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España hace historia con cuatro Euros: la felicidad nunca salió tan barata
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Ángel del Riego

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España hace historia con cuatro Euros: la felicidad nunca salió tan barata

Costaba conectar con esta Selección, pero el vértigo y el hambre de los jóvenes consiguieron ilusionarnos hasta la consecución de una Eurocopa que se recordará por siempre

Foto: La Selección recibe el trofeo. (EFE/EPA/Hannibal Hanschke)
La Selección recibe el trofeo. (EFE/EPA/Hannibal Hanschke)

Inglaterra y España llegaron a la final por caminos opuestos. Los ingleses cuando arribaron a la Eurocopa, lo hacían con ansias de poder. Dicen que son dueños de una gran generación y no hay nadie como ellos para venderse al mundo. En España, al contrario, nadie creía. Los madridistas —saciados de títulos— miraban con el ojo torcido a un entrenador que no quiso llamar a Brahim, y el resto de los aficionados veían el equipo como un escalón más en la bajada a esa mediocridad vociferante —esta vez, aniñada— que ha sido casi siempre la selección, excepto el paréntesis por todos conocido.

España es un país que tiende a tirar la línea del horizonte hacia abajo. La realidad la convierte en esperpento y conviene hacerse el bobo como doctrina oficial en cualquier puesto donde se huela el poder. Inglaterra, al contrario, le da un tono majestuoso a su narrativa. Un país gris y aburrido, se convierte en boca de sus escritores en el lugar de las verdes praderas llenas de gente laboriosa e imaginativa. Y así se vendía la selección inglesa. Un equipo que tenía un conjunto de nombres interesantes pero sin hilvanar, desembarcó en la Euro como segunda gran favorita —tras Francia—, dispuesta a dar una lección a Europa

La fase de clasificación separó el grano de la paja. España, de repente, era un conjunto equilibrado entre talentos con muchas horas de vuelo: Laporte, Rodrigo y Carvajal; futbolistas extraños recuperados por el "míster": Cucurella y Fabián, y tres jugadores de ataque: Nico williams, Dani olmo y Yamine Lamal, que no tenían parangón en la Eurocopa por su manera de alternar la clarividencia en tres cuartos con las estampidas hacia los extremos.

En Inglaterra, la distancia entre la foto del fish&chips en la carta y la realidad de ese mejunje incomestible, es la que había entre sus presuntas estrellas y el no-juego que practicaban. Pero los británicos fueron pasando fases con gran sentido de la agonía, demostrando que a falta de un trenzado competente, tenían pegada a raudales.

Foto: España celebra su cuarta Eurocopa. (EFE/EPA/Friedemann Vogel)

En el estadio olímpico de Berlín, un nombre gigante para la historia y sólo un césped bonito con buena megafonía para la nueva Europa mestiza, sonaron los himnos, pitó el árbitro el inicio del encuentro y todo pareció seguir el guión preconcebido.

La grada era como una playa cualquiera de Canarias. Los ingleses aman disfrazarse de turistas y así, mirando desde lejos, se iban metiendo en el partido. La obra la estaban levantando los españoles, pero los jugadores de Southgate estaban tranquilos en su tensión más atlética que táctica. El balón iba y venía dejando destellos brillantes sobre el césped. Aunque el centro estaba atascado, España llegaba fácil a posiciones de ataque sólo con abrir a Nico.

Nico llegaba rápido pero todavía el mapa del partido no estaba para ser descifrado. En el otro lado, Lamine era un espectador no demasiado interesado en lo que ocurría. Yamal juega sin presión ni consciencia del escenario. Quizás ya no le vuelva a pasar. No es un jugador sencillo como Nico, pero a cambio, a ratos no es fácil encontrarle. Le gusta comenzar la jugada en el sitio más enmarañado, por el centro, cuanto más atestado, mejor. Entra en el laberinto del Minotauro y rescata a la princesa, sólo para decirle que no, que no es una princesa lo que él quiere, sino hacerle un caño al portero para que en su barrio los chavales se rían a gusto.

