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Ser central del Real Madrid: un oficio sagrado que no es apto para todos los públicos
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Ángel del Riego

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Ser central del Real Madrid: un oficio sagrado que no es apto para todos los públicos

Fernando Hierro, Pepe, Sergio Ramos, Manolo Sanchís... son algunos de los que saben lo que es ocupar ese puesto. Ahora las miradas van hacia Asencio, el último en salir

Foto: Raúl Asencio es titular en el Madrid. (Europa Press)
Raúl Asencio es titular en el Madrid. (Europa Press)

No hay nada más realista que un central. Viven de negar a los demás. Son la naturaleza abriéndose paso sobre un campo de juego. Tú no, tú no puedes, tú no llegarás, tú no pasas, tú estás condenado, tú nunca traspasarás la puerta. El Madrid es un club que navega a mar abierto. Pocas veces tiene una estructura clara, una táctica que resguarde a los jugadores en la tormenta. Eso es la impronta del Bernabéu. Gigantesca máquina de silencio que detesta lo demasiado organizado. El madridista castizo, dueño y señor del estadio, adora lo intuitivo y arrebatado. No quiere explicaciones sobre las victorias de su club, eso sucede y ya. Como suceden los imperios o los cataclismos.

¿Qué es la táctica? La táctica es donde no llega el futbolista. Decía Luis Buñuel que cuando un actor era bueno no había que darle ninguna indicación. O, en todo caso, le indicaba lacónico que procurara no tropezarse con el mobiliario. Pero si el actor era mediocre, lo guiaba como el amo de títeres guía a la marioneta: diciéndole exactamente lo que tenía que hacer en cada situación. Pero en el Madrid no caben jugadores así. Jugadores menores con miedo a la libertad y que se tienen que atar al palo mayor de la táctica. Y menos aún en el centro de la defensa, con un equipo -el blanco- cuya mayor constante histórica es partirse por la mitad, con los galanes tranquilamente charlando de la batalla y esperando a que les llegue el balón, mientras atrás, el pueblo llano defiende con su sangre la portería madridista.

La táctica se erige contra la angustia. La táctica se construye contra la ambigüedad. Pero el azar no se puede domesticar hasta las últimas consecuencias. El jugador madridista, cuando está hecho al hierro, ama la angustia que tantas veces ha respirado en el Bernabéu. El caos, el desorden que emana de la grada, los partidos rotos, deshilachados llenos de cristales y de esquinas, deben ser amigos del futbolista si el futbolista quiere triunfar en el Madrid. Y en esos partidos los malvados llegan por oleadas. Y los centrales, desnudos de táctica y siempre a la intemperie, deben guardar la portería y lo que es más importante: dictar su verdad desde el centro de la defensa. Y desde ahí, se construye todo lo demás.

Para el Madrid, encontrar a un central, es como encontrar a la chica de tus sueños. La historia moderna del club es la línea que une a Fernando Hierro con Sergio Ramos. Los dos, andaluces, jugadores de enorme clase y capaces de una crueldad exquisita si el escenario lo requería. Bueno, exquisita en el caso de Hierro, porque Ramos tomaba la forma de castigo divino cuando el jugador contrario no se sometía a su dialéctica. La dialéctica de la rosa y la pistola, como dejó claro en la final de Champions del 2018 contra el Liverpool cuando tras sacar el balón haciendo un sombrero, le hizo una llave de yudo a Salah, que estaba martirizando a la defensa blanca, y lo sacó del partido por el bien de todos: del egipcio mismo, del madridismo y del Liverpool que así tuvo una excusa para encajar mejor la derrota.

placeholder Ramos chocó con Salah en la final de la Champions. (EFE/Peter Powell)
Ramos chocó con Salah en la final de la Champions. (EFE/Peter Powell)

