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A este Real Madrid ya me lo conozco: jerarquías de hierro, mediocampo vacío y Mbappé
Ha vuelto el equipo de cada año. Avisó en Varsovia ante la Atalanta y practicó ante el Mallorca en Son Moix. Tchouaméni se choca con todo el mundo y Mbappé tiene trabajo
De repente, sin mucho aviso, está aquí el Madrid de siempre. Ese océano monstruoso que se traga continentes enteros sin más razón que su propia supervivencia. El buen juego, los valores inefables y los amaneceres maravillosos están en otro sitio. Los Juegos Olímpicos más inclusivos son ya parte de la historia. Declina el verano. Septiembre intimida con su guante de terciopelo. Así que entreguémonos sin freno a la nueva temporada de los de Ancelotti, que amenaza con convertirse en la enésima reedición del ocaso galáctico.
Primero fue la Supercopa. A mitad de una semana y todavía con la resaca de París, surgió un Real Madrid-Atalanta como canto final de la pretemporada. Es un título y los blancos se vistieron con el caparazón de las finales. Las proezas un poco estériles pero inflamadas de una ética muy comercializable de los atletas olímpicos desaparecieron una vez que Vinícius le hizo un caño al primer jugador del Atalanta que pasó por ahí. El brasileño por la izquierda y Mbappé por el centro, con Bellingham pululando y Rodrygo refunfuñando en ese extremo derecho al que se le manda como castigo.
La Atalanta es un equipo moderno, fresco y recreativo. Nuevas tácticas y jugadores sin mucho cuajo. Lo original era ese marcaje al hombre y una energía muy adolescente. Tras las primeras algaradas callejeras del Madrid, el partido cayó en una especie de barullo donde la Atalanta parecía tener la iniciativa. En el fondo no pasaba gran cosa, era el Madrid de las finales y la zarpa solo la mete a partir del minuto 50.
Los hinchas empezaron a desesperarse. Da igual lo que haya ganado el Madrid. Si se pasa más de 5 minutos sin hacer una ocasión, estamos hablando de decadencia, fin de raza, declive del club, cementerio atómico y vacío estelar. Era verdad que el equipo estaba totalmente partido en el minuto 25 y que Tchouaméni tiene algo desesperante. Actúa como una barrera de coral en la que se tropiezan los contrarios y los jugadores de su propio equipo. La ausencia de Kroos era como la ausencia de Dios en las sociedades occidentales. Una desconexión con los orígenes que, más que a la libertad, invoca al desastre.
Llegó la segunda parte y hubo una parada salvadora de Courtois. Ese fue el comienzo. Todo plan del Madrid necesita de un punto de no retorno, eso está escrito. A partir de ahí, 40 minutos de fútbol nuevo con Bellingham tejiendo un plan para el que no existen palabras y Vinícius deslizándose por su banda sorteando contrarios como si fueran extras de una película de Hollywood. Mbappé no estaba invitado a la fiesta, pero marcó un buen gol. Andaba por el centro y le dio duro y a la esquina. Pegada se le llama a eso y era algo que necesitaba el Real.
Cuando Bellingham tenía la pelota, los jugadores del Madrid se movían sin aparente orden por todo el ataque, creando huecos con suma facilidad. Eso es lo nuevo. Lo viejo fueron los arreones. Una tradición de los blancos de toda la vida: dulces de provincia de sabor mozárabe que dejan una estela de fuego y neutrinos en el área durante 10 minutos donde todas las fuerzas se desatan.
Un par de goles y muchas ocasiones con todas las dudas encima y una ventana a una nueva posibilidad del fútbol. Otro título para el Madrid que vale por un cupón descuento en su concesionario de confianza. Pero esto era la pretemporada. Días después empezaba La Liga. En Mallorca. Sitio de las penurias para Vinícius. Cristales rotos y embutidos surtidos. Son Moix. Al contrario que en el partido contra el Atalanta, aquí el Madrid comenzó con el viento de cara. Rápidas combinaciones de fútbol callejero que acabaron en un gol del brasileño con menos lustre pero más sentido futbolístico de la plantilla: Rodrygo Goes.
Vinícius hacía del caño una rutina y la grada le rugía en contra. Hubo un dos contra uno y un mallorquinista le dejó un feo recado. El brasileño se retorció por el suelo y todo se inflamó. A partir de ahí, el brasileño jugó un partido diferente que a él le encanta, pero deja al Madrid desarmado. Un encuentro donde se pierde el flujo, el ritmo, que es necesario para que Belllingham se haga con la función y que consiste en Vinícius plantándole cara a los malos uno a uno hasta que la pelota sale por banda y la gente chilla enajenada.
Aun así, el Madrid llegaba con arrancadas de Valverde y ese enjambre de estrellas que alrededor del área intentan números de funambulista. Demasiados tacones después, el marcador seguía 1-0 a favor de los blancos y la primera parte había terminado.
Comenzó la segunda parte y el juego ya había caído en la clásica maraña de principio de temporada. Valverde iba y venía y Tchouaméni estaba ahí como un ídolo forzado por las circunstancias. No era un mal partido el suyo y le daba un pequeño equilibrio a un equipo —que como dijo Ancelotti en rueda de prensa— ahora mismo, no lo tiene. Un 424 clarísimo con Bellingham a medio camino entre lo que tiene en la imaginación y lo que ocurría en ese campo sembrado de tubérculos.
