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Isco Alarcón, la vida de una estrella única en el mejor Real Madrid que se apagó sin remedio
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Isco Alarcón, la vida de una estrella única en el mejor Real Madrid que se apagó sin remedio

El andaluz fue clave en las gestas del Real Madrid moderno y una de las piezas más preciadas en Champions hasta que sufrió una caída libre. Así fue el adiós del genio malagueño

Foto: Isco Alarcón, en uno de sus últimos partidos con el Real Madrid. (EFE/J. Martín)
Isco Alarcón, en uno de sus últimos partidos con el Real Madrid. (EFE/J. Martín)

Fue en aquel partido nefasto contra Rusia. Era el verano de 2018. Un Mundial. Cuartos de final, desde donde se divisa la gloria o el desastre. La Selección se había quedado huérfana de entrenador. Lopetegui fue fulminado por dejarse querer por el Madrid. Rusia no era gran cosa, pero sin el vasco en banda, el sistema desapareció y se hizo presente en el equipo, el peor miedo posible para un deportista: el miedo a perder. En ese territorio entre el absurdo y la catástrofe, Isco decidió pasar de planeta a sistema solar. Pidió la pelota y comenzó un trotecillo por todo el campo para coser voluntades que resultó conmovedor. Llevaba la pelota como un aguador. Andaba y desandaba el campo con pasitos mínimos, de viejecita pillada en un paso de cebra y realmente no servía para nada. Todo era estático, horizontal. El juego de la Selección era aquella parodia del tiki-taka contra la que clamaba Javier Clemente.

Isco se pareció durante todo el partido más a una figurita de un belén español, estático y pinturero, que a un auténtico jugador de futbol. El andaluz como piedra en el camino, retruécano de sí mismo, dando pasitos tan cortos como permite la ley. Quizás no tuvo la culpa. Todos se inhibieron y él pedía y pedía la bola. No se cansaba de manosear la pelota y de dar pases en profundidad de 50 centímetros. El partido estaba empatado y hubiera seguido empatado hasta que el sol convertido en supernova se tragara a la tierra en un millón de años. Afortunadamente, llegaron los penaltis y luego, la peste y la calamidad. Porque así es el deporte con los que juegan con la máscara del miedo cosida a la cara.

placeholder Isco, durante aquel fatídico partido. (EFE/Lavandeira jr)
Isco, durante aquel fatídico partido. (EFE/Lavandeira jr)

Isco fue el único que no tuvo miedo. Dio igual. Esa lentitud exasperante, horizontal y anticlimática, fue la fotografía que le persiguió hasta el final de su carrera en el Madrid. Sus últimos años, que empezaron ese verano, cuando todavía no había cumplido los 26, fueron los de un jugador gastado y sin ganas, cuyos defectos se hacen tan grandes que acaban definiéndole por completo.

Isco fue especial en el gran Madrid

Al irse del Madrid por una puerta muy pequeñita reservada al servicio, nadie recordaba quién era ni lo que le había hecho grande. Porque fue grande. Fue único. Un jugador al que se le amaba en el primer trazo. O al que se le cogía manía irremediablemente cuando el balón se enroscaba sobre su cintura sin dejarle avanzar. El único mediapunta desde Zidane que pudo imponerse en el Real en las grandes batallas europeas. A eso llegó el andaluz. Al dominio del tiempo y el espacio en los sitios donde no hay oxígeno, ni compasión, en las noches árticas, donde la pelota —un objeto de densidad infinita— solamente se pueden mover con la mente.

Isco llegó al Madrid en el verano de 2013. Llegó del Málaga, su lugar de nacimiento, donde había deslumbrado en unos cuartos de Champions antes el Borussia Dortmund, una de sus víctimas favoritas. Isco hacía de la lentitud un arte. Era escuela andaluza, toreo lento, pelota al pie y barroco como forma de vida. Tenía desparpajo, sin caer en la chulería y una cierta indiferencia hacia los demás. Le daba igual el escenario, los contrarios o sus propios compañeros. A Isco, la chica nunca le había dicho que no. Y tenía una confianza absoluta en sus cualidades. Dadme la pelota y os haré felices, parecía decir. Era dueño de un talento obcecado, que se mostraba a cada segundo para que no quedara duda alguna.

placeholder Isco, junto a Zidane. (EFE/Juanjo Martín)
Isco, junto a Zidane. (EFE/Juanjo Martín)

Costó 30 millones. No pareció ni mucho ni poco. Era la joven estrella española en un mundo todavía dominado por los pequeños tiranos de la masía. Los centrocampistas ibéricos eran lo que antes fueron los delanteros brasileños o los centrales italianos. Una secta que dominaba los hilos y conseguía arrodillar a los contrarios. Pero Isco tenía algo más. Gol. Un disparo fácil desde la frontal del área al sitio donde no está el perro. Un disparo goloso y con rosca a la escuadra o seco y directo al primer palo. Era —también— dueño de un regate elástico que era la venganza de su cuerpo patizambo. Piernas cortas y un culo que lo ponía más cerca de Beyoncé que de otros príncipes de la mediapunta. Centro de gravedad muy bajo y un trotecillo sexy que se acompasaba con sus regates de forma hipnótica.