La jerarquía de Hierro

20 de mayo de 1998, hacía treinta y dos años que el madrid no alzaba una Copa de Europa ganada. Se enfrentaba en la final al mejor equipo de Europa: la Juventus de Turín, en aquel tiempo donde el fútbol italiano tenía el dinero, los jugadores, la táctica y la arrogancia de quien se cree el centro del universo. Zidane (bianconero en aquel entonces) se descolgaba detrás de Fernando Redondo y de Seedorf para conectar con Del Piero e Inzaghi, los delanteros juventinos. La considerada mejor pareja de Europa. Y lo conseguía con continuidad y precisión, pero no pasaba nada. ¿Por qué? Ocurría que del fondo de la cueva surgía Fernando Hierro y rompía con elegancia el encantamiento del juego de la Juve. Trataba a los delanteros italianos como un padre trata a sus hijos: quitándoles la pelota sin miramientos y echándoles de su lugar de trabajo, que estorbaban.

En un momento indeterminado de la primera parte, Del Piero estuvo cerca de irse en un regate. Hierro se echó al suelo y se hizo un silencio en el estadio. El italiano se retorció de dolor. La entrada del andaluz había sido sobrecogedora. El árbitro le sacó tarjeta amarilla. Hierro abrió sus fauces y estuvo cerca de tragárselo. Ese ruido seco de la patada sonó como el final de la Juve. Ni del Piero ni los italianos volvieron a atacar con la confianza del principio. Poco después Mijatovic marcó el único gol del partido. Pero el mejor jugador sobre el césped, fue el central malagueño. El Madrid ganaba una Champions que le volvía a poner en su sitio en la historia. En mar adentro. Donde cazan los grandes escualos.

Hierro no tuvo problemas de adaptación al Bernabéu. Jugador de gran clase con zancada amplia, elegante. Gestos subrayados, algo dramáticos. Mirada seria que se iba volviendo torva si la situación lo requería. Llegada tremenda desde atrás que recordaba a la de Stielike. No miraba hacia el pasado al subir, ni pedía disculpas al defender. Había un rastro de la ley vieja dentro de sí, y el estadio lo advirtió desde el principio.

placeholder Hierro era un líder en el Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Hierro era un líder en el Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Sanchís, el referente

No fue un ídolo instantáneo. Se vivía bajo la Quinta del Buitre, que, en cierto sentido, era opuesto a las cualidades que Hierro desplegaba con altanería sobre el campo. Hasta su crepúsculo, nunca hubo dudas sobre él. El Buitre y Hierro, principio y fin de la raza. Si Butragueño siempre pareció niño, Hierro desde el principio se comportó como un hombre mayor. Y, en su ocaso, se movía como un anciano irritado por tener que desplazar su carrocería.

En esa final de Champions compartió pareja con Manolo Sanchís, un capitán silencioso que todo lo hacía en ausencia de luz. Mandaba en el vestuario, defendía por anticipación, pegaba poco y con sordina, salía desde atrás con una suavidad desconcertante. Junto con Hierro crearon un arquetipo muy evidente, uno pegaba y el otro sanaba las heridas, que le viene muy bien al equipo de Chamartín. Años después Ramos y Varane, repitieron la fórmula. Había un equilibrio entre Sanchís y Hierro que se repitió entre Ramos y Varane. Posiblemente las dos mejores parejas de centrales que ha dado la historia del Madrid.

Hierro fue asumiendo poder hasta convertirse en un auténtico jefe tribal. Como Ramos, se forjó en una llanura pedregosa. Los años que van de la catástrofe de Tenerife al renacimiento y caída con Jorge Valdano. En esos cuatro años (1990-94), el Madrid se quedó sin dinero, sin aura y sin estructura sobre el campo. Hierro marcaba goles y sostenía el equipo; en muchas ocasiones parecía el representante de Dios en la Tierra. Pero todo ese esfuerzo era baldío. No tenía la recompensa de los títulos y su carácter se fue haciendo más áspero si cabe.

placeholder La carrera de Ramos está ligada a Lisboa. (EFE/Chema Moya)
La carrera de Ramos está ligada a Lisboa. (EFE/Chema Moya)

