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Cómo la llegada de Kylian Mbappé ha destruido al Real Madrid de Ancelotti
El delantero francés, peleado con el gol y con el juego, fue incapaz de sumarse al carro anotador de Vinícius y Bellingham contra Osasuna. Mbappé sigue negado y ansioso
Tras la goleada del Milán y el Barça, el Real Madrid ya está oficialmente en crisis... aunque ganase a Osasuna. Es bonita esa coherencia. El equipo blanco es de alguna forma lo que aparenta. Cuando es imperial, parece una estrella desgajada de una constelación. Cuando es mediocre, es un agujero negro que se come toda la luz de los alrededores. Cuando entra en crisis, es el final de todo. Estrellas que se apagan, planetas que colisionan entre ellos, lluvia de meteoritos, un cometa ajeno que ilumina el cuadro unos segundos, y luego, mucho silencio.
Vivimos en la época de la sobre explicación. Lo invisible ha desaparecido. Verbalizar estados de ánimo es una forma de vida. Gente explicándose por los codos de una forma aparentemente profunda y muy emocional. El fútbol está en el centro de esa plaza. Todo lo que tenía que decirse sobre esta temporada, ya ha sido dicho. Se dijo que Alaba no iba a volver y que Militao podía romperse en cualquier momento. Se dijo que la defensa estaba en cuadro y que había que fichar un central para mucho tiempo y otro para pasar el rato.
Y era verdad. Se dijo que Kroos no era un jugador más, que era la razón, el compás y el que desplegaba los mapas que llevaban al tesoro. Se dijo que sin el alemán ni Karim, y con los restos de Modric, no sería suficiente para dirigir un equipo sin más automatismos que su ansia por la victoria. Se dijo que el Madrid no tenía inteligencia en el medio campo y que íbamos a sufrir. Y era verdad.
Los problemas de Bellingham y Mbappé
Se dijo que Bellingham no era centrocampista. Que era un llegador o un mediapunta. No conocía ese lenguaje secreto de los que dotan de ritmo al partido, ni tenía autoridad sobre los vientos. Era un señor que conectaba el medio campo con la delantera. Esa era su función. Y era verdad. Se dijo que Mbappé convertiría el vestuario en una réplica galáctica.
Que no mezclaría con Vinícius, ya que detestaba la posición de delantero centro. Que había perdido unas décimas de velocidad y eso le frustraba. Se dijo que ese fichaje desequilibraría a un equipo campeón pero huérfano de grandes personalidades, de caciques o héroes, de jugadores-nación. Y todo esto, era verdad.
Se dijo que era un error renovar a Lucas Vázquez y a Mendy. Al francés le daba sentido la inteligencia de Kroos y el gallego, era más un amuleto que un jugador de fútbol. Y claro. Era verdad. Se dijo que había dos jóvenes preciosos en el banquillo: Güler y Endrick. Una joya ideal para enseñar a las visitas y el famoso minotauro del que hablaban las crónicas de la civilización micénica. Y se dijo que Ancelotti no era entrenador para poner a bailar a esos dos jóvenes en el límite de nuestra imaginación. Y era verdad.
Era demasiada verdad porque esos dos jugadores nos ofrecieron un mes con detalles que iluminaban partidos enteros, y justo cuando podían eclosionar, Carletto los relegó a la última posición del banquillo. Nos quitó la ilusión. Castigó a Endrick por hacernos felices. Una buena metáfora de la actual Europa. Todas estas cosas se dijeron en la gran conversación madridista. Pero nadie hizo caso porque en la cháchara, todo es niebla y esa niebla la confundimos con nubes de algodón. Cada principio de temporada, se han dicho cosas parecidas.
Lo que Ancelotti consiguió y ahora no puede replicar
No hay defensa, no hay ataque, los mejores se han ido, la plantilla es corta, el Barça ha fichado mejor, falta personalidad, falta gol, falta hambre, hay que cerrar el club e irse a las Bahamas con lo que nos den. Así que siendo verdad todo eso que se dijo, no significa absolutamente nada. Carlo era capaz de darle la vuelta a los defectos de la plantilla y convertir lo que parecía una crisis endémica en una oportunidad. Y de ahí, los jugadores salían reforzados y con unas ganas terribles de hincarle el diente a la gran dama, la Champions, que en los meses crueles de enero y febrero, parecía estar en otra dimensión.
Pero lo de este año es diferente. No es solamente que no rimen Vinícius y Mbappé, ni la calamidad que significa Tchouaméni en el medio. Tampoco las lesiones, que han ido dibujando un escenario postapocalíptico. Es la apatía, la desgana, un futuro sin esperanza ante el que nadie se rebela. Eso es algo muy humano y en el Santiago Bernabéu se dan todas las etapas de lo humano.
En los años de Ancelotti jamás ha habido un dibujo claro que puedas enseñar en las escuelas de fútbol. Lo que servía para noviembre, se había desechado en abril. Pero cada partido encerraba una lección que iba sedimentando en el futbolista hasta que cristalizaba en primavera. Las pequeñas sociedades entre jugadores, por ejemplo. La felicidad en el sufrimiento. La técnica de altísima escuela para darle la vuelta a la situación en los momentos culminantes.
