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El increíble mundo menguante de Carlo Ancelotti y su enigmática pasión por Tchouaméni
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Ángel del Riego

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El increíble mundo menguante de Carlo Ancelotti y su enigmática pasión por Tchouaméni

El entrenador italiano se equivocó en el planteamiento en la final frente al Barcelona en la Supercopa de España. Apostar por el francés en lugar de por Asencio, uno de los errores

Foto: Ancelotti saluda a Tchouaméni. (Reuters/Isabel Infantes)
Ancelotti saluda a Tchouaméni. (Reuters/Isabel Infantes)

Al final, pasó. Llegó el derrumbe. No uno pequeño de andar por casa, uno de esos días de asueto que se toman los chicos. No. Fue una catástrofe mayúscula en un torneo menor, pero visto en medio mundo. Una escena de terror en dos capítulos en los que el Real Madrid ha encajado nueve goles de la mano de un contrincante entre perplejo y divertido al comprobar la facilidad de su victoria. Un partido sin drama ni tensión, donde el Barça, que es lo contrario de otros años, se filtró a través de las heridas del Madrid como el agua bajando por una canalización bien señalizada.

El Barça era, en la época post-Messi, duro con los débiles y débil con los fuertes. El Madrid lo dominaba sin mucho empeño. Solo tenía que defender muy junto y salir en cabalgada de Valverde o Vinícius. Rápidas transiciones de esas que parecen colonizaciones de países. Eran victorias fáciles contra un equipo efervescente y que creía jugar mejor de lo que jugaba. En Europa, los azulgranas eran arrasados por conjuntos con un ritmo alto, con jugadores rápidos y esos delanteros brutales de estirpe africana que gustan tanto en las tierras altas. Este año Flick le ha dado la vuelta a ese paradigma. El Barça es irregular y sufre contra los equipos españoles, plenos de inteligencia futbolística y picardía -lo que le sobra al Barça- pero faltos de físico y gol. Y a su vez, se pasea sin remisión por los campos de Europa, donde encadena goleadas a favor, entre ellas al más europeo de los equipos españoles: al Real Madrid de Ancelotti. Fue suficiente con que Flick igualara -no me digan cómo- el ritmo europeo con sus pequeños mediocampistas españoles para que cambiara el paradigma.

El Madrid de este año es una cosa muy rara, como fuera del fútbol, sin estar del todo en las pasarelas (virus galáctico), pero al que Ancelotti había conseguido enderezar el rumbo competitivo. No así el juego, del que carece total y absolutamente. Balones que cruzan el cielo como chemtrails sospechosos. Balones que cruzan el campo en diagonal. Pelotas mordidas que acongoja verlas ahí, dando tumbos por ninguna parte. Presión atrabiliaria al rival, un poco como los malos de las películas de serie Z, que van entrando de uno en uno a Bud Spencer y se caen luego artificiosamente. Inexistencia de sentido en el medio campo, de razón futbolística hasta que Modric se hace carne sobre el minuto 70. Una banda derecha donde se juntan Lucas Vázquez y Tchouaméni que es la caída de lmperio Romano todos los días. En esa banda siempre es el año 476 donde los bárbaros cabalgan felices hasta el centro del imperio. Una salida del balón que parece rodada por los hermanos Lumière. Algo antiquísimo, de cuando el fútbol se jugaba en polainas. Y el ataque del Madrid, infantil y primario, todos arrejuntados alrededor de la pelota como si fuera la piedra de La Meca. Un 424 implacable con los centrocampistas, que corren despavoridos intentando sellar las grietas de una civilización que se hunde.

Todo eso ya estaba antes del partido. Ancelotti lo sabía. Y por eso mandó al equipo a un bloque bajo, tan humilde como deprimente. El Madrid tiene esos defectos y con esos defectos a cuestas ha logrado construir un equipo tambaleante y competitivo. Hasta el domingo. Un equipo fiado a una capacidad de fuego cósmica y a la mística de los últimos años donde se remendaba un palacio con adobe y resulta que ese humilde ladrillo era la base de la más alta de las victorias. Fábulas infantiles que sirven contra todos, excepto contra el Barça. Porque los azulgranas conocen demasiado al Madrid, son un equipo impermeable a su mística, un equipo español en la acepción más barriobajera, pícara y espabilada. El equipo de Gavi, de Pedri, de Balde. De Laporta y sus cortes de manga que son la definición de un carácter. Y de Lamine. Un niño viejo de fútbol antiquísimo que ridiculizó el juego del Real. A sus futbolistas los hizo guiñapo. Con las mañas de siempre: recorte, parada, balón pegado al pie, toreo lento y estoque rápido. Fútbol español de altísima escuela con una pizca de irreverencia marginal.

placeholder El Barça aplastó al Madrid en la final. (EFE/Alberto Estévez)
El Barça aplastó al Madrid en la final. (EFE/Alberto Estévez)

