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Una semana como espejo de la temporada: el arriba y abajo del Real Madrid de Ancelotti
Los blancos sufrieron una derrota en su visita al Espanyol (1-0). La victoria del Atleti los coloca a un punto y la del Barça, a cuatro, con el derbi madrileño a la vista esta semana
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A mitad de semana hubo el típico partido intrascendente del Madrid. Se jugaba en Europa y las noticias eran confusas. No se sabía si convenía perder, ganar, golear o empatar a 23. El equipo contrario ni siquiera tenía nombre. Algo así como Brest. Podía ser francés, belga, o austro-húngaro. Chavales animosos venidos de alguna excolonia. Es curioso porque ahora que parece que Europa vuelve a sumergirse en un líquido amniótico prefascista mirando con ojos torcidos a todo aquel que no tiene el pasaporte blanco de la piel, nadie sospecha de los jugadores de fútbol, desde hace muchos años inmigrantes o hijos de inmigrantes. Ya saben, esos hombres venidos del sur global que hacen el trabajo que nadie más quiere hacer. Un poco como Tchouaméni al que le dijeron que se vistiera de central, solo porque lo ven grande y oscuro cuando su ilusión era tocar la más bella de las partituras en la mediapunta. Pero no, ahí está Bellingham, algo más claro y algo menos torpe, quitándole el sitio y la ilusión al bueno de Aurelien.
El partido contra el Brest fue bonito, con Rodrygo adueñándose de la función. Metió dos goles, el segundo saliendo de la nada y el primero patinando entre nubes. Es el segundo el que nos dará la Copa de Europa, pero es el primero el que le hace soñar. Marca los goles y solo esboza una sonrisa. O ni eso. Se queda serio y severo, no trágico, pero casi; sabiendo lo que le espera; sabiendo que da igual lo que haga porque las jerarquías están marcadas de cuna. Así que son goles para ponérselo difícil al entrenador, a don Carlo Ancelotti, que resopla con placer porque esas pequeñas tensiones le sacan el paternalismo vagamente injusto del que están hechas las naciones del sur; los amores del sur; la meritocracia mágica del sur y también todas las copas, las conquistas y los imperios sucesivos.
Se acabó el partido y la gente estaba con el transistor. El Madrid no entraría en octavos directamente. Daba algo de vergüenza, pero ese inicio de temporada en el que a ratos el equipo parecía un trozo de carne en descomposición, tenía que pasar factura.
Un par de días después hubo un sorteo. Los sorteos de la Champions son ya un acontecimiento planetario, como la firma de decretos de Trump o los aviones que caen sobre el Potomac.
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El nivel de Modric
Y tocó el City. El destino fue cruel con los blancos, o quizás con los de Manchester, ya veremos. El hincha se empezó a imaginar todo tipo de flechas, vectores y una constelación de pases como un nódulo infinito. Solo pensarlo es agotador. Sabemos que Guardiola está fingiendo. Sabemos que su equipo está cerca de volver a reconocerse a sí mismo. Sabemos que Haaland tomará de la mano a Tchouaméni y se lo llevará a su montaña mágica de goles y humillaciones. No hace falta ser un erudito para conocer las debilidades del Madrid. A saber:
Una defensa hecha de propaganda antifascista. Paz, amor y multiculturalismo. Un solo central de verdad: Rüdiger. Otro central que es como esos monstruos a los que los niños toman el pelo en las películas de Pixar: Tchouaméni. Un canterano recién salido, Asencio, algo salvaje y algo mete patas, pero con su oficio claro, en la luz y en la oscuridad. El recién llegado Alaba, que camina como el Clint Eastwood crepuscular. Un lateral derecho que es el eterno boy scout del Madrid: Lucas Vázquez, alguien que se deja la puerta abierta cada vez que sale de casa. Es justo el tipo de descuidos que alimentan el rencor de Guardiola por el estado-nación al que en teoría pertenece. En la otra orilla reman Fran y Mendy; jugará Mendy con órdenes claras de no pasar del medio campo para que no lo vean las visitas.
