La última contribución de Éver Banega, el pimpampum y la leyenda
El mediocentro argentino abandona de forma prematura la élite por un contrato impresionante en Oriente Medio y se despide del Sevilla en la cúspide de su rendimiento
Hace años, durante la celebración de una de las mil doscientas Europa League que ha ganado el Sevilla, Éver Banega, hombre de contadísimas intervenciones públicas, cogió el micrófono. Se rumoreaba su marcha, pero bien podría haber actuado como tantos colegas en idéntica situación: improvisar un par de frases vacuas, o entonar un grito de guerra para que corriese el turno de palabra. Pero no, él fue de frente y allí mismo confirmó que se iba. En pleno éxtasis colectivo, con la emoción a flor de piel y lagrimeando. «Creo que me dejé la piel en la cancha por esta camiseta», dijo como si mirara a los ojos, uno a uno, a los miles de aficionados que escuchaban desde las gradas. El público aplaudió, agradecido por sus servicios y por tamaño ejercicio de madurez y sinceridad. Ojalá algún día pueda volver, concluyó Éver.
No era un brindis al sol. Volvió. En su última temporada como sevillista ha estado bajo las órdenes de Julen Lopetegui, que lo describió así: «Es un ejemplo absoluto. De los jugadores más competitivos que conozco y he entrenado». Y Lopetegui, entre Oporto, Real Madrid y la selección española, con algún futbolista que otro se ha cruzado.
Comprometido y maduro, no solo en aquella celebración, también donde importa, en el terreno de juego. Pero claro, eso cómo va a ser, si ambos adjetivos colisionan de frente con la idea que muchos se formaron sobre él. Porque Banega es uno de esos jugadores que el futbolero medio cree conocer. Influye su paso por dos de los mejores equipos de España, Atlético de Madrid y Valencia, cuyas aficiones, como todas, juzgan en función del rendimiento ofrecido con su camiseta. Pero aquel joven Éver palidece frente al futbolista en el que se convertiría.
Por supuesto, los variados y hasta estrambóticos percances del argentino fuera del césped nublan la opinión de cualquiera. Los medios de comunicación que hablan sobre fútbol, pero casi nunca de fútbol, lo convirtieron pronto en personaje recurrente, uno de esos con rumbo al vertedero de los juguetes rotos. Bombardeaban con reclamos morbosos —¡Pincha aquí para leer la última ocurrencia de Banega!—, y el lector se enfrentaba a su rendimiento con otros ojos, minusvalorándolo, con esa superioridad moral con la que se mira a los casos perdidos. A pesar de ese estigma, le sobró talento y personalidad para triunfar.
Quien sí lo conocía era Monchi, que para sustituir a Ivan Rakitić solicitaba a los representantes un «perfil Banega». Hasta que se le encendió la bombillita: por qué no traerse al original. Por entonces penaba en Newell's Old Boys, el equipo de su vida, cedido por un Valencia que lo daba por imposible. Acababa de cumplir 26 años, pero de tanto verlo, de tanto machaque con cuestiones extradeportivas, a muchos les parecía que bordeaba la jubilación. Monchi recurrió a él, en una de esas apuestas suyas tan de Moneyball. Lo fichó por apenas dos millones, y era tan escasa la fe valencianista, que algunos lo consideraron un buen negocio.
El encuentro con Emery
Lo esperaba con los brazos abiertos Unai Emery, que había sacado su mejor rendimiento en Mestalla. En Sevilla, el guipuzcoano lo fue metiendo de a poco, para vencer así el comprensible escepticismo de su nueva afición. Primero lo situó en la mediapunta, delante de un robusto doble pivote, y luego intercambiaba la posición. Se hizo con la manija de un conjunto que venía de conquistar un título europeo, pero que bajo su mando encadenó otros dos más. Eso sí, ni su visión de juego, ni su depurada técnica, ni la fortaleza mental para pedirla cuando al resto le quemaba; nada le valió para granjearse alabanzas entre los aficionados neutrales. También ayudó, por qué no decirlo, que el Sevilla no es un equipo que caiga especialmente bien fuera de sus dominios —fórmula infalible para granjearse simpatías: destaca un poco, pero no se te ocurra ganar nunca nada—.
A Banega lo sedujo el Inter, un destino que lo mismo te da una final que te sume en un pozo de amargura. Su año con los neroazzurri no puede considerarse estadísticamente malo, puesto que en 28 partidos ligueros marcó 6 goles y repartió 7 asistencias. Todo lo hizo mientras negociaba su regreso a Andalucía, que se gestó pocos meses después de aterrizar en Milán.