La defensa de los delanteros madridistas

Antes de preguntarse por los porqués del Madrid, vale la pena compararlo con el del año pasado. Campeón de todo. Un conjunto imperfecto, a veces pesado, nunca pueril, con destellos de belleza en la conexión entre Kroos y Vinícius. Un equipo que era principio y fin de algo (ahora lo sabemos), porque la idea -y la idea era muy poderosa-, la ponía Kroos. Él solo. Nadie más. No está el alemán y tampoco Carvajal, ni Nacho. Por tanto, nuestro eje derecho es una verbena y en el medio falta la razón. Es fácil de entender. Como Ancelotti privilegia la jerarquía, tiene que jugar con tres delanteros y un Bellingham que, según le dé, es un medio para un fin (el gol) o es el fin en sí mismo y ahí se apaga el juego del Madrid. En esa fragilidad. O Bellingham o nadie entre líneas, y entre líneas, es donde nace el fulgor, la asociación, el ritmo; el juego, tal como se concibe en la orilla norte del Mediterráneo. Rodrygo no jugó mal, incluso marcó un buen gol de falta, pero es un error sacarlo de principio. Es Brahim el que rompe el encantamiento del Madrid, el que se infiltra en tierra de nadie y se da la vuelta y encuentra al inglés.

El domingo, ninguno de los delanteros del Madrid -contando a Bellingham ahí, que fue donde estuvo-, quiso mancharse las rodillas bajando a defender. Parece que jugaban a un deporte de relevos esperando a que alguien les diese el testigo. Todos en la misma línea, esprintando hacia ninguna parte. Era un seis más cuatro. La táctica del fin del mundo. Y de esos seis de atrás, solo defendían de verdad Camavinga, Fede y Rüdiger. Así, los azulgranas estaban perplejos. Era su partido más fácil del curso. Y Camavinga, que tiende a infectarse de la locura en el peor momento, hizo un penalti absurdo que le inhabilita para opositar a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.

El partido siguió un curso simétrico para cada uno de los contendientes. El Barcelona corría hacia abajo, hacia un resultado de amplitud suicida, sin darse mucha prisa, pero siguiendo siempre un cauce premeditado. El Madrid braceaba desesperado, sabiendo que cada pelota que perdía, era un neutrón bombardeando el corazón del átomo. Hubo muchos goles, un penalti, una expulsión y el partido, de repente, se paró. Salió Modric y le dio un cierto orden al Madrid y firmó un armisticio tácito. El Barça se conformó con un resultado amplio y una victoria mayor en una competición menor. El Madrid estaba encogido, pero no rabioso. Tenía la consciencia de todas sus fragilidades y contra eso no se puede luchar. Miedo o lucidez, da igual.

placeholder Modric jugó un rato la final. (EFE/Alberto Estévez)
Modric jugó un rato la final. (EFE/Alberto Estévez)

La aparición de Modric

Dos nombres reseñables en ese final triste, sin agonía.

Luka Modric. El juego cambia con él. Hay orden y una idea algo pobre de circulación de balón, pero las ocasiones se vuelven imposibles. El Madrid, sin el croata, había atacado mal, desordenado y dejando abiertas las puertas al perder el balón, pero hacía daño. Con Luka todo se paró. Ya no hubo más ocasiones ni a favor ni en contra. Y eso en plena remontada. Una remontada que ni siquiera se intentó. Esa es otra extrañeza del partido. Pero lo de Modric va más allá del partido. Lo terrorífico -en el buen sentido- de este Madrid, es el devenir de los tres atacantes más Bellingham, percutiendo en una transición perpetua. Con Luka todo es un pergamino bien legible. Controla el balón, abre al lateral y el lateral -o extremo- centra. Una y otra vez. Con una cadencia lenta, como si fuera la última canción de un repertorio, la que está escondida más allá del tiempo. Quizás convenga un Luka de principio y no de final. Con Camavinga anclado en el mediocentro y Valverde corriendo por nuestros pecados.

El otro nombre es Mbappé. Solo él sale indemne del partido. Estuvo por encima, siendo otra vez aquel jugador infernal de la Francia campeona, pero algo diferente. Más potente que ágil, igual de conciso, igual de letal.

placeholder No fue el mejor partido de Tchouaméni. (EFE/Alberto Estévez)
No fue el mejor partido de Tchouaméni. (EFE/Alberto Estévez)

De Tchouaméni no vale la pena hablar. Flota a los rivales como si fuera un caballero antiguo, un galán de los años 30. Ocupa un espacio y por ese espacio no puede pasar el cuerpo de otra persona ni tampoco el balón. Es toda su aportación como defensa. Carece de intuición, de rabia, de alma, de toque, de lectura de espacios; todo es nuevo para él, como si al principio de cada partido despertara de un pesado sueño en un planeta de gravedad diferente. No es futbolista, puede que tampoco francés ni su origen sea africano. Es la broma que Ancelotti nos brinda por tantos años de sabiduría. Su burlona rúbrica final.

Ganar una Champions con Tchouaméni de titular. La última frontera. Nada más le resta al Madrid.

Al final, pasó. Llegó el derrumbe. No uno pequeño de andar por casa, uno de esos días de asueto que se toman los chicos. No. Fue una catástrofe mayúscula en un torneo menor, pero visto en medio mundo. Una escena de terror en dos capítulos en los que el Real Madrid ha encajado nueve goles de la mano de un contrincante entre perplejo y divertido al comprobar la facilidad de su victoria. Un partido sin drama ni tensión, donde el Barça, que es lo contrario de otros años, se filtró a través de las heridas del Madrid como el agua bajando por una canalización bien señalizada.

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