Eso es la defensa. Porque el medio campo sigue sin estar definido. Son dos. Uno más uno. Poca gente si los 4 fantásticos de arriba no bajan. Suficiente si arriman el hombro. Si Valverde es uno de ellos, no podrá jugar de lateral. Y si juega de lateral, en el medio habrá un agujero del tamaño de un contenedor maersk. Con solo el batir de alas de un buen equipo, ese Ceballos-Modric, quedaría destruido. Pero además, con Modric el Madrid pierde capacidad de improvisación, convierte su juego en un orden ineficaz que solo interesa en los finales de partido cuando hay que mantener el resultado. Luka se ha hecho conservador con la edad (nos pasa a todos) y a los salvajes de adelante hay que alimentarlos constantemente para que vaya cogiendo ritmo su orgía de destrucción.
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Un equipo hecho de dolor
Así que el Madrid es un gran equipo partido a la mitad. O quizá no sea un gran equipo, es únicamente el vigente campeón de Champions al que le faltan solo dos piezas: el cerebro y el espíritu, porque la médula espinal es Valverde.
El City está hecho de dolor para el Madrid. Es justo ese equipo —franquicia del Barcelona— atacante haciendo triángulos en los vértices del área y con un obelisco de delantero centro; que le sienta muy muy mal a los blancos. Los blancos son un barro a medio cocer y, aun así, todas sus armas apuntando a las fragilidades citizen, pueden borrar del mapa esa media sonrisa guardiolesca. La que nada quiere decir y todo lo tapa; el decir sin decir que tanto se odia en el Bernabéu.
El sábado, el Real, iba a Barcelona a jugar contra el Espanyol. Club amigo hasta que se quitó la Ñ. Ancelotti decidió no rotar, que es como decir que las plantas deciden hacer la fotosíntesis. En el minuto 15 cayó Rüdiger. El último bastión. Puede que eso sea un símbolo. Nos acordaremos en el futuro. Entró Asencio y se apañó bastante bien con sus carreras al límite de lo legal. El Madrid no jugaba ni bien ni mal, no tenía exactamente la cabeza en el partido y, en esos casos, representa un papel: el de equipo enjoyado y dominador que lleva la pelota de un lado a otro con displicencia y la velocidad de un caballo parado. Así se agotó el primer tiempo y llegó el segundo y una cierta urgencia. El Español impedía las contras con el fácil truco de regalarle el balón al Madrid. Y en la única que hubo, Mbappé fue cazado en una entrada violenta, descontextualizada, de los tiempos antiguos. Era una roja como un camión, pero ya sabemos que los árbitros están comprados desde la caída de Roma.
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El Espanyol marcó en una contra impulsada por el desorden del Madrid y, en el final de la obra, salió Modric, en el minuto 80. Modric 80, como la mascota de una Olimpiada en un país del Este. Los señores de arriba se habían convencido de que para ganar un partido era suficiente con unos segundos de destello individual, pero hoy no fue así. Y en los próximos 15 días, donde el agua será sangre y las manos tendidas, cuchillos, puede que tampoco lo sea.
El Madridista vive entre el éxtasis y la esperanza. En las derrotas, rumia su desencanto. Es como un paseante que da vueltas alrededor de la nada. El mundo pierde el sentido como en un drama amoroso.
—Tanto ser del Madrid. ¿Y de qué sirve?—exclamó un paisano abriendo los brazos en medio del bar.
—No pasa nada, todavía dependemos de nosotros mismos—. Dijo con una voz suave el camarero. Una voz que eran tan impostadas como el falso fútbol que hoy jugó el Madrid.
—Eso es lo malo, amigo, eso es lo malo—. (Contestó el coro).
Y una mano piadosa cambió el canal y puso las noticias.
A mitad de semana hubo el típico partido intrascendente del Madrid. Se jugaba en Europa y las noticias eran confusas. No se sabía si convenía perder, ganar, golear o empatar a 23. El equipo contrario ni siquiera tenía nombre. Algo así como Brest. Podía ser francés, belga, o austro-húngaro. Chavales animosos venidos de alguna excolonia. Es curioso porque ahora que parece que Europa vuelve a sumergirse en un líquido amniótico prefascista mirando con ojos torcidos a todo aquel que no tiene el pasaporte blanco de la piel, nadie sospecha de los jugadores de fútbol, desde hace muchos años inmigrantes o hijos de inmigrantes. Ya saben, esos hombres venidos del sur global que hacen el trabajo que nadie más quiere hacer. Un poco como Tchouaméni al que le dijeron que se vistiera de central, solo porque lo ven grande y oscuro cuando su ilusión era tocar la más bella de las partituras en la mediapunta. Pero no, ahí está Bellingham, algo más claro y algo menos torpe, quitándole el sitio y la ilusión al bueno de Aurelien.