Este año no parece haber sedimentado nada. El Madrid vive en El País de las Últimas Cosas, la novela de Auster, donde cada día era un pequeño cataclismo en el que solamente era posible la supervivencia. Y al día siguiente, vuelta a empezar. Nada superaba los días, ninguna relación, ningún sistema, todo lo arrastraba el tiempo, incluso la memoria.
El astro francés, en la diana
El partido contra el Barcelona dejó una primera parte en donde lo obvio se hizo sistema. Como no defendemos bien, el equipo está junto. Como nadie orquesta el medio campo, serán los defensas quienes lancen a los delanteros. Así, apelmazados en el medio, el Madrid apenas sufrió y consiguió hacer una docena de oportunidades de gol desperdiciadas por la fatalidad de Mbappé con el fuera de juego. Síntoma de ansiedad y precipitación, porque los que caen continuamente en esa falta, solamente quieren correr para espantar al miedo y en esa huida, son cazados una y otra vez. De hecho, los dos únicos goles de Kylian fueron cuando ya había oído el silbato del árbitro y pudo disparar libre de culpas. Y claro, marcó.
Mbappé sigue teniendo dentro un delantero fabuloso, pero ahora mismo es un enamorado en tierra de nadie. Incluso peor: el Bernabéu le aplaude para acabar de matarlo con su condescendencia. El francés es consciente de que ha enterrado a un equipo campeón y necesita devolver al público los deseos que la gente ha puesto sobre él. Pero está en la posición más difícil porque un delantero vive en un mundo donde una décima de segundo es la diferencia entre la paz y el rencor. Y a esa décima, que es una conquista humana, no se accede por la voluntad. Esa puerta solamente se abre con susurros. Estando en paz consigo mismo. Y Kylian, además, tiene un asiento en primera fila para ver a un verdadero genio; Vinícius, que en cada partido le pone el listón a una distancia infranqueable.
Ese Madrid apelmazado es quizás el único Madrid competitivo ahora mismo. Pero el equipo no puede mantenerlo más allá de media hora. De repente, no sabe sufrir. Y como tampoco sabe jugar, en cuanto recibe una herida, todo se cae, el cuadro entero se descompone y lo que amanece es un escenario terrible. El de la segunda parte ante el Barcelona y el del partido entero ante el Milán. El equipo blanco no tuvo autoridad ninguna; los jugadores vagaban por el campo como almas en pena como si les hubieran amputado la memoria del juego.
El momento de Camavinga
¿Qué conclusiones concretas se pueden sacar de este desaguisado? Tchouaméni ha ido involucionando hasta ser una especie de satélite averiado que cae sin control sobre la tierra. El chico se lesionó. Y eso quiere decir que ya no puede más. Que tiene cien mil ojos en el cogote y ese peso, le hace infinitamente vulnerable. Carlo debe echarse en brazos de Camavinga. Contra Osasuna, el Madrid mejoró con él dirigiendo al conjunto. Sigue teniendo ese punto esquizoide, pero sale de los barullos por pura calidad y le da un ritmo al juego que habíamos olvidado. Y la personalidad de hierro. Este es el momento para separarse de sus defectos y hacerse con el equipo.
Vinícius y Mbappé juegan en punta vestidos de blanco, como sabe todo el mundo en el hemisferio occidental. Presionan un poquillo a los defensores y en cuanto no rebañan el balón, se quedan parados, melancólicos, esperando que les vuelva a llegar la pelota en la siguiente escena. Ningún equipo europeo actúa así. Esa es la enfermedad de las estrellas, que, por ejemplo, hizo inviable el PSG de Messi-Neymar-Mbappé y convirtió al último Barcelona de Messi en una autopista para los mediocampistas rivales.
Bellingham es un activo tóxico en cualquier otro sitio que no sea en el justo medio de las operaciones. Es un enganche y ese debe ser su sitio. Unos 20 minutos jugando ahí contra Osasuna le valieron para marcar un gol de esos que sueñan los chavales, con vaselina y su paso de cisne. Y pudo conectar a los delanteros con el mundo, algo que parece imposible si él no está.
De las carencias del Madrid, la más estruendosa es la del juego entre líneas. Por eso Bellingham es tan necesario y por eso Vinícius baja continuamente para meter pases interiores que activen al monolito francés que siempre anda a la espera de que algo redondo le pase cerca.
Mbappé no regatea, labra un terreno baldío. Carletto debería decirle que no lo intente hasta que no le vuelva la paloma del espíritu santo. Es duro de ver. Sí, Lucas Vázquez es un agujero tremendo. Pero nadie tiene la culpa de eso. Fede Valverde tomará el testigo del lateral derecho durante un mes. El uruguayo está en el umbral de la lesión. Miremos al cielo, como los campesinos de Delibes, y pidamos compasión. Compasión y un poquito de Endrick. Según está la temporada, no conviene pedir más deseos.
Tras la goleada del Milán y el Barça, el Real Madrid ya está oficialmente en crisis... aunque ganase a Osasuna. Es bonita esa coherencia. El equipo blanco es de alguna forma lo que aparenta. Cuando es imperial, parece una estrella desgajada de una constelación. Cuando es mediocre, es un agujero negro que se come toda la luz de los alrededores. Cuando entra en crisis, es el final de todo. Estrellas que se apagan, planetas que colisionan entre ellos, lluvia de meteoritos, un cometa ajeno que ilumina el cuadro unos segundos, y luego, mucho silencio.
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