Y tenía algo menos. Isco no aclara las jugadas. Vuelve imposible lo que ya era complejo. Ese es un gesto dibujado dentro de él por algún Dios juguetón. Un truco aprendido en los descampados andaluces, con la música de semana santa en la lejanía, donde se corea el recorte barroco y el caño en la oscuridad, y donde ser pragmático es considerado un atentado para los sentidos. Lo práctico es algo inferior que conviene esconder bien adentro de la piel del artista, que nos salva la vida con un solo fogonazo inolvidable.

El malagueño se ganó al Bernabéu

Alarcón gustó desde el principio en el Bernabéu. Su talento era obvio, casi obsceno. Tenía el gesto amanerado del futbolista con clase, así que ya saben: se anuncia una estrella o un accidente ferroviario. A su lado llegó Gareth Bale. Era justo lo contrario. Recto, atlético y amante de los espacios abiertos. Entre ellos parecía imposible el diálogo. A Bale lo rodaba John Ford e Isco era una criatura Berlanguiana. Y, sin embargo, la mejor cualidad de Isco: no perder nunca la pelota en el pico izquierdo del área, el sitio donde se fraguan los dominios; le dejó a Gareth Bale, un cañón monumental al otro lado del campo. Marcelo, el compañero de lunas de Isco, con el que jugaba a pisar los charcos, acompañaba al malagueño en un rondo burlón al que se metía por una puerta secreta Benzema. Así iban haciendo el tiempo mientras el lado derecho se vaciaba de defensores y se llenaba de sentido. Un cambio de orientación era suficiente y, en un pestañeo, Bale (o Cristiano) había estrellado la pelota contra las redes y el gol había subido al marcador.

Ancelotti utilizó a Isco como un comodín para ocasiones especiales. A ratos, la querencia del malagueño por la mediapunta pura y dura, atrofiaba la larga marcha de Cristiano que exige a gritos espacios que se vacíen. Eso lo entendió Modric, lo entendía Di María y Benzema lo traía de cuna. Pero Isco era demasiado presumido y se empachaba de balón hasta enredarse en su bata de cola. Y ahí, todo se quedaba parado y los astros comenzaban a chocarse entre sí. Al andaluz le daba igual, montado en su pequeño pony, hacía y deshacía ajeno a los ritmos profundos del equipo. Ancelotti, entonces, movió la alineación y Alarcón quedó relegado a los minutos finales de cada partido. Eso fue al comienzo de 2014. Pero llegaron las eliminatorias de Champions y la angustia y el miedo se hizo carne alrededor del equipo. En aquella vuelta contra el Borussia donde el Madrid fue masacrado, fueron Casemiro e Isco los que salvaron el equipo. El malagueño se ató la pelota a la cintura y los alemanes ya no supieron qué hacer.

placeholder Isco Alarcón celebra con Cristiano Ronaldo y con Casemiro su gol. (EFE/J. Martín)
Isco Alarcón celebra con Cristiano Ronaldo y con Casemiro su gol. (EFE/J. Martín)

En la final de Champions contra el Atlético Madrid, Marcelo e Isco salieron más allá del minuto 60. Todo estaba perdido. Los blancos eran incapaces de acercarse siquiera al área atlética. El Real se cosió a los dos funambulistas a los que no es posible quitarles la pelota y volvieron a asomar Modric y Karim, en letargo, hasta que el balón le merodeó de nuevo. El campo se inclinó hacia la portería atlética y los miedos desaparecieron como por ensalmo. Poco después, el Madrid levantaba la décima al horizonte de Lisboa.

Pedir la pelota en medio de un bombardeo. Hacer una conducción de 30 metros y dejarle la jugada medio hecha a los gigantes que habitan el área. Eso es lo que hizo Isco en el último tramo de temporada. No le hizo falta su catálogo de genialidades. Esos controles hechos con el pensamiento o el dominio del ensueño en el pico del área. Su conducción fue suficiente. Domesticar la bola y que los otros colonicen el espacio. No más. Hubo un segundo año anchelottista con James, Modric, Kroos e Isco en el medio del campo pasándose el balón como si se tratara de un secreto inconfesable. Una maravilla que quedó en la penumbra porque no se ganó. Isco burla a los malos como Charlot. Y el cántico de la grada —que necesita a un apoderado español donde plasmar sus deseos— le fue sacando de lo práctico y le hizo volver a su esencia barroca, de niño de ojos grandes que solamente busca el aplauso y que le llenen de rosas. La pequeña maravilla andaluza cuando saltó de los televisores a la cotidianidad de la familia española —selección mediante—, se hizo inocuo y previsible.