Pero al cerrarse Lamine, España volvía a su presunta esencia, al toque enamorado delante del espejo, esperando que no pase nada hasta que pase todo.

placeholder La celebración española en el césped. (Reuters/Lisi Niesner)
La celebración española en el césped. (Reuters/Lisi Niesner)

Y ya no se hacen películas así.

Inglaterra competía pero no jugaba. De repente la pelota le llega a Jude Bellingham, extrañamente cansado como si jugara siempre a 5000 metros de altura. Jude se da la vuelta como si fuera un cisne abriendo las alas y le regala la banda a Saka. No fue ni siquiera ocasión, pero a partir de ahí, todos anduvieron con cautela.

Lamine se volvía a escapar hacia el centro, como si fuera ya una estrella y el juego de España se resentía. Por fin, le llega un balón en banda y el corazón del estadio se para. Sí, es una estrella, sus pies bailan a un son diferente, y la pelota rondó el gol.

Morata siempre libra tres batallas: contra los rivales, contra sus propios compañeros y contra sí mismo. Nadie sabe quién va ganando. La Selección ya no es la del primer partido, donde el ensamblaje no era fino y había espacios por todas partes para que el delantero rojiblanco pudiera correr con ese estilo suyo de cabeza agachada, brom, brom, haciendo la moto, aturullado pero eficaz. Ahora la Selección necesita de una finura en los toques que Morata sólo da en un 30% de los casos. Y sin esa finura, no se hace el ritmo con la función y España no se acaba de meter en el partido.

Morata siempre libra tres batallas: contra los rivales, contra sus propios compañeros y contra sí mismo. Nadie sabe quién va ganando

Cucurella es como su nombre indica: una comadreja que roba todo lo que brilla en el área. Laporte le pone un pase a Morata de esos llenos de virtud que cruzan toda la ciudad para llegar a los arrabales. Y Álvaro (y la fuerza del sino), lucha contra el mundo, el demonio y la carne arrancándole un córner a la montaña. Su trabajo era erosivo, pero no lo suficiente

Así las cosas, La Roja dejó de arriesgar. Se quedó ensimismada, contemplativa. Parecía no confiar del todo en la belleza nueva de sus extremos y quisiera volver al sino antiguo. Movían el balón sin ansia, como si estuvieran en una misión diplomática, pero la ocasión no aparecía. Ese fútbol ya no existe. Y enfrente estaba un equipo que se encomienda a los finales de partido como solución a todos sus problemas. Así que durante un rato, se firmó un armisticio.

Llegó el descanso y del túnel de vestuarios no salió el mejor jugador español: Rodrigo. Sin él, el encuentro sería otra cosa, una caza a mar abierto donde arponear las ballenas se volvería tan peligroso como navegar con la proa al viento. Ya no hubo respiro, ni conversaciones en la catedral con el balón en los pies. Comenzó el tiempo del vértigo.

Así las cosas, La Roja dejó de arriesgar. Se quedó ensimismada, contemplativa. Parecía no confiar del todo

Extrañamente, Zubimendi estaba más desatado que Rodrigo. Foden había sido el perro de presa del madrileño en la primera parte pero en la segunda nadie parecía seguir al vasco. En este tipo de “nosense” tácticos, siempre caen los ingleses en algún momento, y les suele costar muy caro. Eso habla de cómo habiendo creado el fútbol, nunca han conseguido interiorizarlo. Solo tocan sus teclas superficiales: el ritmo, la presión, lo atlético, el carrerón por banda, el centro y el remate. Lo que no sea eso, es un lenguaje en el que se pierden sin remisión.

En una jugada cualquiera, Carvajal algo intuye porque utiliza una superficie inédita en él: el exterior, para continuar un balón para Lamine. El chico recibe dándose la vuelta entre dos jugadores ingleses. Uno va y el otro viene, y entre ellos se mete con esa facilidad de los zurdos para desvelar secretos con la pelota pegada al pie. Mientras iba construyendo la diagonal, la jugada se hacía importante. Por el otro lado apareció Nico Williams, que necesita esa velocidad rapaz para tener el paso del depredador. Y allá le llegó el balón, botando, con la promesa del gol ya dentro. Nico no falló, le dio fácil y elástico, un solo toque preciso que coronaba una obra maestra de la imaginación.