Aquella noche en Lisboa

Años después, Ramos apuntaló al Madrid durante 5 años (del 2008 al 2013), donde apenas se ganó una liga y una copa del rey. Los años del guardiolismo, de la ética desenfrenada, de las hermosas mentiras que buscaban arrojar al club blanco a las afueras del mundo: al sitio del ángel caído, de los violentos, de los que conspiran contra lo bello. Y el más insultado, el más burlado, el más odiado fue siempre Sergio Ramos. Se le trataba como a un resto de la España antigua, de la brigada político-social. Por sus gestos excesivos, por su violencia que parecía gratuita, por no dejarse ganar por los pequeños artistas del Barça. Por ser, en fin, un central del Madrid de punta a cabo. Ese jugador que debe estar en un punto entre la tiranía y la belleza y que nunca debe perderle la cara al oponente.

Y en Lisboa, en el verano del 2014, Ramos se aupó sobre los lugares comunes y las falsas acusaciones y remató un balón que volvió a salvar al Madrid de la derrota. Estuvo por encima del encuentro, como Hierro tanto tiempo atrás. Ese fue el elemento del más allá que exige el rito de una final de Champions.

Después de esa final, Ramos ya era un defensor absoluto. Hacía tiempo que había descubierto su poder; había llenado su máscara, que tenía una gravedad extraordinaria por la cantidad de velos que había tenido que descorrer. A su lado, Varane se interponía entre Ramos y la masacre. Consolaba a las madres víctimas del dragón y al igual que Sanchís, desconcertaba a todos con su finura en el quite de la pelota. En la trastienda del equipo seguía Pepe.

placeholder Pepe dejó buen recuerdo en Madrid. (EFE/Ali Haider)
Pepe dejó buen recuerdo en Madrid. (EFE/Ali Haider)

Un fichaje inesperado

Pepe es uno de los límites del fútbol. Un tipo que fue más allá que nadie en lo suyo. Algunos creerán que lo suyo era la violencia, pero no es cierto. Lo suyo era algo indescriptible, delicado o brutal dependiendo del sitio en el campo desde donde se le juzgase. Pepe tuvo la mala suerte de cometer un genocidio. Recordemos los hechos tal como fueron:

Corría el año 2009. El mes de abril. Los blancos se enfrentaban al Getafe y era el minuto 87. El Real Madrid llevaba remontando la liga a un Barça que parecía inaccesible desde meses antes. El histerismo se había apoderado del club. El equipo no podía perder ningún punto y en cada plaza le esperaban los rencores de la España provincial. Los blancos necesitaban el gol de la victoria ante un Getafe correoso cuando Pepe desequilibró a Javier Casquero. Penalti. Al escuchar el pitido, Pepe lanzó un patadón a las piernas de Casquero y después otro a su espalda. Se fue y volvió para rematar la jugada, lo agarró del pelo y lo pisó. Los jugadores de ambos equipos se arremolinaron en torno a Casquero y, en ese frenesí, Pepe se lanzó a por Juan Ángel Albín y le soltó un derechazo en la cara. Iker Casillas tuvo que empujar al portugués fuera del campo diciéndole: «Estás loco».

Antes de irse, Pepe les espetó un "¡hijos de puta!" a los árbitros. Después pidió disculpas públicamente. Pero le costó diez partidos de sanción. Aunque Casquero pudo rehacer su vida, Pepe quedó marcado por su exagerada performance. El caso es que Pepe era un defensor fenomenal, amén de un artista polifacético como quedó claro el día de Casquero. Un central de los grandes que ha dado el fútbol y también de los más esquizoides, lo que le añadía un punto extra de amenaza para los delanteros rivales. Pocos osaban adentrarse en el mundo encantado de Pepe y Ramos, esa pareja futurista. «¡Viva Pepe y la Guardia Civil!», se oía a veces en los bares cuando el central portugués despejaba con un patadón en la frontera con el crimen.

