de don Mario forjaría una seña de identidad genuina en este clásico de las tertulias futboleras. Resulta mucho más extraño ver a algún cliente tirando del servicio ‘wifi’ que a don Mario sentado en una mesa repartiendo simpatía y cháchara de la buena entre su amplia parroquia de visitantes, donde siguen sin faltar periodistas, jugadores y algún que otro político deseoso de envolverse en esa magia íntima que desprende la serpiente multicolor que oculta literalmente las cuatro paredes del centenario café.

Manda el Bayern

Aunque parezca mentira, Silvio hace una revelación que tal vez desconozca su propio padre. “Del equipo que más banderines tenemos es del Bayern. De River hay muchos y algunos muy antiguos, pero por aquí han pasado bastantes seguidores del equipo alemán, y cuando vuelven a su país nos mandan uno para que lo colguemos. De selecciones hay muy poquitos, pero a nivel de clubes, el Bayern está por delante del resto”. La fama de 'El Banderín' hace tiempo que traspasó los lindes de la Capital Federal. “Muchos extranjeros vienen a propósito a ver nuestra colección y a tomar algo. Y el que no trae uno de su equipo, promete enviarlo. Y la mayoría cumplen”, advierte el menor de los Riesco mientras señala orgulloso una bonita serie de banderines del Mundial del 78, el que ganó la albiceleste en casa.

De entre los más raros figuran algunos de Bosnia, de Hungría o de la extinta RDA. El de El Tabano, un pequeño club del barrio de Saavedra, ocupa un lugar preferente en las superpobladas paredes del local. Silvio explica por qué. “Está hecho de hilos de oro. Fue bordado a mano. Podría decirse que es la joya de la corona. Sólo se hicieron diez, y uno de ellos está aquí. Es una obra de arte”. Como lo es la camiseta con la que Caniggia noqueó a Brasil en Italia 90 o las de River y Boca (aquí no monta tanto) del año del caldo. Únicas piezas que vulneran la longeva dictadura de los casi 600 banderines de don Mario en este emblemático reducto del fútbol de otro tiempo.

Poner un pie en 'El Banderín' es seguramente la mejor experiencia de teletransportación futbolera que uno pueda disfrutar mientras degusta una Quilmes o un vermú con un par de sandwiches de miga o, si el hambre aprieta, una sabrosa picadita de fiambres ibéricos. La arena de aquel reloj mágico que un día Borges imaginó en sus relatos quedó varada para los restos en este diminuto y legendario local de aires casi decimonónicos en la confluencia de las calles Guardia Vieja y Billinghurst, en el bonaerense barrio de Almagro. Y digo bien casi, porque el primer capítulo de este célebre y entrañable bar-cafetería-museo porteño de cuyas paredes cuelgan 550 microhistorias del balompié mundial con forma de banderín lo escribió don Justo Riesco en 1904.

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