Aquellos veranos encadenó subcampeonatos con su selección, y tiene mérito porque Argentina y todo lo que conlleva, más que un pozo, acostumbra a convertirse un agujero negro para sus jugadores. Mientras vistió la albiceleste, fue el mejor aliado de Messi, rosarinos ambos, y en muchos partidos parecía el único que hablaba su idioma. Rozaron la gloria en dos finales de Copa América, pero la carrera internacional de Éver, y quién sabe si la de su amigo, terminó sin más títulos que el Mundial Sub-20 y la medalla de oro en los Juegos Olímpicos.
El Sevilla desembolsó ocho millones para repescar a quien se había marchado libre un año antes, movimiento que provocó alguna crítica, porque rajar es gratis y el verano muy largo, y porque el período estival resiste cualquier majadería hasta que llega el balón para barrerla de un soplido. La cantidad fue irrisoria para un futbolista dominante e integrado, que no necesitaba ni pedir la clave del wifi en la ciudad deportiva. Volvía con 29 años recién estrenados. Que un tipo del nivel de Banega haya ofrecido sus mejores cinco temporadas al Sevilla, club que para crecer vende a quienes alcanzan el grado óptimo de maduración, supone una anomalía solo explicable por una conjunción casi mágica de vicisitudes. Y si encima lo ha hecho por apenas diez millones en traspasos, la jugada es digna de estudiarse en los cursos de directores deportivos.
Otra vez Monchi
Su regresó coincidió con el erasmus romano de Monchi, y debió lidiar con un baile de entrenadores y proyectos efervescentes. Eso no hace sino subrayar la cantidad de factores que deben coincidir para que un gran jugador refrende su valía en forma de títulos: buen equipo, buen ambiente, buena preparación y buena suerte, como mínimo. Éver no ahorró esfuerzos, ni siquiera cuando a Pablo Machín se le ocurrió situarlo como pivote único, con la espalda descubierta. Con todo, se esmeró en funciones inimaginables, bajó al barro y concluyó el año como máximo recuperador de balones de la Liga. Compromiso con el escudo, siempre.
Pero que nadie se lleve a engaño: la unanimidad también es una quimera entre la afición propia. Cuando vinieron mal dadas —aunque siempre se clasificasen para Europa, y alcanzasen cuartos de Champions y una final de Copa—, el argentino acumuló reproches. Porque Banega pertenece a esa clase de futbolistas muy pitables, una pieza perfecta para los que esperan a la vuelta de la esquina con la escopeta cargada. Si la pelotita no entra, la gente no silba al voluntarioso lateral diestro, sino que la paga con el mejor, con el que parece que no corre aunque lo haga como el que más. El talento siempre bajo sospecha. Pero a Éver nunca le faltó implicación, distinto es que no le salieran las cosas, o que resaltasen más dos pérdidas suyas que las anodinas actuaciones de sus compañeros.
Él se limitó a jugar, a la batalla de la opinión pública había renunciado mucho antes. Rehuía a la prensa, quizás haciendo pagar justos por pecadores, y ni siquiera a los periodistas locales sevillanos les concedió nunca una entrevista. Echó el cerrojo, harto de la caña recibida durante su juventud. Ya le habían hecho suficiente daño. Y ni mucho menos es de los que dan patadas más fuertes al diccionario que a la pelota, ya que cuando habla en el postpartido, donde la Liga limita la temática de las preguntas, explica el juego casi como lo ve, con nitidez. En esas retransmisiones televisivas, por cierto, abundan los periodistas que sí ponderan su calidad, quizás porque su cometido es más futbolístico que circense.
Donde Banega se despacha a gusto es en el vestuario. Allí, su liderazgo es indiscutible, magnético. Motiva, exige, aconseja. Incluso, si una cámara se cuela en alguna celebración, deja al descubierto que la voz cantante la lleva siempre él, iniciando cánticos, disfrutando, e incluso metiendo el dedo en la llaga si de un derbi se trataba. Guasa, poca vergüenza, cancherismo, como se quiera llamar. Fútbol.
El dorsal de Reyes
Con Lopetegui ha vuelto a disfrutar. Interpreta cuándo bajar a recibir, cuándo debe abrirse o acercarse al área rival, y muestra la cualidad de los genios: la jugada siempre mejora cuando pasa por sus botas. Los balones, al 10. ¿Qué otro número iba a llevar? En su primera etapa tenía dueño, José Antonio Reyes, pero luego le tocó a él dignificar ese dorsal.