Aturdidos los ingleses y con la pelota siguiendo el circuito soñado, España volvió una y otra vez contra la portería inglesa, pero ya sin suerte. Quizás estaba demasiado emocionada. Presa de un encantamiento, se expresaba con el balón en los pies, más que competir, y hoy se jugaba una final.

placeholder Nico Williams tras marcar el gol. (Zuma Press/Paul Terry)
Nico Williams tras marcar el gol. (Zuma Press/Paul Terry)

El encuentro ya no tenía geometría ni centro de operaciones. España se embadurnaba de caos y sacaba una joya cada tres minutos. Inglaterra respondía de manera directa y llana pero con un oleaje profundo cuando el balón pasaba por Bellingham.

Con el campo inclinado hacia cualquiera de las dos porterías, Jude mientras se cae dentro del área, lanza una señal de peligro hacia Palmer, un inglés rubio y, por tanto, llegador, que cruza la pelota con mucho estilo fuera del alcance de Unai. Es la mejor jugada de los ingleses en el campeonato.

Pero les dio igual.

Foto: Lamine Yamal y Nico Williams disfrutan con la medalla de campeones. (EFE/Alberto Estévez)

España es frágil pero corajuda, fría y a la vez sentimental. Es un equipo al que nadie le ha podido meter mano en este campeonato, y la clave estuvo en lo que se vio tras el gol inglés. Sin Rodrigo y con dos jugadores que apenas han competido en la élite europea como Zubimendi y Oyarzabal, la Selección española mantuvo sus constantes con una claridad absoluta. No había miedo. El estilo fue en tiempos una muleta, una forma de ahuyentar la presión atándose a una idea que se creía superior.

Una vez conseguido el campeonato del mundo, aquel estilo puede servir como brújula, pero nunca como catecismo: ya no es necesario. Los goles vinieron de jugadas rapidísimas con el partido abierto en canal. El balón iba rápido y volvía a la misma velocidad. El control del partido -por España- era la confianza absoluta que se tenía a sí misma. La confianza en un juego superior que debe llevar indefectiblemente a la victoria.

En el estadio sonaba el “a por ellos” y los ingleses ni siquiera parecían estar borrachos. Dani Olmo en funciones de mediocentro le pone un balón raro a Oyarzabal. Era una jugada obvia que pedía abrir a banda pero, el catalán, opta por complicarse la vida con un pase imposible para el de la Real. Pero esta España saca de la dificultad extrema, soluciones sencillas. Oyarzabal abre a banda y se va como un poseso al remate, donde le llega la pelota de Cucurella, y el vasco se olvida de eso que dicen de él: que es un jugador con clase, pero blando, que juega, pero no remata, que es un medio camuflado en el reino de las nieves perpetuas.

Foto: Mikel Oyarzabal celebra su gol junto a Nico Williams. (EPA/Georgi Licovski)

Y Oyarzabal se tira a por la gloria y la gloria le cubre con su manto de armiño.

Es gol. España gana. Inglaterra pierde. Ha sido un partido de verdad. Los ingleses miran al vacío, sentados sobre el césped. No saben qué hacer, con qué postura tomar ese fracaso que parece eterno. Son personajes que deambulan por un drama existencial; siempre están a punto de alcanzar un horizonte que les es vedado.

Oyarzabal habla a cámara. Se le caen las lágrimas. Pero su discurso es neutro. Está encantado de ayudar, dice, y parece que lleva una verdad gigante en el interior, un enorme "viva España" que ese conocido y absurdo bloque interno, no le deja proclamar.

Inglaterra y España llegaron a la final por caminos opuestos. Los ingleses cuando arribaron a la Eurocopa, lo hacían con ansias de poder. Dicen que son dueños de una gran generación y no hay nadie como ellos para venderse al mundo. En España, al contrario, nadie creía. Los madridistas —saciados de títulos— miraban con el ojo torcido a un entrenador que no quiso llamar a Brahim, y el resto de los aficionados veían el equipo como un escalón más en la bajada a esa mediocridad vociferante —esta vez, aniñada— que ha sido casi siempre la selección, excepto el paréntesis por todos conocido.

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