La caída del genio

Isco sacando el balón. Isco perdiendo la pelota en el portal de su casa. Isco quitándole el balón a los centrocampistas y cegándole el camino a Benzema, que tampoco parece muy preocupado. Isco rematando sus propios centros. Cuando el malagueño no tiene un plan trazado con antelación, acaba matando de amor al partido. Así fue a ratos con Zidane, que lo adoraba y lo temía a partes iguales. El sinuoso juego de la BBC, entre la geometría y el engaño, necesita de una velocidad de ejecución grande, y de acción vertiginosa. Y necesita de espacio en la mediapunta para que los tres galgos se vayan pasando el testigo. Y Alarcón, nunca quiso entender la parte oscura de su oficio así que todos se daban de bruces contra él, que había colonizado el escenario. ¿Qué hizo Zidane? Lo castigó en el extremo izquierdo para que hiciera diabluras junto a Marcelo. Y funcionó. Los historiadores tienen dudas pero la temporada 2017/18, la mejor del Madrid contemporáneo, no se puede entender sin el andaluz jugueteando con el brasileño en aquella esquinita del campo donde se posaban nuestros deseos.

Tras ese clímax, nuestro héroe ya solo dejó detalles. Detalles tan grandes como la capilla de las angustias y que sirvieron para darle al Madrid una Champions más. Pero sus defectos seguían allí y habían llenado de costra el armazón de su virtud. A ratos les enseñaba a los medios barcelonistas la misma muleta con la que habían martirizado al Madrid durante un lustro. Después comenzaba un contraataque subido en un vespino. Le tiran un balón desde otro continente y lo deja tan quieto que parece que ha habido una elipsis. Entra en el área como una princesa que quiere recuperar el trono. Un control postmoderno y una pausa de una décima, algo que nunca perdió. Se abre la herida bajo los palos y por ahí entra feliz el balón.

Foto: El delantero francés celebra la Decimocuarta. (Reuters/Kai Pfaffenbach)

Isco, Isco, grita la grada, y es primer brote de primavera en el Bernabéu. Van pasando las temporadas e Isco sigue montado en su noria de juguete. Llega un entrenador de la cantera, Solari, que entiende que el ceremonial de Isco es de otra época. Y ahí se acaba todo. Y se acaba definitivamente. El malagueño se siente ofendido en lo más íntimo —él es un artista— y se niega a luchar. Se abandona, crece su cintura y su resabio, y se enfrenta a la prensa, al público y a la pelota, que ya no le obedece como antaño. Quizás la mala suerte fue cruzarse con Modric, un mediocampista con un sentido tan sutil del fútbol que parecía inventarlo en vez de ejecutarlo. El trotecillo camp de Isco, salía perdedor contra ese manantial.

Lo vimos junto a Camavinga en una escena digna de un DVD para coleccionistas. Isco y Camavinga en el mismo 11 es como en 1977 cuando coexistían Génesis y The Clash en las listas de éxitos. Llegó a tener una velocidad negativa, algo indescifrable contra los equipos de la Premier, un jugador de otro tiempo jugando en un país equivocado. Acabó su tiempo en el Madrid cuatro años después de que se secara su juego. Y se fue. Con 30 años y una vida por delante. Aquel que llevaba el balón cosido por dentro. La vida breve del artista en zonas interiores. Con un carro de títulos bien grapados junto a sus defectos. Defectos más grandes y luminosos que la vida entera de la mayoría de los futbolistas. Que no se olvide.

Fue en aquel partido nefasto contra Rusia. Era el verano de 2018. Un Mundial. Cuartos de final, desde donde se divisa la gloria o el desastre. La Selección se había quedado huérfana de entrenador. Lopetegui fue fulminado por dejarse querer por el Madrid. Rusia no era gran cosa, pero sin el vasco en banda, el sistema desapareció y se hizo presente en el equipo, el peor miedo posible para un deportista: el miedo a perder. En ese territorio entre el absurdo y la catástrofe, Isco decidió pasar de planeta a sistema solar. Pidió la pelota y comenzó un trotecillo por todo el campo para coser voluntades que resultó conmovedor. Llevaba la pelota como un aguador. Andaba y desandaba el campo con pasitos mínimos, de viejecita pillada en un paso de cebra y realmente no servía para nada. Todo era estático, horizontal. El juego de la Selección era aquella parodia del tiki-taka contra la que clamaba Javier Clemente.

Real Madrid Isco Mesut Özil
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