Las piezas encajaron, los planetas se alinearon, y en la más atípica de las temporadas, el Sevilla empató con el tercero en Liga y alcanzó otra final europea. Con un Banega sublime, a pesar de los pesares. En las postrimerías del confinamiento, cinco jugadores sevillistas organizaron el típico asado argentino, con sus parejas, en confianza, pero alguien cayó en uno de los males de nuestro tiempo: contarlo en redes sociales. Error. Después llegó una reacción desproporcionada, una portada surrealista y muchos minutos de información rellenados. Huelga aclarar que otros clubes registraron comportamientos similares, pero el bombo no fue ni comparable.
Banega se tragó la bilis y cuando el balón rodó de nuevo la escupió en forma de toques sutiles, goles y asistencias. Poco después, de vacaciones, acudió a una discoteca, un lugar abierto al público de forma completamente legal. Pero claro, era él. Le esperaba agazapada cierta prensa, la que años atrás lo convirtió en el muñeco de pimpampum. Porque vende. Sí, hombre, Banega, aquel que cuando joven, ¿no os acordáis? La acusación era ridícula, y contestó jugando mejor todavía y llevando a su equipo a otra final. En esa línea ascendente, si llega a repetirse la secuencia de pausa en la competición y críticas absurdas, termina ganando el Balón de Oro.
Es una exageración, sí, pero su desempeño en las últimas temporadas supera al de titulares en clubes gigantes, por ejemplo el Barcelona, por mentar uno que además se ajusta a su estilo de juego.
Banega nunca jugó en esos gigantes, pero aportó lo suyo para convertir al Sevilla en grande de Europa. A alguno ese estatus le suena raro, porque ha sucedido rápido y delante de sus ojos, pero con perspectiva histórica no cabe otro calificativo para un equipo al que le faltan dedos en una mano para contar sus Europa League. Y además lo ha hecho de forma sostenida, en tres ciclos diferenciados.
El argentino ha participado en dos de ellos, siempre fundamental. Eso lo sitúa como indubitable leyenda sevillista, uno de los jugadores con más calidad que nunca defendió esa camiseta, y titular en cualquier alineación histórica. Todo ello, conviene insistir porque refuerza el mérito, en un equipo que ya es grande para siempre. Al final, a Éver, el fútbol le pagó con creces. Lo demás es ruido.
La plata de Arabia
Cuando se filtró su fichaje por el Al-Shabab, prometió irse como la última vez, de la mejor manera que puede marcharse alguien de un equipo, o de cualquier sitio: logrando el objetivo y mientras todavía te pidan que te quedes. Quería volver a tocar plata, aseguró. Y vaya si lo ha hecho. Todos los titulares en la final, excepto él y Jesús Navas, vivían su primera temporada en el Sevilla, después de la revolución que Monchi se inventó en verano. Así que le tocaba a ellos insuflar ánimo, enseñar que el escudo pesa, exhibir experiencia. Y cada pase que ha dado, cada balón que ha aguantado con su cadera, cada músculo de su cuerpo tensionado, albergaba un solo objetivo: irse por la puerta grande, ganar su tercer título europeo.
Cierto, es una lástima que un jugador que todavía conserva semejante talento abandone de forma prematura la élite, pero le pusieron por delante un contrato de tres años tan bien pagado que rechazarlo bordeaba lo utópico. Sucede igual en el ámbito de la pintura: hay obras maestras que deberían estar expuestas en un museo, y sin embargo cuelgan en el salón de algún millonario.
Hace años, durante la celebración de una de las mil doscientas Europa League que ha ganado el Sevilla, Éver Banega, hombre de contadísimas intervenciones públicas, cogió el micrófono. Se rumoreaba su marcha, pero bien podría haber actuado como tantos colegas en idéntica situación: improvisar un par de frases vacuas, o entonar un grito de guerra para que corriese el turno de palabra. Pero no, él fue de frente y allí mismo confirmó que se iba. En pleno éxtasis colectivo, con la emoción a flor de piel y lagrimeando. «Creo que me dejé la piel en la cancha por esta camiseta», dijo como si mirara a los ojos, uno a uno, a los miles de aficionados que escuchaban desde las gradas. El público aplaudió, agradecido por sus servicios y por tamaño ejercicio de madurez y sinceridad. Ojalá algún día pueda volver, concluyó Éver.
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