placeholder Alaba y Militao han conformado una gran pareja. (Reuters/Susana Vera)
Alaba y Militao han conformado una gran pareja. (Reuters/Susana Vera)

Los centrales de Mourinho

Los centrales del Madrid tienen una carga político-social nada despreciable, y Pepe fue un caso paradigmático. Junto a Ramos, ponía la raya de la defensa en la media punta rival. Una hermosura ver eso. El Bernabéu disfrutaba especialmente cuando Pepe se daba la vuelta en el medio campo y perseguía a zancadas cada vez más grandes a ese delantero que caía muerto de miedo a las puertas del remate. Esa zancada suya que parecía sacada de un cuento de los hermanos Grimm.

Fue José Mourinho el que acertó a poner a Sergio Ramos de central. Nacía la pareja Pepe-Ramos una marea de piedra contra la que chocaban las esperanzas de los delanteros. Pepe y Ramos representaban un límite físico y otro mental. Ninguna pareja de centrales anterior a ellos devastó una extensión tan enorme de terreno; ninguna era tan rápida corriendo hacia atrás y hacia los lados. Alguna fue igual de expeditiva, pero estos juntaban crueldad, rapidez y una estética futurista. La gente se paraba ante el televisor para ver el espectáculo. Tenían la belleza de una película de catástrofes. Y esa era su frontera, porque en el altísimo nivel, en las semifinales de Champions donde nada está perdonado de antemano, solían fallar por exceso de gozo. Pasó contra el Barcelona en el 2011, contra el Bayern en el 2012 y contra el Borussia en el 2013. Fue Ancelotti el que les pasó la mano por encima y los tranquilizó. El resto, es historia.

Foto: Raúl Asencio celebra el pase a cuartos de final de la Champions League. (AFP7)

Militao y Alaba, la última pareja reconocible del Real, también cumplen con esa tradición. Poli bueno, poli malo. No hay mucho que describir. La pinta les delata. El último Madrid de Carletto ha tenido muchas dificultades en encontrar esa pareja que dé confianza a los blancos y pavor a los rivales. Desde la revolución que supuso Guardiola, se le exige al central que saque el balón con mimo y le eche rosas a los delanteros. Alaba era el encargado de la parte artística mientras Militao despejaba la sala de operaciones. Ninguno tenía el poso de defensas anteriores, eran jugadores como Valverde y Camavinga, de una energía sobrehumana, los que acudían a la llamada de la sangre. Se ganó una Champions en los minutos de descuento y acto seguido, los dos centrales entraron en una espiral de lesiones cada vez más largas. Nacho y Rüdiger fueron los siguientes en entrar en escena. El arquetipo seguía intacto. Nacho desciende directamente de una costilla de Sanchís, en su rapidez, en su silencio, en su concentración, en forma de anticiparse a los problemas.

Y ahora llega Asencio. Su molde es el de los duros. No hay duda en eso. De hecho su forma de ir al suelo, ha provocado una reverberación extraña. Como si la gente hubiera olvidado la belleza de una entrada salvaje pero legal. Bien medida pero amenazante. Su nivel no está todavía claro. Pero no se vence. Él hace su trabajo sin mirar atrás. No hay remordimiento en sus acciones. Una parte de la temporada descansa sobre sus hombros. Y ese es el tipo de presión con el que se tallan los diamantes.

No hay nada más realista que un central. Viven de negar a los demás. Son la naturaleza abriéndose paso sobre un campo de juego. Tú no, tú no puedes, tú no llegarás, tú no pasas, tú estás condenado, tú nunca traspasarás la puerta. El Madrid es un club que navega a mar abierto. Pocas veces tiene una estructura clara, una táctica que resguarde a los jugadores en la tormenta. Eso es la impronta del Bernabéu. Gigantesca máquina de silencio que detesta lo demasiado organizado. El madridista castizo, dueño y señor del estadio, adora lo intuitivo y arrebatado. No quiere explicaciones sobre las victorias de su club, eso sucede y ya. Como suceden los imperios o los cataclismos.

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