Volvía a hacerse carne la ausencia de Kroos y los hinchas comenzaron a pensar en mediocampistas en la diáspora. Primero dijeron Olmo, pero Olmo tiene una mediapunta en su corazón y el Madrid necesita alguien en la base. Luego fue Fabián. Gran jugador racheado, pero asusta pensarlo en el sitio del comandante alemán. También se dijo el nombre de Rodri, enjaulado por Guardiola en el City, justo en un partido donde Tchouaméni era lo único en que separaba al Madrid del caos.
Y hubo una contra del Mallorca y un cabezazo de un jugador rival. Fue el empate, Ancelotti cambió al mediocampista francés por Modrić, y llegó el caos. El croata cogía el balón muy bajo y verlo avanzar entre la niebla era una suerte de horror. La pelota llegaba a los delanteros en muy malas condiciones, entre otras cosas porque todos estaban apelotonados en la misma zona. Nadie pisó el extremo derecho y a nadie se le ocurría filtrar un pase. Eran estampidas breves hacia la frontal del área. El juego del Madrid era como el experimento de Rutherford. Bombardear una pared con partículas elementales con la lejana esperanza de que una de esas partículas atraviese la portería.
Volvía a hacerse carne la ausencia de Kroos y los hinchas comenzaron a pensar en mediocampistas en la diáspora
Los aficionados padecían este juego apelmazado y comenzaban a imaginar otros mundos. Esos desde donde las selecciones españolas han gobernado el verano. Pero esos equipos juegan bien precisamente porque no tienen estrellas del calibre de las del Madrid y llevan ese ritmo mediocampista desde la cuna. El Real es justo lo contrario, y al irse Kroos, el tejido —ya un poco inestable— se ha desvanecido en cuanto un equipo español, lleno de táctica y mañas arteras, ha sembrado el campo de minas.
A Bellingham no le apetecía ser Zidane y Mbappé quiso volver al sitio —la izquierda— donde fue feliz. No pasó nada. Un tiro raso, eso fue todo. Sobre el minuto 80 se empezó a hablar del ocaso galáctico. Los imperios se derrumban siempre con un 4-2-4. Un número demoníaco. Ancelotti tampoco se atrevía a tocar nada. Este Madrid tiene más vacas sagradas que el hinduismo. Mbappé es intocable. Vinícius se enfadaría. Bellingham es el amigo de los niños y Rodrygo no puede ser el que pague por todos.
Cinco minutos antes del final, salieron Güler y compañía y tampoco pasó nada. Era un partido maldito en una isla maldita. Y quizás Ancelotti lo dispuso así para demostrar al club y a los propios jugadores que hay conceptos en el fútbol inmutables contra los que nada valen las confederaciones estelares o el voluntarismo galáctico.
Un equipo conformado con tres delanteros y un enganche, es un equipo espiritualmente roto, incapaz del control y con tendencia a apelotonarse por el medio. Eso no se puede cambiar. Aquel Beckham de mediocentro ya avisó a los dioses del fútbol y los dioses del fútbol fulminaron ese Madrid. Los augurios están ahí para aprender de ellos. Si miramos hacia atrás, el cenit del Madrid, la final de Cardiff, es un solo delantero puro (Cristiano), tres medios geniales, y Benzema, Isco y Marcelo como nube de mediapuntas que tejen un juego insondable y letal.
En el Madrid hay mucha gente joven pero que ha ganado demasiado. Jerarquías rígidas, establecidas de antemano. Eso anticipa un discurso donde la culpa siempre será de otros. El equipo se ha fosilizado en una temporada y por supuesto, esta última frase es una gran bobada porque estamos sacando conclusiones apocalípticas de medio tiempo malo en un campo intempestivo.
Hay una cuestión y es que Mbappé necesita grandes espacios tanto a lo ancho como a lo largo para brillar. Y este Madrid se los niega todos. Sobra un delantero y falta un mediocampista. Bellingham es un enganche muy puro, tan puro que incluso su juego desmayado nos devuelve a la fragilidad del mediapunta, por mucho que su arquitectura ósea sea la del atleta. Se compara a estos señores con la BBC. Y la BBC sacaba sus ventajas en Europa jugando al contraataque. Era tan fácil y tan sencillo que no se podía desaprovechar.
Ahí tiene Ancelotti materia para tejer nuestros sueños. A no ser que el italiano se invente una nueva forma de hacer fútbol donde todas sus figuras se entiendan en un mismo compás. Esa que quedó esbozada contra el Atalanta y quizás sirva por las praderas de Europa. Pero nunca por las de España: dura, hostil y calcinada por el sol, por el odio y por los avances tácticos.
De repente, sin mucho aviso, está aquí el Madrid de siempre. Ese océano monstruoso que se traga continentes enteros sin más razón que su propia supervivencia. El buen juego, los valores inefables y los amaneceres maravillosos están en otro sitio. Los Juegos Olímpicos más inclusivos son ya parte de la historia. Declina el verano. Septiembre intimida con su guante de terciopelo. Así que entreguémonos sin freno a la nueva temporada de los de Ancelotti, que amenaza con convertirse en la enésima reedición del ocaso galáctico.
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